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viernes, 12 de abril de 2024

Apostillas y glosas a unos párrafos de Byung-Chul Han

Viendo lo que se divulga por la red del filósofo coreano Byung-Chul Han y sobremanera en el texto ¿Queremos ser realmente libres?, tal parece que su discurso se va reduciendo cada vez más a una marca de verborrea mortecina que ayuda a la confusión reinante, a partir de frases impactantes e incluso en ocasiones párrafos provocativos, pero no ayuda a clarificar lo que nos pasa; por ello se me ocurrió ilustrarlo con un ejemplo introduciendo otras expresiones con algo de sentido como elemento de comparación. Entre comillas aparecen los párrafos de Han y entre corchetes las apostillas y glosas oportunas.

 
《Los residentes del panóptico digital se comunican intensamente y se desnudan por su propia voluntad. Participan de forma activa en la construcción del panóptico digital. La sociedad del control digital hace un uso intensivo [y contraproducente de la contraposición y sustituto] de la libertad. Es posible solo gracias a que, [movilizando la voluntad], tienen lugar una [identificación] y desnudamiento propios. El Big Brother digital traspasa su trabajo a los reclusos. Así, la entrega de datos [se lleva a cabo] por una necesidad [de ser 'Yo, me, mi, conmigo']. Ahí reside la eficiencia del panóptico》.

《Hoy nos ponemos al desnudo [por imperativo de la identidad y pertenencia a esa 'mayoría social']. Subimos a la red todo tipo de datos e informaciones sin saber quién, ni qué, ni cuándo, ni en qué lugar se sabe de nosotros. Esta [exposición alimenta la ilusión, compensatoria del aislamiento infligido, de pertenencia e integración en una comunidad de destino]. En vista de la cantidad y el tipo de información que [con la movilización de la voluntad] se lanza a la red indiscriminadamente, el concepto de protección de datos [es señal inequívoca de la estupidez que se ha logrado》. 



《El secreto, la extrañeza o la otredad representan obstáculos para una comunicación ilimitada. De ahí que sean desarticulados en nombre de la transparencia. La comunicación se acelera cuando se allana, esto es, cuando se eliminan todas las barreras, muros y abismos. [A las personas se las vacía], porque la interioridad obstaculiza y ralentiza,  [para reconstruirlas y proporcionarles funcionalidad] . [Este vaciamiento, que en un primer momento alivia de la soledad constitutiva], tiene lugar en pos de la [aparente] diferencia o diversidad comunicable o consumible. El dispositivo de la transparencia obliga a una exterioridad total con el fin de acelerar la circulación de la información y la comunicación. La apertura sirve en última instancia para la comunicación ilimitada, ya que el cierre, el hermetismo y la interioridad bloquean la comunicación》.

《La sociedad de la transparencia, [con sus enredamientos asociales no tiene otro fin que mantener y exacerbar las dos condiciones complementarias de todo individuo bien conformado, es decir, la de] espectador y consumidor, [ahora enriquecidas con la ilusión de sentirse actor al verse reflejado en el pantallaje de los dispositivos, lo que  permite integrar todo en uno, es decir, contemplar, consumir y participar activamente en el espectáculo administrado con todos los honores mediáticos, facilitando que] la persona misma se positivice en cosa, que es cuantificable, mensurable y controlable, [es lo que tiene la acumulación de datos y su retroalimentación algorítmica] 》.


《Todo dispositivo, toda técnica de dominación, genera objetos de devoción que se introducen con el fin de someter. ... El smartphone es un objeto digital de devoción, incluso un objeto de devoción de lo digital en general, [como otros lo fueron con anterioridad, prensa, radio, cine y TV , aprovechados también ahora por lo digital]》.

    [Los sustitutos  y compensaciones sirven ante todo para ganar tiempo, entretenimiento y productividad, factores que el Dinero necesita para mover el capital y con él a todos nosotros para mayor gloria y encarnación del Estado y el Capital en sus excelsas figuras y en cada uno de nosotros que somos sus devotas criaturas].

miércoles, 24 de agosto de 2022

Los tres monos sabios

    Los tres monos sabios tradicionales japoneses de la talla de madera del siglo XVII de Hidari Jingoro, situada sobre los establos sagrados del santuario de Toshogu en Nikko, al norte de Tokio forman una especie de Santísima Trinidad. 
 
Los tres monos sabios de Nikko Toshogu, Hindari Jingoro (s. XVII)
 
      En realidad no son tres monos, sino uno solo, tres en uno o uno en tres: Uno que no oye, que no habla, que no ve. Pero no lo hace porque sea sordo, mudo y ciego, sino porque teniendo oídos no quiere oír, teniendo boca no quiere decir ni mu y teniendo ojos no quiere ver, por lo que cierra oídos, boca y ojos. 
 
