miércoles, 14 de julio de 2021

Higienismo a ultranza (y II)

Con la imposición obligatoria de la mascarilla en todos los espacios públicos comunes tanto interiores como exteriores nos prohibieron dar la cara, cuya imagen quedaba reducida a la intimidad familiar, una vez que habíamos perdido el espacio público. La cara, que era el espejo del alma, se enmascaraba y así se despersonalizaba. 
 
Buena paradoja: la mascarilla -persona era el nombre de la máscara en latín- nos despersonaliza, haciendo que todos seamos máscaras impersonales, sustrayéndonos al reconocimiento de la mirada de los demás. 
 
El rostro es lo más propio mío, como revela la foto del Documento Nacional de Identidad al lado de la huella digital, pero lo que yo no puedo ver si no me miro en un espejo, como hizo Narciso enamorándose fatalmente de su propia imagen. 
 
Una sociedad sin rostro es una sociedad sin alma, porque el rostro es el espejo del alma. 
 
La imposición, por otra parte, de la distancia interpersonal demuestra que ya no hay comunidad, sino una agregación de individuos reunidos por casualidad que forman una grey, es decir, un rebaño.
 
 
Algo nos dice que una sociedad sana no puede basarse en la desconfianza de cada uno en relación con los demás. Como nos han inculcado esa desconfianza, nos han enfermado, nos han convertido en una sociedad enferma. No es saludable adaptarse a una sociedad enferma, como escribió Crisnamurti, no es un síntoma de buena salud. 
 
La expresión distancia social es una contradicción en sus términos. La sociedad no puede fundarse sobre la distancia. Inscribir la distancia en lo social significa borrar de un plumazo la sociedad, sustituyéndola por una suma de individuos congregados por azar pero perfectamente identificados. 
 
Lo que se pretende con la distancia social es la distanciación o el alejamiento de lo común. Y la palabra distanciación, mejor que distancia o distanciamiento, expresa muy bien el proceso que no está abocado a detenerse nunca. 
 
La sociedad se atomiza, es decir, se individualiza etimológicamente hablando, pierde el sentido de lo común. Desde hace año y medio vivimos sujetos y sumergidos en un océano de informaciones que cada día nos condicionan en función de los requisitos políticos.
 

 La gente que se somete es porque ve que hay una ganancia. Les han propuesto una falsa elección: "Si quieres recuperar tu vida anterior, tienes que cumplir estas condiciones". Es una promesa a todas luces falsa, porque la lógica que se ha impuesto de la distanciación y del constreñimiento social no tiene ninguna razón de encontrar en sí misma su propio límite que le ponga fin. 
 
El Estado, ávido siempre de poder, nunca renuncia al poder que se le otorga. La imposición ahora del pasaporte sanitario que se ofrece a cambio de someterse a la doble inyección inaugura una sociedad escalonada, graduada en función del estado médico de los individuos. De este modo el sistema inmunitario natural del ser humano se ve como un arcaísmo que hay que sustituir por un sistema inmunitario artificial explotable por la industria farmacéutica, que encuentra así un óptimo nicho de mercado. 
 
Un operador telefónico nos llama por teléfono -cada uno tiene ya su número propio individual e intransferible- y nos ofrece una “oferta inmejorable de inmunidad” por sólo, es un decir, 9,99 euros al mes -que salen de nuestros bolsillos a través de los impuestos indirectos, ojo, porque los pinchazos no son gratuitos, aunque lo parezcan, que nadie se llame a engaño- y con una permanencia de un año... La novedad es que si rechazas la oferta de la inyección letal antitanática -contra la muerte- pierdes algunos de los derechos que tenías. 
 
La vacunación es un acto de adhesión a un nuevo contrato social de tipo técnico-sanitario fundado en el ideal falso de la higiene común. 
 

 
El Poder ha sometido al pueblo a un referéndum: sí o no al nuevo contrato social. La inyección es el bautismo de fuego. Acceder a ella arremangándose uno es decir de hecho “sí” a este nuevo contrato social. 
 
Lo importante, además, no es la inyección que supone que uno está desarrollando cierta inmunidad, lo cual no está demostrado en absoluto, sino el documento acreditativo de ella, que se convierte en un requisito imprescindible para acceder a determinados eventos y en un salvoconducto para viajes. 
 
Hasta ahora el hecho de vacunarse por ejemplo anualmente de la gripe era una decisión privada que no afectaba a la relación con los demás. Era algo que pertenecía al historial médico de cada cual y que no condicionaba ningún comportamiento propio ni ajeno. La gente que se vacunaba de la gripe lo hacía, generalmente aconsejada por su médico de cabecera, para no contraer la enfermedad en una forma grave. 
 
La inyección ahora es mucho más que eso, es un gesto de adhesión al sistema del higienismo a ultranza preconizado por la Organización Mundial de la Salud y las autoridades sanitarias de los estados avasallados. 
 
¿No podríamos dejar de ser unos malpensados y olvidarnos por un momento del adagio “piensa mal y acertarás” y reconocer que la mascarilla, el pasaporte sanitario y la propia inyección que estamos analizando aquí son medidas tomadas para protegernos a los ciudadanos de nosotros mismos y que, por lo tanto, están al servicio no de los intereses de los laboratorios farmacéuticos sino del bien común? 
 
Claro está que esas medidas se han implementado, como dicen ahora, con las mejores intenciones del mundo, porque se ha creído que son buenas, eficientes y eficaces. Las intenciones que hay detrás de ellas son, a buen seguro, vamos a pensarlo así, inmejorables,  pero ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el pavimento del infierno. 
 
Litografía de Paul Colin (1949)
 
 Nadie hace mal a sabiendas, nos enseñó Sócrates, y es verdad: hacemos lo que hacemos porque creemos que es bueno. Y si hacemos algo malo no es porque lo hagamos adrede y a conciencia, sino por error y equivocación, nunca a propósito. 
 
Por eso hay que denunciar el engaño, es una labor política hacerlo: se han tomado unas medidas creyendo que eran buenas, y no lo son. Hay quien puede pensar, ingenuamente, que estamos en un paréntesis provocado por un suceso excepcional, la pandemia de los demonios, que ha requerido unas medidas excepcionales, que si no son buenas, porque no pueden serlo, son un mal menor, pero en realidad es un camino que una vez emprendido no tiene vuelta atrás, y el mal, por muy menor que sea, nunca es bueno.

martes, 13 de julio de 2021

Higienismo a ultranza (I)

    El establecimiento institucional de un “nuevo” régimen -que en realidad es más viejo que el catarro y no deja de ser el mismo perro con distinto collar, en este caso sanitario- basado en el terror fomentado por lo que podríamos denominar un higienismo a ultranza de la seguridad pública ha hecho posible la práctica destrucción de las relaciones humanas. Esto ha sido posible desde el momento en que gestos tan entrañables como darse la mano, abrazarse o besarse han sido catalogados potencialmente como mortalmente peligrosos, y se han recomendado sustitutos como reverencias orientales o choque de codos. Se ha propiciado, en lugar de la comunicación presencial, la televideofónica, supuestamente más segura, que a veces llamamos “virtual” porque es un sustituto de la “real”, lo que ha fomentado la instalación de redes inalámbricas y de difusión de la Red Informática Universal, que alejándonos nos acerca a los demás, o que acercándonos a los demás nos aleja del peligro que supone su contagio o, lo que es lo mismo, su contacto. 
 
