El presidente la taifa de Cantabria ha eructado que hay que vacunar a todo el mundo "por las buenas o por las malas, por lo civil o por lo militar". Nótese el efecto especial del paralelismo retórico que emplea y que equipara las buenas maneras al civismo, y las malas al militarismo del estado policial. Muy significativo.
¿Cuál es su 'razonamiento'? Argumenta, si se puede
llamar argumentación a esto, que “no hay derecho a que unos
señores pongan en peligro al resto porque no se quieran vacunar”.
Según él no tiene que quedar nadie vivo sin vacunar porque es un
peligro público para los inmunizados aunque no desde un punto de vista sanitario, sino
desde el político, porque el no vacunado es un ciudadano irresponsable y que no
obedece a “lo que está mandado” o, como se decía en otro
tiempo, “a lo que Dios manda”.
No se entiende desde la lógica común y corriente cómo alguien que no está vacunado puede poner en peligro al que está vacunado y, se supone, aunque es mucho suponer, que inmunizado. En todo caso se pondría en peligro a sí mismo. Y no es el caso. Pero lo que no se le puede consentir, desde luego, es que goce de buena salud y no padezca los efectos secundarios de los que se han pinchado con convencimiento o sin él, porque es un ejemplo de mal ciudadano insolidario. Es como si yo voy caminando sin paraguas por la calle bajo la lluvia y alguien, protegido con su chubasquero y su paraguas, me acusa a mí de ser el responsable de la lluvia que está cayendo y que hará que muchas personas se empapen, cojan una pulmonía, colapsen las UCI,s de los hospitales y, acto seguido, se mueran, o, en el colmo del absurdo, me quiera responsabilizar de estar mojándose él por mi maldita e irresponsable culpa.
Al parecer la incidencia en la piel de toro que es España ha aumentado diez puntos hasta sumar 82 casos por cada 100.000 habitantes, lo que es una barbaridad que escandaliza al gerifalte cántabro porque, según el criterio aleatorio de las autoridades sanitarias si se producen más de 50 casos pasamos del riesgo “bajo”, al “medio”, que es hasta 150 personas por cada 100.000, aunque no todavía “alto” ni “extremo”? ¿Se trata de casos de enfermos ingresados en UCI,s o de fallecidos? No, ni siquiera se trata de pacientes, sino de resultados positivos, la mayoría asintomáticos, a la prueba de Reacción en Cadena a la Polimerasa o PCR, todo un chiste, una prueba que no es diagnóstica ni específica, y que su inventor, el premio Nobel Kary Mullis dijo que no servía para detectar una infección vírica. Desde la declaración de la pandemia, ese baremo de riesgo o semáforo, como lo llaman a veces, (bajo, medio, alto, extremo) ha sido uno de los marcadores que determinaba las decisiones políticas.
Pero lo más interesante políticamente de sus
declaraciones no son esos exabruptos sino la consideración que hace
de la necesidad de que “se creen instrumentos jurídicos para que
sea obligatorio vacunarse”, ya que no lo es, y que los tribunales
garanticen que “eso es posible”, porque ahora no lo es dado que
la vacunación no es obligatoria. Según dicho gerifalte, “para eso
está el poder legislativo del país”. Analicemos esta afirmación, que es lo
más relevante desde el punto de vista de lo político.
El poder legislativo de un país está para adecuar las leyes a los designios del poder ejecutivo, de forma que el poder judicial no pueda poner obstáculos a los caprichos de los gobernantes. Toda una maquiavélica lección de alta
política: el poder legislativo debe subordinarse al poder
ejecutivo, porque “para eso está”, para que yo pueda ordenar y
mandar sin que los jueces me pongan trabas legales lo que me dé la gana, y decretar como el canciller austriaco, por ejemplo, que si usted no se vacuna no
sale de su casa, se queda allí confinado hasta que ceda y se someta, por las buenas o por las malas, convencido o sin convencer.
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