    El mono no quiere ver ni oír ni decir lo que resulta inconveniente, siguiendo la doctrina moral confuciana, que aconseja una pauta de comportamiento muy similar a la paremia que dice en la lengua de Chéspir: «See no evil, hear no evil, speak no evil», que viene a significar no veas maldades, no oigas maldades, no digas maldades.
 
     Y es algo parecido a nuestro refrán «oír, ver y callar (recias cosas son de obrar)» que aconseja discreción sobre todo a la hora de hablar y de contar lo que, por otro lado, nuestra paremia no nos prohíbe oír ni ver, pero sí divulgar, como norma de conducta. 
 
    Pero cabe otra lectura de la simbología de la célebre talla de madera japonesa: el mono, nuestro común antepasado, se niega a ver, oír y decir en general, independientemente de la valoración moral que hagamos de las cosas en los términos de buenas y malas, por lo que cierra ojos, oídos y boca y se vuelve ciego, sordo y mudo... ante lo bueno y lo malo, ante todo, es decir, ante la falsedad de la realidad del mundo que nos rodea.
 
    Si nos remontamos a la Biblia, tenemos en el Nuevo Testamento (Marcos 8, 18) las palabras de Jesús a sus incrédulos discípulos: ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís? Y en el Viejo Testamento (Jeremías 5, 21): Oíd esto, pueblo necio e insensato, que tiene ojos y no ve, tiene oídos y no oye. Lo que nos lleva indirectamente a uno de nuestros refranes castellanos más repetidos: No hay peor ciego que el que no quiere ver; y su variante, que cambia la ceguera por la sordera: No hay peor sordo que el que no quiere oír.
     
 
 
    Pero, instalados ya en el tercer milenio, hay una imagen que por sí sola puede resumir las otras tres de los monos sabios añadiendo un detalle no poco significativo: el chimpancé actual que es el ser humano, que somos todos y cada uno de nosotros, deja de hacer esas tres cosas -oír, ver y hablar- cuando utiliza su esmarfon o teléfono supuestamente inteligente, pero en realidad es utilizado por la inteligencia artificial del cachivache, un móvil conectado a la Red al que se aferra, al que nos aferramos, como si fuera un chaleco salvavidas, nuestra salvación, que nos abstrae de la realidad creando un simulacro virtual de ella y que, por lo tanto, nos ensordece, nos enmudece y enceguece. 
 
 
 
    El homotontolculus es el último eslabón de la evolución del pithecanthropus erectus en la genial viñeta del llorado Forges, el último homínido de la era virtual y tecnológicamente emprendedora (que no aprendedora), que camina hacia atrás, móvil en ristre como su único instrumento prensil. Dicen que en España hay ya más celulares que españoles, y es que «cada día que amanece, la grey de los tontos crece».

domingo, 11 de julio de 2021

El móvil inmóvil

El teléfono inteligente (esmarfon en la lengua del Imperio) fomenta el individualismo, por lo que resulta lo contrario del medio de comunicación que pretende ser. Se presenta como una herramienta de relación interpersonal, y sirve para incomunicarnos, atomizándonos, sustituyendo la realidad real, valga la redundancia, por la virtual. 

En ese sentido, las redes sociales destruyen las relaciones personales con el pretexto de crearlas. Su proliferación responde a un fenómeno de frivolización de las relaciones humanas, cada vez más espirituales y cada vez menos carnales. Hacen un uso demasiado gratuito y generoso de las palabras "amigo", "amor", "sexo" y de la palabra "contacto", que ha perdido ya toda su contingencia táctil y carnal.  En nuestras cada vez más habitadas y menos habitables ciudades, el móvil suple una carencia afectiva, ofreciéndonos una falsa solución al problema que nos crea. Te dice “nunca estarás solo” y te condena a la soledad. Te conecta con la gente más alejada, desconectándote de la que te rodea. Cuando sientes que estás solo,  miras la pantalla y de pronto ves que tienes un mensaje y piensas: “Bueno, al menos alguien se acuerda de mí”. Las pantallas no juntan a las personas, sino que publican su aislamiento, creyendo que de la suma de selfies surgirá una comunidad: el grupo de clase,  la familia, el trabajo, los amigos... sólo humo.