 
Litografía de Paul Colin (1949)
 
    Esta ideología sin ideología que algunos han llamado higienismo securitario se ha fundamentado en la desconfianza en uno mismo y en los demás, y ha sido difundida por reputados virólogos, como el asesor de la canciller alemana, que afirmó con una sinvergonzonería rayana en el más puro cinismo: “Lo mejor sería que nos comportásemos como si estuviésemos contagiados y quisiésemos evitar la transmisión de la enfermedad”. ¿Cómo puede uno engañarse a sí mismo y a los demás emulando al Enfermo Imaginario de Molière, fingiéndose apestado cuando no lo está y no tiene ningún síntoma ni por asomo?
 
    Pero no acaba ahí la cosa, porque al mismo tiempo que el virólogo recomendaba eso, decía contradiciéndose a sí mismo que también había que ver la cosa al revés y considerar que los enfermos, no ya imaginarios sino reales, ya sea en acto o en potencia más bien aristotélica, eran los otros. Se diría que estaba Christian Drosten, tal es el nombre del responsable, parafraseando el célebre “l'enfer c'est les autres” de Jean Paul Sartre con un “le virus c'est les autres” (el virus son los otros). Es decir nos está invitando a vernos a nosotros mismos simultáneamente, con una grave distorsión de la realidad, como enfermos que pueden contagiar a los demás que están sanos, y como sanos a la vez que pueden ser contagiados por los demás, que están enfermos. 
 
 
    Es como si estuviéramos uniendo al triple lema de Orwell (la guerra es la paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza), un cuarto eslogan exitoso: la salud es una enfermedad grave que debe ser tratada lo antes posible porque es, además, contagiosa y mortal. 
 
    El Poder, auxiliado por científicos a sueldo de los laboratorios farmacéuticos como el susodicho, después de haber jugado la baza del miedo sembrando el pánico entre la población del planeta, utiliza ahora las cartas del resentimiento afirmando que los viejos son las víctimas de los jóvenes irresponsables que no siguen las medidas recomendadas por las autoridades sanitarias que velan por nuestra salud enfermándonos a todos y cada uno de nosotros. 
 
    Con ochenta y noventa años la gente ya no se muere de vieja, sino de la enfermedad del virus coronado, como si la vida pudiera continuarse indefinidamente si no fuéramos puestos en peligro constantemente por la amenaza potencial que suponemos nosotros mismos y nuestros congéneres viralizados. 
 
 

 
    El Poder afirma ahora que los que se han dejado inyectar van a ser o ya lo son víctimas de los que no, lo que viene a revelar por otra parte que la inyección no inmunizaba en absoluto. 
 
    Lo que quiere el Poder a toda costa es sustituir el resentimiento vertical del pueblo contra el gobierno en una desconfianza horizontal mutua entre el pueblo dividido entre sí. Es el viejo principio de inspiración maquiavélica del divide y vencerás. Es como si de pronto se hubiera trasladado la lucha vertical entre lo de arriba y lo de abajo, al enfrentamiento horizontal entre los de abajo, dividiéndonos entre los que se sentarán en el Juicio Final a la izquierda de Dios padre y los que se sentarán a la diestra del Señor, entendidas en un sentido muy amplio que va más allá de la política tradicional de los políticos que sólo aspiran a sucederse en el poder para que cambie el gobierno y pueda seguir el sistema igual, garantizando la alternancia. 
 
    La salud se ha convertido en la enfermedad de nuestros días: todos somos pacientes y víctimas de un higienismo a ultranza. Pacientes en acto, como los ingresados en hospitales y unidades de cuidados intensivos, o en sus propios hogares, donde son atendidos en el mejor de los casos por médicos teleoperadores; y pacientes en potencia todos los demás. No somos enfermos imaginarios, sino enfermos bien reales. ¿No es esto un delirio colectivo, una histeria sin precedentes, una paranoica y gravísima psicosis?

lunes, 12 de julio de 2021

Matar al Padre

    Tiene su cosa el latinajo: Qui patrem suum necat non peccat (el que mata a su padre no peca) La gracia, una vez que se sabe que el "necat" que rima con "peccat" quiere decir "mata", reside en que no son divinas palabras, como diría Valle Inclán, sino diabólicas o demoníacas, ya que llevan la contraria a las sagradas escrituras y preceptos religiosos. La frase quiere decir que quien mata a su padre no comete pecado, contradiciendo así el cuarto mandamiento de la ley de Dios,  ya que dar la muerte no es forma de honrar uno a nadie, y menos a su padre, y el quinto, que prohíbe taxativamente la matanza. Pero estos latines tienen su gracia, y no por la rima fácil, que no deja de ser una peculiaridad idiomática propia de cada lengua mundana  no exportable a las demás, sino porque una de las seis palabras que contiene es ambigua. En efecto, esa frase puede entenderse y traducirse también así: No peca quien mata al padre... de los cerdos; pues suum, además del posesivo "suyo", puede ser el genitivo plural de sus, suis (primo hermano del griego ὗς ὑός hûs huós) “cerdo”, de donde el adjetivo castellano suido, que se aplica según la Real al mamífero artiodáctilo paquidermo (perdón por los tres neologismos grecolatinos seguidos), de jeta bien desarrollada y caninos largos y fuertes que sobresalen de la boca, como por ejemplo el sus scrofa, vulgarmente jabalí. 


    Pero la gracia de ese latinajo tampoco se agota en la doble lectura. Desde un punto de vista psicoanalítico y freudiano, matar uno a su padre no es un pecado ni un crimen sino el destino fatal de todo animal racional macho que se aprecie, siempre y cuando el crimen se cometa simbólicamente como modo de superación sublimada del complejo de Edipo.  No se trata de asesinar uno a su padre biológico, claro está, que eso es pecado y además delito de parricidio, entendido este como el asesinato que es de un pariente consanguíneo en línea ascendente de hijo a padre o descendente de padre a hijo -de igual a igual, de semejante a semejante, de par a par, que eso era par(r)icida-  sino al ideal o espiritual, es decir, al patriarca de todos los padres y padre del patriarcado que todos llevamos dentro: el padre de todos los cerdos de dos patas.


    Desde un punto de vista animalista, que equipara a la especie humana con la porcina, sería igualmente un crimen matar, o sacrificar, como también se dice,  al cerdo cuando le llega su sanmartín, es decir, la fecha de su matacía o matanza, pues suelen conceder los animalistas  a las especies animales dotadas de sistema nervioso central la categoría de "sintientes", con lo que amplían la longitud de onda del concepto de "humanismo" incluyendo a dichos animales y excluyendo de su estatuto a plantas, rocas y otros seres vivos carentes de dicho sistema nervioso, y entienden que el mandato divino "no matarás" les afecta también a ellos, por lo que se abstienen de comer sus viandas.   

