El río, que es metáfora del tiempo, fluye,
corriente que huye de mis ojos y mis manos,
y al mismo tiempo permanece y deja algo:
si el agua pasa, queda el cauce y queda el nombre.
Lo escribe Séneca en una carta donde cita
y comenta al tenebroso Heraclito: “Al mismo río
dos veces bajas y no bajas”. No hay dos veces:
ni tú ni el río ni sus aguas sois los mismos,
cambiáis, dejáis de ser para poder seguir
siendo los mismos, los idénticos Proteos,
versátiles metamorfosis inmutables,
reencarnaciones en un ciclo interminable:
se vive sólo una vez, ahora o nunca,
se baja sólo una vez, que no es ninguna,
que ni siquiera es una en un sentido propio,
a la vida, el turbio y claro arroyo que te arrolla
ahora mismo. ¿Qué hora es? La misma hora,
a todas horas, la misma en punto, exactamente
siempre es la misma hora, ahora mismo, inmensa
que se divide y subdivide y multiplica
en muchas otras horas, días, noches, años...
En esta incierta hora en la que escribo yo
ahora, caben las inciertas horas todas
de mi vida, las pasadas y las porvenir,
proyectando una vasta sombra milenaria
que nunca acaba de pasar ni de contarse...
Por eso mismo ahora estoy aquí, en Toledo,
de paso, en donde el Tajo fluye, peregrino,
con sus estrofas permanentes de agua clara,
cruzando el puente de Alcántara, suspirando manso
buscando sin querer el mar que no conoce,
el mar al fin de su trascurso, su destino,
el mar, que es el morir, la muerte rediviva;
el mar, la muerte, el mar recomenzado siempre. La mer, la mer toujours récommencée: la mar.
Y el Ebro fluye grande y bello, pescadero,
(Catón el Viejo lo dejó en latín escrito),
a orillas de esta Zaragoza del olvido
en donde yo, si no era algún antepasado
mío, soldado raso, sin graduación alguna,
marcando el paso desfilaba torpemente,
contando el tiempo que faltaba interminable;
contándolo y creándolo en el mismo acto
de computarlo y dividirlo en mil fragmentos,
ciudad que, como el río, pasa y no se mueve
quedándose pasmada en su reflejo de agua
igual que en la fotografía, ahora mismo.
También el Júcar fluye, aquí y ahora, en Cuenca,
la ciudad encantadora de mi desencanto,
flanqueado por los chopos de oro en sus riberas
en medio de esta luz radiante, que llueve intensa
con mansedumbre, y me abre el alma al horizonte
convaleciente del amor y de su olvido.
También estoy ahora mismo en Roma, aquí,
en la Ciudad Eterna, entre tantas ruinas
y sombras y ecos milenarios de un ayer
que se vislumbra eterno ahora todavía
en este instante, donde caben los recuerdos
y las visiones de un futuro inexistente,
a orillas de este viejo padre nuestro Tíber
que baja raudo y turbulento, como si
quisiera ya precipitarse al mar Tirreno,
llevándose los siglos y milenios y años
de historia furibunda universal consigo:
el Tíber pasa, deja atrás las milenarias
y silenciosas piedras, lápidas funerarias.
También el Sena, que cantaba Apollinaire,
también el Sena, bajo el puente Mirabeau,
discurre ahora mismo, lánguido, en París
dejando estelas largas de melancolía,
arrastrando días que no volverán y amores,
nuestros amores... Y también me arrastra a mí,
que lo contemplo desde el puente, con su flujo,
llevándose mi reflejo en su corriente de agua
fugitiva, especular, evanescente acaso,
la imagen propia, que es la sombra que proyecto
y se difumina en la pantalla de la noche.
Los nombres propios de estos ríos Tajo y Ebro,
Júcar, Tíber y Sena, son conjuros contra el olvido
donde se embosca, agazapado, el viejo monstruo
de tres cabezas, cancerbero del infierno,
el tiempo, que es metáfora de todos ellos.
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