Habrá algunos ingenuos que piensen que el teléfono inteligente no es bueno ni malo de por sí, sino neutro; que la bondad o maldad del artilugio dependerá del uso que hagamos del cacharro. Son los mismos que opinan ingenuamente que la tecnología es aséptica, y está más allá del bien y del mal, por lo que se puede hacer un uso positivo o negativo de ella, depende de nosotros, sin que ella nos utilice ni condicione a nosotros, sus supuestos usuarios. No ven que la mera existencia de algunos artefactos como este, como las armas de fuego, la televisión o el automóvil es intrínsecamente perversa. 


Pensamos que manejamos el móvil pero es él el que nos manipula a nosotros, ya que su mera existencia nos impone el cuidado de atenderlo: tenemos que conectarnos, tener cargada la batería, estar permanentemente en línea, alineados, o lo que viene a ser lo mismo, alienados. En definitiva, el móvil no mueve ni libera al individuo, sino que refuerza su  inmovilismo, lo ata aún más a lo que ya estaba amarrado: fortalece sus cadenas laborales o sentimentales. No somos adictos a él, él se ha hecho adicto a nosotros. No lo controlamos, nos controla. ¿Y por qué tanta dependencia? ¿Por qué en todos lados gente mirando pantallas? El mundo digital aparece como un refugio del mundo real, al que suplanta. Si la realidad es decepcionante, interponemos  los ilusorios pantallazos que ocultan el mundo, la triste realidad que nos rodea. 

La gran pantalla cinematográfica dio paso a la pequeña de la televisión, instalándose en la intimidad del ámbito doméstico, en el privilegiado corazón del salón, como si fueran las llamas del fuego del hogar de la caverna platónica en torno a la que se congrega toda la familia. Con la aparición de la Red Informática Universal y los ordenadores personales, las pantallas se individualizaron ya plenamente, hasta llegar a la diminuta pantalla de nuestros móviles, que ya no ocupan un lugar fijo, sino que nos obliga a nosotros a moverlos a ellos y llevarlos siempre encima,  como nuestra propia sombra. 

La pantalla nos reduce a la condición simultánea de espectador y emisor, sujeto pasivo y activo: nos impone una imagen incontestable, lo que revela su carácter autoritario y sacrosanto. Ya no hay imágenes sagradas, se han sacralizado todas las imágenes: convertidas en íconos, a nosotros nos han vuelto iconófilos, iconodulos: esclavos de las imágenes. El usuario de la red no se ama a sí mismo, lo que ama es la imagen que proyecta de sí mismo, de la que está enamorado como Narciso, una fotografía falsa -virtual- pero real. Cientos de álbumes de fotos que reflejan el triste espectáculo que emite y exhibe uno de su propia vida, autopromocionándose, como si uno fuese el actor de su biografía, por lo general bastante miserable, hipócrita y anodina. 

 
La lectura de más de 6 líneas o de 140 caracteres en esas pantallas es algo inaceptable. Las emociones se reducen, empobreciéndose el lenguaje verbal, a emojis o emoticonos, es decir, a íconos o imágenes que tratan de expresar dichas emociones como figuras jeroglíficas, de ahí esa ansia de llenar los mensajes con ellos y de inventar nuevos pictogramas constantemente. 

En las redes sociales hay un positivismo absoluto que resulta al fin y a la postre bastante negativo, vomitivo y empalagoso por almibarado: hay “me gusta”, pero no hay "no me gusta”; hay “amigos”, que se convierten en seguidores (followers que dan fav o likes en la lengua del Imperio), pero no hay "enemigos”. 

El móvil se ha convertido en el símbolo máximo del individualismo solipsista de este nuevo milenio, como fue el automóvil en el siglo pasado. Ambos engendros tecnológicos se presentan como medios: el uno de comunicación y el otro de transporte, y tienen en común la idea de “movimiento”, lo que resulta paradójico cuando ese movimiento no conduce a ninguna parte, no tiene ningún fin que no sea la ocultación de la verdad: que este mundo no “si muove”, como afirmó Galileo, sino que, sin embargo, está quieto, “eppur stà fermo”, o si parece que se mueve es sólo para no dar la sensación de que está quieto, porque el movimiento que predican no existe. 



Ya lo dijo hace muchos siglos Zenón de Elea en griego: El móvil no se mueve ni en el lugar en el que está ni en el que no está.

¿Qué se puede hacer ante eso? Pues hablar de ello y denunciarlo, por ejemplo, como estamos haciendo aquí, porque hablar de algo ya es una forma de acción, aunque no sepamos muy bien para qué sirve. Puede que valga para, por ejemplo, darnos cuenta de lo engañados que estábamos. A lo mejor sirve para desengañarnos. Lo que, si es así, no es poco que digamos, ¿no?.