Matanza del cerdo en la Edad Media



    Pero no se trata de matar físicamente al padre de todos los puercos. Tampoco de asesinar físicamente al Santo Padre, o sea al Papa que vive en Roma, vicario en la Tierra del Padre celestial, de Dios Padre, la autoridad suprema y omnipotente, al que no en vano se le rezaba en latín, como Dios manda, "Pater noster qui es in Caelis, sanctificetur nomen tuum, etcétera.". (Ya se encargará Satanás de arrastrar al falso Papa, que es el Anticristo, dado que ha traicionado el espíritu cristiano de pobreza, junto a todos nosotros, los fieles y cristianos secuaces de su secta, hasta el pudridero de los infiernos cuando nos llegue la hora en el momento menos pensado).  

    De lo que se trata es de matar simbólica- y metafóricamente uno a su propio padre, al que aborrece con toda su alma, por ser su rival en el amor de su madre y por encarnar el poder patriarcal que subordina a la mujer y a los hijos a su autoridad dentro de la Sagrada Familia.


    Cualquier revolución que se precie, empezando por la individual en nuestro fuero interno, tiene que inmolar  de ese modo  al Padre, pero no para sustituirlo una vez depuesto. La juventud francesa de mayo del 68 lo intentó en París durante un cierto tiempo, pero luego, en un momento dado, la magia desapareció y los jóvenes airados pasaron de una rebelión incontrolable e iconoclasta, que no ofrecía ninguna puerta de entrada a la represión porque no tenía cabezas visibles, a un movimiento asimilado, ordenado, legalizado y neutralizado por el Poder, empoderándose ellos mismos, como ahora se dice.


    No consiguieron lo que de verdad pretendían. El desmadre de los jóvenes no llegó al despadre. Pero no se puede hablar de éxito ni de fracaso, que son categorías económicas como el superávit y el déficit, porque la rebelión a su modo sigue siempre viva y latente por lo bajo, de modo que renace y se viene arriba de vez en cuando en el lugar menos pensado, como surgió, por ejemplo, cuando menos se esperaba,  en Madrid, donde saltó la liebre el 15 de mayo de 2011: Que por mayo era, por mayo / cuando faze la calor...

 Agustín García Calvo en la Puerta del Sol, mayo 2011

    Los jóvenes parisinos, como los madrileños después y tantos y tantos otros que han intentado matar al Padre (necare patrem suum), es cierto, acabaron convirtiéndose todos ellos en unos padrazos de cuidado. Y es que esa es la forma freudiana y ordinaria de matar uno metafóricamente a su padre y de resolver el conflicto edípico: convertirse uno en su propio padre, ocupar la casilla que ha quedado vacía, el trono vacante. La mitología griega da buena cuenta  de ello, como de tantas otras cosas: Zeus se rebela contra su padre Crono para destronarlo, quien a su vez se había levantado contra su progenitor Urano, al que había castrado con una hoz, y destronado: a rey depuesto, rey de repuesto.

Crono emasculando a su padre Urano, Giorgio Vasari (1564)

    Frente a esa falsa solución lo único que cabe es darle la vuelta a la cosa: además del desmadre, que es propio del sistema, tenemos que procurar el despadre, el desempadronamiento y la desempoderación, que es muchísimo más importante, y es la única forma, se me olvidaba decirlo, de combatir el patriarcado y de proceder a la matanza de los cerdos de dos patas.

    ¿Cómo se hace? Vamos a decir cómo no se hace esa revolución: Desde luego no se hace fundando un partido político y presentándose a las elecciones como creen algunos ingenuos que pretenden cambiar el mundo para que el sistema siga igual. ¿Cómo se consigue entonces? Muy fácil: diciendo (porque decir es una forma de hacer) a todo Dios (Estado, Capital, Maestro, Papa, Patriarca de Alejandría, Dalai Lama, Jefe o Jefa, Presidente o Presidenta y un larguísimo etcétera en el que se incluye uno mismo, yo mismo, por supuesto en última y no menos importante instancia: el ego es el último reducto y el más secreto donde se esconde el Padre de todos los Padres), diciéndole, decía: tú no eres mi padre: yo no soy tu hijo: no te reconozco: lárgate: no quieras darme lecciones porque no hay lección que valga.

domingo, 11 de julio de 2021

El móvil inmóvil

El teléfono inteligente (esmarfon en la lengua del Imperio) fomenta el individualismo, por lo que resulta lo contrario del medio de comunicación que pretende ser. Se presenta como una herramienta de relación interpersonal, y sirve para incomunicarnos, atomizándonos, sustituyendo la realidad real, valga la redundancia, por la virtual. 

En ese sentido, las redes sociales destruyen las relaciones personales con el pretexto de crearlas. Su proliferación responde a un fenómeno de frivolización de las relaciones humanas, cada vez más espirituales y cada vez menos carnales. Hacen un uso demasiado gratuito y generoso de las palabras "amigo", "amor", "sexo" y de la palabra "contacto", que ha perdido ya toda su contingencia táctil y carnal.  En nuestras cada vez más habitadas y menos habitables ciudades, el móvil suple una carencia afectiva, ofreciéndonos una falsa solución al problema que nos crea. Te dice “nunca estarás solo” y te condena a la soledad. Te conecta con la gente más alejada, desconectándote de la que te rodea. Cuando sientes que estás solo,  miras la pantalla y de pronto ves que tienes un mensaje y piensas: “Bueno, al menos alguien se acuerda de mí”. Las pantallas no juntan a las personas, sino que publican su aislamiento, creyendo que de la suma de selfies surgirá una comunidad: el grupo de clase,  la familia, el trabajo, los amigos... sólo humo.

Habrá algunos ingenuos que piensen que el teléfono inteligente no es bueno ni malo de por sí, sino neutro; que la bondad o maldad del artilugio dependerá del uso que hagamos del cacharro. Son los mismos que opinan ingenuamente que la tecnología es aséptica, y está más allá del bien y del mal, por lo que se puede hacer un uso positivo o negativo de ella, depende de nosotros, sin que ella nos utilice ni condicione a nosotros, sus supuestos usuarios. No ven que la mera existencia de algunos artefactos como este, como las armas de fuego, la televisión o el automóvil es intrínsecamente perversa. 


Pensamos que manejamos el móvil pero es él el que nos manipula a nosotros, ya que su mera existencia nos impone el cuidado de atenderlo: tenemos que conectarnos, tener cargada la batería, estar permanentemente en línea, alineados, o lo que viene a ser lo mismo, alienados. En definitiva, el móvil no mueve ni libera al individuo, sino que refuerza su  inmovilismo, lo ata aún más a lo que ya estaba amarrado: fortalece sus cadenas laborales o sentimentales. No somos adictos a él, él se ha hecho adicto a nosotros. No lo controlamos, nos controla. ¿Y por qué tanta dependencia? ¿Por qué en todos lados gente mirando pantallas? El mundo digital aparece como un refugio del mundo real, al que suplanta. Si la realidad es decepcionante, interponemos  los ilusorios pantallazos que ocultan el mundo, la triste realidad que nos rodea. 

La gran pantalla cinematográfica dio paso a la pequeña de la televisión, instalándose en la intimidad del ámbito doméstico, en el privilegiado corazón del salón, como si fueran las llamas del fuego del hogar de la caverna platónica en torno a la que se congrega toda la familia. Con la aparición de la Red Informática Universal y los ordenadores personales, las pantallas se individualizaron ya plenamente, hasta llegar a la diminuta pantalla de nuestros móviles, que ya no ocupan un lugar fijo, sino que nos obliga a nosotros a moverlos a ellos y llevarlos siempre encima,  como nuestra propia sombra. 

