El
teléfono inteligente (esmarfon en la lengua del
Imperio) fomenta el individualismo, por lo que resulta lo contrario del
medio de comunicación que pretende ser. Se presenta como una herramienta de
relación interpersonal, y sirve para incomunicarnos, atomizándonos,
sustituyendo la realidad real, valga la redundancia, por la virtual.
En
ese
sentido, las redes sociales destruyen las relaciones personales con el
pretexto de crearlas. Su proliferación responde a un fenómeno de
frivolización de las relaciones humanas, cada vez más espirituales y
cada vez menos carnales. Hacen un uso demasiado gratuito y generoso de
las
palabras "amigo", "amor", "sexo" y de
la palabra "contacto", que ha perdido ya toda su contingencia táctil y carnal.
En nuestras cada vez más habitadas y menos habitables ciudades, el móvil
suple una
carencia afectiva, ofreciéndonos una falsa solución al problema que nos
crea. Te
dice “nunca estarás solo” y te condena a la soledad. Te conecta con la
gente más alejada,
desconectándote de la que te rodea. Cuando sientes que estás solo,
miras la pantalla y de pronto ves
que tienes un mensaje y piensas: “Bueno, al menos alguien se acuerda de
mí”.
Las pantallas no juntan a las personas, sino que publican su
aislamiento,
creyendo que de la suma de selfies surgirá una comunidad: el
grupo de clase, la familia, el trabajo, los
amigos... sólo humo.
Habrá
algunos ingenuos que piensen que el teléfono inteligente no es bueno ni malo de por
sí, sino
neutro; que la bondad o maldad del artilugio dependerá del uso que
hagamos del
cacharro. Son los mismos que opinan ingenuamente que la tecnología es
aséptica,
y está más allá del bien y del mal, por lo que se puede hacer un uso
positivo o negativo de ella, depende de nosotros, sin que ella nos utilice ni condicione a nosotros, sus
supuestos usuarios. No ven que la mera existencia de algunos artefactos
como este, como las armas de fuego,
la televisión o el automóvil es intrínsecamente perversa.
Pensamos
que manejamos el móvil pero es él el que nos manipula a nosotros, ya que
su
mera existencia nos impone el cuidado de atenderlo: tenemos que
conectarnos, tener cargada la batería, estar permanentemente en línea,
alineados, o lo que viene a ser lo mismo,
alienados. En definitiva, el móvil no mueve ni libera al individuo, sino
que
refuerza su inmovilismo, lo ata aún más a lo que ya estaba amarrado:
fortalece sus cadenas laborales o sentimentales. No somos adictos a él,
él se
ha hecho adicto a nosotros. No lo controlamos, nos controla. ¿Y por qué
tanta dependencia? ¿Por qué en todos lados gente mirando pantallas? El
mundo digital
aparece como un refugio del mundo real, al que suplanta. Si la realidad
es
decepcionante, interponemos los ilusorios pantallazos que ocultan el
mundo, la triste realidad que nos rodea.
La gran
pantalla cinematográfica dio paso a la pequeña de la televisión, instalándose
en la intimidad del ámbito doméstico, en el privilegiado corazón del salón,
como si fueran las llamas del fuego del hogar de la caverna platónica en torno
a la que se congrega toda la familia. Con la aparición de la Red Informática
Universal y los ordenadores personales, las pantallas se individualizaron ya
plenamente, hasta llegar a la diminuta pantalla de nuestros móviles, que ya no
ocupan un lugar fijo, sino que nos obliga a nosotros a moverlos a ellos y llevarlos siempre
encima, como nuestra
propia sombra.
La
pantalla nos reduce a la condición simultánea de espectador y emisor, sujeto
pasivo y activo: nos impone una imagen incontestable, lo que revela su carácter
autoritario y sacrosanto. Ya no hay imágenes sagradas, se han sacralizado todas
las imágenes: convertidas en íconos, a nosotros nos han vuelto iconófilos, iconodulos:
esclavos de las imágenes. El usuario de la red no se ama a sí mismo, lo que ama
es la imagen que proyecta de sí mismo, de la que está enamorado como Narciso,
una fotografía falsa -virtual- pero real. Cientos de álbumes de fotos que reflejan
el triste espectáculo que emite y exhibe uno de su propia vida, autopromocionándose,
como si uno fuese el actor de su biografía, por lo general bastante miserable, hipócrita y anodina.
La
lectura de más de 6 líneas o de 140 caracteres en esas pantallas es algo
inaceptable. Las emociones se reducen, empobreciéndose el lenguaje verbal, a emojis
o emoticonos, es decir, a íconos o imágenes que tratan de expresar dichas
emociones como figuras jeroglíficas, de ahí esa ansia de llenar los mensajes con
ellos y de inventar nuevos pictogramas constantemente.
En las
redes sociales hay un positivismo absoluto que resulta al fin y a la postre
bastante negativo, vomitivo y empalagoso por almibarado: hay “me gusta”, pero no hay "no me gusta”; hay
“amigos”, que se convierten en seguidores (followers que dan fav o likes en la lengua del
Imperio), pero no hay "enemigos”.
El
móvil
se ha convertido en el símbolo máximo del individualismo solipsista de este nuevo milenio, como fue el
automóvil en el siglo pasado. Ambos engendros tecnológicos se presentan
como
medios: el uno de comunicación y el otro de transporte, y tienen en
común la
idea de “movimiento”, lo que resulta paradójico cuando ese movimiento no
conduce a ninguna parte, no tiene ningún fin que no sea la ocultación de
la
verdad: que este mundo no “si muove”, como afirmó Galileo, sino que, sin
embargo, está quieto, “eppur stà fermo”, o si parece que se
mueve es sólo para no dar la sensación de que está quieto, porque el
movimiento que predican no
existe.
Ya lo dijo hace muchos siglos Zenón de Elea en griego: El móvil no se mueve ni en el lugar en el que está ni en el que no está.
Ya lo dijo hace muchos siglos Zenón de Elea en griego: El móvil no se mueve ni en el lugar en el que está ni en el que no está.
¿Qué se
puede hacer ante eso? Pues hablar de ello y denunciarlo, por ejemplo, como estamos haciendo
aquí, porque hablar de algo ya es una forma de acción, aunque no sepamos muy
bien para qué sirve. Puede que valga para, por ejemplo, darnos cuenta de lo engañados que estábamos. A lo mejor sirve para
desengañarnos. Lo que, si es así, no es poco que digamos, ¿no?.