La pantalla nos reduce a la condición simultánea de espectador y emisor, sujeto pasivo y activo: nos impone una imagen incontestable, lo que revela su carácter autoritario y sacrosanto. Ya no hay imágenes sagradas, se han sacralizado todas las imágenes: convertidas en íconos, a nosotros nos han vuelto iconófilos, iconodulos: esclavos de las imágenes. El usuario de la red no se ama a sí mismo, lo que ama es la imagen que proyecta de sí mismo, de la que está enamorado como Narciso, una fotografía falsa -virtual- pero real. Cientos de álbumes de fotos que reflejan el triste espectáculo que emite y exhibe uno de su propia vida, autopromocionándose, como si uno fuese el actor de su biografía, por lo general bastante miserable, hipócrita y anodina. 

 
La lectura de más de 6 líneas o de 140 caracteres en esas pantallas es algo inaceptable. Las emociones se reducen, empobreciéndose el lenguaje verbal, a emojis o emoticonos, es decir, a íconos o imágenes que tratan de expresar dichas emociones como figuras jeroglíficas, de ahí esa ansia de llenar los mensajes con ellos y de inventar nuevos pictogramas constantemente. 

En las redes sociales hay un positivismo absoluto que resulta al fin y a la postre bastante negativo, vomitivo y empalagoso por almibarado: hay “me gusta”, pero no hay "no me gusta”; hay “amigos”, que se convierten en seguidores (followers que dan fav o likes en la lengua del Imperio), pero no hay "enemigos”. 

El móvil se ha convertido en el símbolo máximo del individualismo solipsista de este nuevo milenio, como fue el automóvil en el siglo pasado. Ambos engendros tecnológicos se presentan como medios: el uno de comunicación y el otro de transporte, y tienen en común la idea de “movimiento”, lo que resulta paradójico cuando ese movimiento no conduce a ninguna parte, no tiene ningún fin que no sea la ocultación de la verdad: que este mundo no “si muove”, como afirmó Galileo, sino que, sin embargo, está quieto, “eppur stà fermo”, o si parece que se mueve es sólo para no dar la sensación de que está quieto, porque el movimiento que predican no existe. 



Ya lo dijo hace muchos siglos Zenón de Elea en griego: El móvil no se mueve ni en el lugar en el que está ni en el que no está.

¿Qué se puede hacer ante eso? Pues hablar de ello y denunciarlo, por ejemplo, como estamos haciendo aquí, porque hablar de algo ya es una forma de acción, aunque no sepamos muy bien para qué sirve. Puede que valga para, por ejemplo, darnos cuenta de lo engañados que estábamos. A lo mejor sirve para desengañarnos. Lo que, si es así, no es poco que digamos, ¿no?.

sábado, 10 de julio de 2021

La cruz de san Andrés

    Era Andrés hermano de Pedro, pescadores ambos, a los que Jesús les hizo sus discípulos diciéndoles que serían "pescadores de hombres" (en griego ἁλιεῖς ἀνθρώπων, halieís anthrópon). Fue Andrés quién reconoció el primero en Jesús al mesías, por lo que se lo llamó en griego Protocleto, el primer llamado, y quien se convirtió en su fervoroso discípulo, hasta el punto de haber sufrido el mismo suplicio que el Maestro: la crucifixión. 
 
    Pero igual que su hermano Pedro, pidió que no le crucificaran en una cruz como la de Jesús, por lo que le amarraron, según la leyenda en Patrás, capital de la provincia romana de Acaya, en Grecia, en una “crux decussata”, es decir, con forma de aspa, una cruz que se conoce desde entonces como cruz de san Andrés. En ella estuvo padeciendo durante tres días que aprovechó para predicar e instruir en la fe cristiana a todos los que se le acercaban. 
 

Tripalium, origen etimológico de la palabra "trabajo". 

    Al apóstol se le atribuyen estas palabras: “¡Salve Santa Cruz, tan deseada, tan amada! Sácame de entre los hombres y entrégame a mi Maestro y Señor, para que yo, de ti, reciba al que por ti me salvó!
 
    Esta cruz, con color rojo y anaranjado, formó parte de los sambenitos de los condenados por la Inquisición, bordada en la espalda y en el pecho. También fue ampliamente utilizada en vexilología y heráldica. 
 
    En el siglo XVI, Teresa de Avila, alias santa Teresa de Jesús, la mística, escribe un poema dedicado a San Andrés sobre el estribillo "¡qué gozo nos da verte!", abordando la temática de la muerte jubilosa y del sufrimiento placentero en el que no falta el deleite masoquista: 
 
Santa Teresa de Jesús, José de Ribera (1630)
 
Si el padecer con amor / puede dar tan gran deleite, / ¡qué gozo nos dará el verte!
 
¿Qué será cuando veamos / a la inmensa y suma luz, / pues de ver Andrés la cruz / se pudo tanto alegrar? / ¡Oh, que no puede faltar / en el padecer deleite! / ¡Qué gozo nos dará el verte!
 
El amor cuando es crecido / no puede estar sin obrar, / ni el fuerte sin pelear, / por amor de su querido. / Con esto le habrá vencido, / y querrá que en todo acierte. / ¡Qué gozo nos dará el verte! 
 
Pues todos temen la muerte, / ¿cómo te es dulce el morir? / ¡Oh, que voy para vivir / en más encumbrada suerte! / ¡Oh mi Dios, que con tu muerte / al más flaco hiciste fuerte! / ¡Qué gozo nos dará el verte!
 
¡Oh cruz, madero precioso, / lleno de gran majestad! / Pues siendo de despreciar, / tomaste a Dios por esposo, / a ti vengo muy gozoso, / sin merecer el quererte. / Esme muy gran gozo el verte.

viernes, 9 de julio de 2021

Del martirio de san Sebastián

    Son muchos los pintores que han plasmado el martirio de san Sebastián recibiendo los flechazos. Sirva como botón de muestra un ejemplo:

Martirio de san Sebastián, Hans Memling (v. 1475)

    Pero me interesa sobre todo el tratamiento del tema que hace Giovanni Antonio Bazzi il Sodoma, que presenta al santo recibiendo de manos de un ángel del cielo la corona del martirio a modo de recompensa por haber dado testimonio de su fe inquebrantable soportando los efectos adversos del asaeteamiento que lo acabarían llevando a la muerte, es decir, a la otra vida, a la vida verdadera, que es eterna y no temporal como esta que vivimos el común de los mortales.

  

Martirio de san Sebastián, Giovanni Antonio Bazzi, il Sodoma (1525)

     En el lienzo del florentino no aparecen los verdugos, aquellos arqueros mauritanos que por orden del emperador le habrían asaeteado en puntos no vitales de su cuerpo para alargar la agonía de su muerte, que han ejecutado su labor clavándole una flecha en las costillas, otra en el cuello y otra en un muslo, sino el santo de una belleza andrógina amarrado al árbol y atravesado por las flechas en actitud de recibir la iluminación de la gracia que le otorga el ángel del Señor como divina recompensa: la inmunización y salvación de su alma.

Fotografía de Gabriel Pérez-Juana
 

     La corona es un símbolo de superación y de consecución, como se ve en el uso lingüístico de la expresión "coronar una empresa" para referirse al cumplimiento perfecto y, por lo tanto, definitivo de una obra. La corona es el símbolo visible de un logro. La corona de metal o diadema es además un símbolo de luz y de iluminación recibida, siendo como suele ser de oro radiante. La corona resplandeciente, como la que el ángel le impone al santo en el lienzo de Bazzi il Sodoma es el símbolo por excelencia de la más alta finalidad evolutiva: quienes triunfan sobre sí mismos, como los mártires, se santifican y logran la corona de la vida eterna.    

    Se creía en la Edad Media que la devoción a San Sebastián protegía de la peste. De hecho la ciudad de Donostia/San Sebastián lleva ese nombre en honor de su santo patrón, por cuya divina intercesión se habría puesto fin a la epidemia del año 1596. Donostia, es al parecer, la versión eusquera de su nombre latino: Done (abreviación de Domine) Sebastiane. La plaga asoló Pasajes y San Sebastián y cuando los efectos amainaron, los donostiarras atribuyeron el éxito a sus plegarias y rogativas a San Sebastián y a San Roque. 

    Pero el origen de dicha devoción se retrotrae a la Edad media, como queda dicho, y puede estar relacionado con la creencia antigua de que las epidemias que diezmaban periódicamente a la población europea eran un castigo de Dios, o retrotrayéndonos más aún, de los dioses, un castigo en definitiva que la divinidad lanzaba, a modo de flechas, contra la gente por alguna falta cometida que no había sido expiada. 

Fotograma de la película Sebastiane, Derek Jarman (1976)
 

    Hay una tradición literaria muy antigua que remonta ya, por ejemplo, a nuestro primer poema épico, la Ilíada de Homero, en cuya rapsodia primera el dios Apolo desencadena la peste disparando sus mortíferas flechas entre el ejército griego por la injuria cometida contra su sacerdote Crises: “Posaba después de las naves al par; y dardo funesto / tiró, y tremebundo vibró del arco de plata el estruendo. / Primero a los mulos iba atacando y rábidos perros; / mas luego, asestando sus astipecinas flechas a ellos, /tiraba; y contino ardían sin número piras de muertos”. (Canto I, versos 48-52, traducción A. García Calvo). Los griegos caían como moscas asaeteados por Apolo. 

    Volvemos a encontrarnos a la peste en el inicio de Edipo Rey de Sofoclés, pues el desorden tiene a Tebas al borde del caos, "la peste odiosa avanza arrasando tierra y pueblo; / por quien se vacía la mansión de Cadmo, y negro / el Hades se enriquece en llantos y gemidos”. Edipo ha enviado a su cuñado Creonte a la mansión profética de Apolo a consultarle al dios qué puede “hacer o qué decir para salvar al pueblo”. Y el oráculo del dios le dice que la muerte del antiguo rey de Tebas, Layo, aún sigue impune, de lo que se deduce que a eso se debe el castigo divino de la plaga: “De su muerte claramente el dios encarga ahora / que se castigue a los culpables quienes sean”. Edipo emprende entonces la ardua tarea de expiar ese crimen, desterrando o matando al asesino del antiguo rey, y comienza su investigación policial, que le llevará a la revelación de Tiresias, el adivino ciego que paradójicamente todo lo ve, y que le espeta: “Asesino digo tú del hombre de quien indagas”. Resulta que el detective que investiga el caso de asesinato es el propio asesino y no es consciente de ello... Pero es la epidemia la que, otra paradoja, inicia la redención de Tebas. La plaga, que es el castigo justiciero de Apolo, no cesa hasta que se hace justicia, hasta que Edipo rey descubre que él es el asesino que buscaba y se arranca los ojos, y ciego marcha al exilio: su crimen no consistía en haber matado a un hombre, Layo, que era el rey de Tebas, sino a un hombre que era su propio padre que lo abandonó al nacer para que no sucediera eso mismo que había sido profetizado, y en haberle hecho hijos a su madre hasta que se haga justicia. 

    Si las flechas son la personificación mortal de la peste, y Sebastián no muere de resultas de los flechazos -al parecer le rescataron medio muerto unas mujeres y le curaron-, es porque en realidad alcanza la vida eterna: porque la muerte es la vida verdadera, no sujeta a la temporalidad. Como superviviente se le venera y como protector de la peste. Tradicionalmente, las plagas eran representadas como una lluvia de flechas que emanaban de la mano justiciera de Dios o de los dioses. Así, nació la creencia de que aquel que había sobrevivido a un ataque de flechas -San Sebastián, en el primero de sus martirios- era capaz de proteger a los devotos de las calamidades que diezmaron a la población durante la Edad Media.

    Muchos personajes públicos de la sociedad del espectáculo han prestado su imagen, como hiciera Elvis Presley, el Rey del Rock, con valor ejemplarizante y doctrinario recibiendo el pinchazo de la aguja salvífica para dar testimonio de su fe sanitaria. Hemos visto días atrás a una famosa locutriz española retransmitiendo el evento de su primera comunión con un candor incombustible. Hemos visto también al presidente del gobierno de las Españas recibiendo la primera dosis de la inyección, publicitando la fotografía en su red social a los cuatro vientos digitales. En la imagen adjunta abajo vemos al Ministro de la Salud francés, el señor Olivier Véran, quien cual moderno Sebastián, ofrece, cubriéndose pudorosamente la tetilla y alzando la vista al techo del centro de vacunación, su hombro y brazo desnudos al pinchazo de la moderna azagaya que es la jeringuilla que le inocula la enfermera.

El ministro francés de la salud Olivier Véran se somete a la inyección. 
 
 

jueves, 8 de julio de 2021

Hostal Coridalós

    El Hostal Coridalós (así en castellano, mejor que Korydallós, la transcripción internacional del término griego con que suele aparecer escrito el nombre común de la alondra crestada, cogujada o totovía) estaba situado a medio camino entre Atenas y el santuario de Eleusis, que era un lugar sagrado de peregrinación e iniciación para los griegos donde se celebraban ritos mistéricos relacionados con la muerte y la resurrección en honor de la diosa madre Deméter y su hija Perséfone, Core, la Muchacha por excelencia de la antonomasia, a la que raptó Plutón, también llamado Hades, el invisible, para convertirla en su esposa sumiendo a su madre en honda tristeza y desesperación por la pérdida de su hija. Recurrió Deméter ante el soberano del Olimpo reclamando justicia y este sentenció en un juicio salomónico que la muchacha sería compartida sucesivamente por el raptor y por la madre en riguroso turno, estableciendo el mito del eterno retorno de las estaciones del año. 
 
 
     En realidad no se sabe cuál era el verdadero nombre del propietario del Hostal Coridalós. Unos lo llamaban Procrustes, otros Damastes, otros Polipemón, y alguno Procoptas. Ninguno de estos nombres, de hecho, era su verdadero nombre propio, que desconocemos, aunque parece que ha quedado consagrado el primero de ellos, de difícil pronunciación, por lo que tradicionalmente se ha simplificado en Procustes o Procusto por la dificultad de pronunciar en dos sílabas sucesivas una consonante oclusiva seguida de una vibrante. Todos ellos eran nombres comunes y parlantes, que revelan que tras ellos hay una historia: Procrustes quiere decir “machacador y alargador”, Damastes “domador”, Polipemón “muchos males”, y Procoptas “estirador”. Son nombres parlantes, propios de los cuentos populares, que quieren sugerir y describir el carácter de este siniestro personaje que, ofreciendo hospitalidad a los forasteros como era menester entre los griegos, era sin embargo un anfitrión obsesionado por hacer que el zapato encaje con la horma previa amoldándose perfectamente. 
 
    El hostal Coridalós brindaba a los peregrinos parada y fonda, pues era también un mesón que servía pitanza. Hemos de imaginar que las viandas eran sabrosas y que su vino, aderezado quizá con adormidera, invitaba al sueño reparador después del largo viaje. Nos da cuenta de la historia de este personaje el epítome de la Biblioteca de Apolodoro, o mejor dicho, del presunto autor de dicho libro, el pseudo-Apolodoro. 
 
 
 
    La posada, que estaba a la vera del camino, disponía de dos lechos, uno corto y otro largo, pero su atribución no era aleatoria; el anfitrión a los de baja estatura, una vez cenados y adormecidos, los acostaba en el largo, amarrándoles con unos grilletes de cada una de sus extremidades a las cuatro esquinas de la cama. Después de este ritual comenzaba a darles martillazos para estirar sus miembros so pretexto de igualarlos a la longitud del lecho, o colocándoles, según otra versión,  unos yunques en los pies hasta que sus miembros, descoyuntados, alcanzaban el tamaño adecuado; y en cambio a los de elevada estatura los acostaba en el lecho diminuto y les amputaba las partes del cuerpo que sobresalían con un hacha afilada. El lecho que les ofrecía el propietario del hostal acababa siendo, como puede verse, el molde definitivo, un lecho conyugal donde el huésped contraía nupcias con la mismísima muerte después de una horrible sesión de tortura que sólo podía explicarse por el afán igualitario del anfitrión que aplicaba a todos sus huéspedes el mismo rasero que deformaba la realidad conformándola para que se adecuara a la idea previamente establecida. 
 
 
 
    Según Diodoro, sin embargo, el hostal Coridalós, sólo disponía de un único lecho ideal a modo de compartimento estanco que no se adaptaba por algún misterio inexplicable a la estatura, fuese cual fuese, de ningún forastero, por lo que el anfitrión siempre acababa o bien estirando a los bajos en el lecho que se convertía de pronto en un potro de tortura o bien acortando a los altos en el lecho convertido en guillotina, de manera que sus cuerpos respondieran al mismo patrón ideal, que era la media aritmética inexistente en la realidad. Obviamente este lecho no se adecuaba nunca a la estatura de los huéspedes, sino que eran estos los que eran cortados o alargados con enormes sufrimientos e instrumentos de tortura al previo patrón establecido. 
 
    Un día pasó por allí un tal Teseo, cuando viajaba de Trecén, en el Peloponeso, a Atenas. Teseo estaba abocado a ser un héroe que iba a matar al Minotauro en el más célebre de sus trabajos que más fama le daría. Cerca del hostal fluía el río Cefiso, que desemboca en el golfo Sarónico no lejos del puerto del Pireo. Pausanias en su Descripción de Grecia ha dejado escrito precisamente que “junto a este Cefiso mató Teseo a un ladrón llamado Polipemón, de sobrenombre Procrustes”. Que Pausanias califique al dueño del hostal de ladrón no debe entenderse que fuera porque les diera a elegir a sus huéspedes si preferían entregarle la bolsa a cambio de la vida o la propia vida a cambio de la faldriquera, sino a que les arrebataba inexcusablemente ambas posesiones no sin grandes sufrimientos además, habida cuenta de su afán igualitario que sólo puede compararse con el rasero de la mismísima muerte, que a todos los seres iguala, a hombres y mujeres, a niños y viejos, a ricos y pobres, a los esclavos y a los libres. 
 

 Teseo dando muerte a Procrustes, ánfora ática de figuras rojas (470 a. C.)
 
    Tenía Teseo el precedente heroico de Heraclés, que en su viaje a la corte de Busiris, legendario faraón de Egipto, fue arrestado y encadenado y, cuando iba a ser sacrificado como víctima propiciatoria como se hacía todos los años con el primer forastero que llegaba al país del Nilo para obtener una buena cosecha, logró desatarse haciendo uso de su hercúlea fuerza, y mató a Busiris. Con el modelo paradigmático de Heraclés, Teseo, después de la suculenta cena y del vino adormecedor que le ofreció el propietario del hostal Coridalós, no se rindió al sueño, sino que sobreponiéndose bien despierto y viendo lo que quería hacer con él,  le sometió a la misma tortura que él aplicaba a sus clientes. 
 
    Hemos de suponer que el héroe hizo con el dueño del hostal lo mismo que él hacía con los forasteros: primeramente le colocó en el potro de torturas que alargaba sus miembros hasta dislocarlos y desmembrarlos, y finalmente le decapitó, pagándole con su misma moneda, sometiéndole como hacía él con sus víctimas al que acabó denominándose lecho de Procusto, y liberando a la humanidad de este modo de su letal amenaza igualitaria. 
 
Prisión de Coridalós
 
    Ya no está el Hostal Coridalós. Hoy, en su lugar, que conserva su nombre, hay modernos hoteles, pensiones y comercios.  Coridalós es una localidad perteneciente a la unidad periférica de El Pireo, en la región del Ática, a donde se puede llegar en metro desde Atenas. Coridalós ya no es lo que era. Hoy es prácticamente un suburbio de la capital de Grecia y, sin embargo, sigue siendo lo mismo que fue y ha sido siempre. El río Cefiso, también llamado Mavros Potamós, o sea Río Negro, sigue fluyendo por allí. Durante quince quilómetros lo hace por debajo de la moderna autovía. El Hostal Coridalós estaba emplazado con bastante probabilidad en donde hoy se alza la prisión de máxima seguridad, la más importante de Grecia, la Cárcel de Coridalós, institución fundamental del Estado moderno, donde hay reclusos de ambos sexos privados de libertad. No ha vuelto a pasar por allí, desde entonces, ningún Teseo que encarcele al carcelero y libre a los internos de su condena.

miércoles, 7 de julio de 2021

Derecho a elegir

    Reconozco que Forges no es uno de mis humoristas gráficos preferidos. Nunca me han gustado mucho los trazos gruesos de sus dibujos, en los que aprecio sin embargo un estilo inconfundible, que les da una impronta muy personal, lo mismo que su firma. Al parecer utilizaba “forges” como nombre artístico porque así se dice “fraguas” en catalán, y ese era el apellido paterno de Antonio Fraguas de Pablo (1942-2018).

    Se han reseñado de él muchos aspectos positivos y se ha destacado el costumbrismo de su crítica social, siempre amable, así como el fino oído que tenía para captar y reflejar el lenguaje popular contemporáneo repleto de anglicismos.
 


    Si tuviera que elegir una sola de sus viñetas, me quedaría sin duda con esta por la ironía gentil que desprende su texto y el hondo calado que refleja del ser humano contemporáneo que se siente libre en plena naturaleza ante un amanecer o una puesta de sol, y que insiste en que es libre porque puede elegir entre las diversas opciones que le brinda la sociedad de consumo y del espectáculo en la que vive.

    El texto no tiene desperdicio: podemos elegir banco, cadena de televisión, petrolera, comida, red telefónica, informador y opción política, pero cada una de estas opciones está adjetivada con una oración de relativo que la descalifica. Podemos elegir un "banco que me exprima", escribe Forges, en lugar de un contundente "que me robe" o, más sensacionalista aún, "que me atraque", más acordes con la realidad económica. Sin embargo la expresión elegida por el humorista es "que me exprima", como si fuéramos una naranja de la que se extrae el zumo.



    Una crítica en el mismo sentido, pero mucho más mordaz y radical, porque va a la raíz del problema, y sin contemplaciones es la que ofrece el Roto en esta viñeta, sobre el  mismo tema del derecho a elegir, en la que un hombre le dice a un cordero, que como en la vieja fábula grecolatina de Esopo o de Fedro representa a otro hombre, que puede elegir matadero, y le pregunta que qué le parece, como si pudiera resultar emocionante la elección, en el fondo trivial, de un matadero u otro, porque lo que está claro que no puede elegir es que no lo sacrifiquen: eso es indiscutible y no entra dentro de las posibilidades electorales.


 


    En los dos casos, ambos humoristas gráficos, intentan provocar nuestra reflexión a través de sus viñetas utilizando un humor que pretende hacernos reflexionar sobre nuestra condición humana y el engaño teórico y práctico en el que vivimos. Se nos vende como dogma de fe no sé si liberal o neoliberal el reconocimiento de nuestro derecho a elegir, que se considera un derecho humano fundamental. El problema reside en que las opciones que tiene nuestra elección están determinadas por la oferta previa que nos brinda el mercado de la economía entre una marca y otra marca comercial indiferentes, y el de la política entre los candidatos propuestos casi idénticos, sin que nosotros hayamos participado en la propuesta.  
 


    En este sentido merece la pena recordar el artículo que publicó en Le Figaro el 28 de noviembre de 1888 el escritor francés Octave Mirbeau (1848-1917), titulado "La huelga de los electores". Escribe allí sobre el llamado silencio de los corderos, por utilizar el título de una conocida película, en el que se rebela contra el llamado derecho a elegir de los electores, esos animales irracionales, inorgánicos, alucinantes, que han votado ayer, seguirán votando hoy, cuando les manden, y votarán mañana y siempre: “Los corderos van al matadero. No dicen nada, no esperan nada. Pero al menos no votan al carnicero que los sacrificará ni al burgués que los comerá. Más necio que las bestias, más borrego que los borregos, el elector nombra a su carnicero y elige a su burgués. Ha hecho revoluciones para conquistar ese derecho”.

martes, 6 de julio de 2021

Milonga del creyente perplejo

    Dedicado a alguien, cuyo nombre propio omito porque no deja de ser un pseudónimo como todos los nombres propios, que rindió hace unos años homenaje públicamente en la Red a la primera baja de las Fuerzas de Defensa de Israel, la cual, según él, "ofrendó su vida por la seguridad y el derecho a existir de Israel", y se olvidó de los muertos del otro bando, que también son nuestros muertos, pero que para él no contaban.  
 
    Ese alguien pedía asimismo -¿a quién?- la protección para los “miles de soldados hombres y mujeres –¡la guerra ya no es cosa de hombres, sino también de mujeres igualadas en lo peor a los hombres!- que están llevando a cabo la operación -la matanza- en Gaza”. 
 
    Nuestros son los muertos de uno y otro bando, porque todas las guerras son guerras civiles, guerras entre hermanos, guerras fratricidas. No tenemos derecho a reclamar sólo las víctimas de un bando olvidando las del otro.  
 
    A él y a los que piensan como él les conviene escuchar la hermosísima canción de Jorge Drexler de la Milonga del moro judío, cuyo estribillo, que escribió Chicho Sánchez Ferlosio, reza así: “Yo soy un moro judío / que vive con los cristianos; / no sé qué Dios es el mío, / ni cuáles son mis hermanos”. 
 

 
       Esta cuarteta genial de Chicho muestra a la perfección el conflicto de las tres grandes religiones monoteístas que han triunfado en el mundo moderno. Dichas religiones suelen estar asociadas al nacionalismo y etnicismo más recalcitrantes. Todas ellas se creen la religión verdadera, y ninguna lo es.  Las tres religiones monoteístas tienen un único Dios con nombres distintos, que, en el fondo, es la misma divinidad, llámese Jehová Alá o Yavé.
 
    El moro judío entre cristianos no sabe qué Dios es el suyo, ni quiénes son sus hermanos correligionarios, si los moros, los judíos o los cristianos. Lo que nos viene a decir la copla es que esas divisiones religiosas son, en el fondo, triviales: las tres religiones monoteístas del Libro son la misma religión, y por lo tanto las disputas religiosas entre moros, judíos y cristianos no tienen ningún sentido o fundamento, y no son más que malentendidos. 
 
 
    Jorge Drexler compuso la Milonga del moro judío, con el estribillo de Chicho, y la cantó. He aquí la letra de la canción compuesta por tres décimas de Drexler y la cuarteta intercalada del estribillo de Chicho.
 
    En fin, es muy fácil, como canta Drexler, sentirse pueblo elegido y considerar que los enemigos son los terroristas, y nuestra guerra una guerra justa. Es muy fácil, pero es mentira, porque lo mismo pueden pensar nuestros enemigos de nosotros. Y con razón, con un poco de razón, porque todos tenemos un poco de razón al fin y al cabo (pero ninguno en particular la tenemos del todo y en exclusiva).
 
 
 
    Por cada muro un lamento / En Jerusalén la dorada / Y mil vidas malgastadas / Por cada mandamiento. / Yo soy polvo de tu viento / Y aunque sangro de tu herida / Y cada piedra querida / Guarda mi amor más profundo, / No hay una piedra en el mundo / Que valga lo que una vida.
 
    Yo soy un moro judío / Que vive con los cristianos. / No sé qué Dios es el mío / Ni cuáles son mis hermanos. 
 
    No hay muerto que no me duela, / No hay un bando ganador, / No hay nada más que dolor, / Y otra vida que se vuela. / La guerra es muy mala escuela,  / No importa el disfraz que viste. / Perdonen que no me aliste / Bajo ninguna bandera. / Vale más cualquier quimera Que un trozo de tela triste.
 
    Yo soy un moro judío / Que vive con los cristianos. / No sé qué Dios es el mío / Ni cuáles son mis hermanos. 
 
    Y a nadie le dí permiso / Para matar en mi nombre. / Un hombre no es más que un hombre, / Y si hay Dios, así lo quiso. / El mismo suelo que piso / Seguirá, yo me habré ido / Rumbo también del olvido.  / No hay doctrina que no vaya / Y no hay pueblo que no se haya / Creído el pueblo elegido. 
 
    Yo soy un moro judío...

lunes, 5 de julio de 2021

Una fábula contemporánea

La prensa saca la noticia a modo de globo sonda alarmista y alarmante de que el gobierno, basándose en la experiencia del año pasado, se plantea una Ley de Seguridad Nacional mediante la cual “todos los mayores de edad podrán ser movilizados en España en caso de crisis.” 
 
Copio los dos primeros párrafos del artículo: Toda persona mayor de edad estará obligada a la realización de las “prestaciones personales” que exijan las autoridades competentes, siguiendo las directrices del Consejo de Seguridad Nacional, cuando se declare en España un estado de crisis. En este supuesto, todos los ciudadanos sin excepción deberán cumplir las órdenes e instrucciones que impartan las autoridades
 
Así lo establece la reforma de la Ley de Seguridad Nacional que prepara el Gobierno y que incorpora algunas de las lecciones aprendidas durante casi año y medio de crisis sanitaria. (Los subrayados son míos). 
 
Se trata de un anteproyecto. Probablemente algunos lectores se planteen que esto no puede ser, que es imposible que se llegue a una situación tan grave como esa, a una crítica “situación de interés para la Seguridad Nacional”. Dirán que es imposible que un gobierno de progreso como el que tenemos se atreva a algo así, porque sería ir demasiado lejos... Algunos llegarán incluso a compararlo con un Golpe de Estado perfecto habida cuenta de la militarización de la sociedad civil que presupone en unos tiempos en los que ya nos creíamos libres de la vieja mili que imponía el servicio militar obligatorio a los varoncitos en edad de merecer. 
 
 
Pero ¿quién podía haberse imaginado hace unos años que íbamos a estar todos confinados sin poder salir de casa, que se establecerían toques de queda o restricciones de movilidad nocturna, según el ridículo eufemismo gubernamental, que se iba a imponer la obligación de portar mascarilla en interiores y exteriores y guardar la distancia de seguridad con los demás de seis pies, metro y medio en el sistema métrico decimal, que muchos vecinos, convertidos en policías de los balcones, iban a denunciar a sus convecinos por incumplimiento de las restricciones, que iba a ser preciso un salvoconducto para adquirir artículos de primera necesidad y para salir del término municipal, que se iba a proceder a una vacunación masiva e innecesaria sin prescripción facultativa, y que policías y hasta soldados patrullarían manu militari por las calles para velar por el respeto de las sacrosantas ordenanzas sanitarias, imponiéndose la más vergonzosa de las censuras, la moral y políticamente corregida, en los medios de masificación? 
 
Ya hemos visto, en efecto, cómo cosas que parecían impensables como esta dictadura -¡democrática!- sanitaria han pasado a ser neonormales de un plumazo, sin ninguna resistencia, porque hay un caldo de cultivo previo que hace que unas medidas así se aprueben mayoritariamente por la población previamente adoctrinada en la mentira y amedrentada convenientemente. Son capaces de eso, y de mucho más una vez que han comprobado la falta de resistencia y la docilidad de la ciudadanía manipulada por todos los medios de masificación al servicio del Estado y capital. 
 
Precisamente esta metáfora del “caldo de cultivo” que acabo de emplear, me trae a la memoria una fábula moderna, la fábula de las ranas y la cazuela de agua. No pertenece al repertorio tradicional grecolatino de Esopo y Fedro, donde sin embargo encontramos historias protagonizadas por ranas como, la más famosa de ellas, la de las que le pedían un rey a Zeus, y este, harto de sus reivindicaciones,  les envió una hidra que se las zampó a todas, o aquella otra de las dos ranas que buscaban agua porque se les había secado la charca, y a la vista de un pozo, una aconseja saltar sin pensarlo más, pero la otra, más prudente, aconseja no hacerlo porque el pozo podría secarse y entonces no podrían salir de él...  Tampoco aparece, por lo que se me alcanza, en el Panchatantra y la tradición india o la china, y no se encuentra en sus versiones medievales y posteriores, en las colecciones de Iriarte y Samaniego, entre nosotros, o Lafontaine, en lengua francesa, ni en las más modernas que yo pueda conocer. 
 
 
Es una fábula contemporánea porque, no nos engañemos, nunca como ahora y nunca hasta ahora se había visto una aceptación tan acrítica de una situación tan insoportable y porque está inspirada en la más rabiosa actualidad, como suele decirse, es decir en una realidad que no se había sufrido hasta las postrimerías del siglo XX y comienzos del XXI, y que ahora adquiere todo su potencial significado, en plena dictadura sanitaria que te hace mal por tu propio bien, que te enferma en defensa de tu salud y finalmente te mata con la disculpa de salvar tu vida. La fábula es una parábola de dicha dictadura sanitaria.
 
Hay quien le atribuye la autoría al escritor franco-suizo Olivier Clerc (1961-...) que la publicó en su libro La rana que no sabía que estaba hervida y otras lecciones de vida (2005), pero el propio Clerc reconoce en una nota que el autor de esta alegoría, como él la denomina, es Marty Rubin, que publicó en 1987 El síndrome de la rana hervida
 
Los griegos no tenían un término específico, como el latino "fabula", para referirse a estas pequeñas narraciones, caracterizadas por su brevedad. Unas veces las llaman logos y otras mythos, dos palabras que tienen una gran riqueza conceptual, y que, aunque ordinariamente se contraponen en la historia de la filosofía cuando se habla del paso del mythos al logos, son prácticamente sinónimos en el caso que nos ocupa. Estamos ante un logos que es un mythos y viceversa: un cuento que es un razonamiento, un razonamiento que es un cuento. 
 
Otra de las características, junto a su concisión, es el carácter alegórico que utiliza generalmente el mundo animal para referirse al humano. Hay también una intención moral que le da un carácter pedagógico de interés para la vida, dado que se evalúa una conducta humana determinada. Pero lo que puede faltar, y a menudo lo hace, es la moraleja porque no necesita estar explícita, ya que en la mayoría de los casos, como este que nos ocupa, se halla implícita.
 
La fábula, sea en verso o en prosa, tiene un carácter generalmente anónimo y popular, por lo que a veces se recogen varias versiones con diversas variantes, como sucede con los chistes y las anécdotas; según quién cuente la historia adquieren relevancia determinados rasgos en detrimento de otros, que van perdiendo interés. 
 
 
Pero vayamos ya a la fábula de las ranas y la cazuela de agua: Una ranita saltó un día a una cazuela de agua fría. Alguien encendió de repente la lumbre. La rana no notó que el agua se iba templando a fuego lento. Ella nadaba y disfrutaba del agua cuya temperatura se iba caldeando más y más poco a poco, pero no se percataba del aumento gradual. Se sentía segura y despreocupada como cuando el sol en la canícula del estío templa el agua del estanque... La ranita se fue amodorrando. Enseguida dejó de nadar. Ahora se limitaba a flotar como un peso muerto. Finalmente se adormeció entre las burbujitas del agua que empezaba a hervir. Cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos nunca más.
 
Otra rana, que la vio flotando plácidamente, se lanzó a la misma marmita, pero no aguantó ni un solo segundo en ella: -¡Me abraso!, -croó despavorida. Y saltó, a tiempo estuvo, escaldada pero viva librándose de aquella añagaza mortal.
 
No hace falta ninguna moraleja que nos explique lo que quiere decir la fábula.