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lunes, 7 de julio de 2025

Pareceres LXXX

391.- Capitalismo. Escribía Juan Manuel de Prada en su columna semanal titulada La verdad sobre la corrupción (27 de junio de 2025): El afán de lucro, a la postre, es una forma monstruosa de espiritualidad, más que una concupiscencia material. No son bienes lo que persigue quien tiene libido lucrandi, que es el deseo apasionado por el interés (económico, por supuesto; por el interés, te quiero Andrés), sino valores espirituales, por eso la publicidad no te vende un automóvil sin más, sino la ilusión de libertad de ir a donde te plazca, y el status que supone. El afán de lucro está canonizado, dice De Prada, por el capitalismo. “El capitalismo, en contra de lo que piensan los ilusos, no es tan solo una doctrina económica, sino una visión antropológica y ontológica disolvente -y teológica, añadiría yo-, un sucedáneo religioso en el que el dinero ocupa el lugar de Dios”. Mammón habría desplazado a Jehová: la nueva religión, que es la del dinero, no tiene ateos. Pero el capitalismo no es un sucedáneo religioso, no distingue entre Mammón, o sea el Dinero, y Jehová, por lo que ya no tiene ningún sentido aquella frase de Jesucristo de que no se puede servir a dos amos a la vez, cuando se demuestra que no hay dos amos, sino uno solo, que es el Puto Amo, y no es que ocupe el lugar de Dios es que Él es el único dios real y verdadero. 

392.- Televidentes-telecreyentes. Si no lo veo, no lo creo, dice a menudo la gente. La frase se popularizó a partir del relato de san Juan evangelista, que narra que el apóstol Tomás, que no estaba con el resto de los discípulos cuando se les apareció Jesús resucitado después de muerto, y le dijeron "Hemos visto al Señor", les respondió: Si yo no veo en sus manos la hendidura de los clavos, y no meto mi dedo en el agujero que en ellas hicieron, y mi mano en la llaga de su costado, no lo creeré. El discípulo no creyó en la resurrección de Jesús hasta que días después se le apareció a él y pudo ver y tocar sus llagas, metiendo el dedo en las heridas, invitándole a no ser incrédulo sino fiel y reprochándole que haya creído porque lo ha visto, pero sentenciando: "bienaventurados aquellos que sin haber visto han creído". En esencia, "ver para creer" significa que se requiere evidencia física y experiencia directa para dar por válido algo. Es una expresión común que refleja la doble tendencia humana a dudar, por un lado, de lo que no se puede observar o confirmar personalmente y a creer, por el otro, mucho más peligroso, en aquello que se puede ver. Si lo aplicamos a lo que hace habitualmente la mayoría de la gente, que es ver pantallas que, alejadas de las cosas que retratan, se las acercan a sus incrédulos ojos, resulta que basta que algo salga en esas pantallas para que creamos ciegamente en ello, convirtiéndonos en televidentes y, por lo tanto, telecreyentes. 

393.- Miente más que la gaceta. La Gaceta de Madrid fue desde finales del siglo XVII hasta 1936 el nombre del diario oficial del gobierno español, y por lo tanto el antecesor del Boletín Oficial del Estado. La docta Academia define “gaceta” como una “publicación periódica en la que se dan noticias comerciales, administrativas, literarias o de otra índole”. El término viene del italiano gazzetta, que era el diminutivo derivado del latín “gaza” tesoro, erario, y era el nombre de una moneda de poco valor que circulaba en Venecia allá por el siglo XVI que era el precio que costaba una de las primeras publicaciones periódicas, la hoja informativa que apareció durante la guerra de la Serenísima contra Solimán II, que tomó el sobrenombre de la moneda que costaba. Resulta significativa la relación de la información con la moneda. Pero más significativo es lo que late por debajo del dicho castellano popular de “mentir más que la gaceta”, que es como decir mentir más que la prensa orgánica en general, hoy diríamos El Periódico Global(ista), o sea, El País, porque las informaciones, todas sin excepción, son mentirijillas que no valen ni un céntimo. "La gaceta miente: se supo siempre. Pero no es el gacetillero el que falsea: es el poder". Escribió una vez Eduardo Haro Tecglen. 

394.- El euro y la peseta. La propaganda gubernamental decía: "Los precios no cambian, sólo cambia la moneda". Solo había que acostumbrarse al cambio y hacer la conversión de lo euros en pesetas para comprobar que todo cambiaba no para seguir igual, sino para empeorar: Un euro equivalía exactamente a 166,386 pesetas. Un día antes un café en un bar cualquiera, tomado en la barra, valía 90 pesetas; al día siguiente, el día de Año Nuevo del año del Señor de 2002, el café, tomado en la barra del mismo bar costaba, hecha la falsa conversión, 90 céntimos de euro, como si la vieja peseta equivaliera a un céntimo de euro, lo cual era cómodo porque no había que hacer operaciones matemáticas, pero falso, porque 90 céntimos no eran 90 pesetas, sino exactamente 150 pesetas, casi casi el doble. Otro testimonio: tomado de alguien que jugaba al billar a diario previo pago de una moneda de cien pesetas que, de un día para otro, pasó a ser de un euro. En un solo día todo había subido un 66% más, sin explicación ninguna. La subida de precios que negaba el gobierno que fuera a producirse se produjo y fue brutal, y en esas estamos porque en esas seguimos hasta hoy, donde todo sube y sube de un día para otro sin otra explicación que la tendencia al alza de los precios.  

395.- La muerte de un futbolista. El periodismo, escribía Chesterton, consiste, en gran medida, en decir “Lord Jones está muerto” a personas que nunca supieron que Lord Jones estaba vivo. Yo, que no soy forofo ni aficionado al fútbol, no sabía hasta el otro día quién era Diogo Jota, el futbolista portugués que en 2020 fue traspasado al Liverpool F.C. por, se estima, cuarenta y cinco millones de libras esterlinas. Me he enterado de que estaba vivo a raíz de su trágica muerte cuando se trasladaba en automóvil de Zamora a Santander a tomar el ferry para viajar a Porstmouth en Inglaterra y la carretera se cobró su vida. Iba en un coche de alta gama que quedó calcinado y las primeras hipótesis señalan a un reventón de una rueda mientras realizaban un adelantamiento como la principal causa del accidente mortal. La muerte fue instantánea, pues el coche ardió rápidamente por el fuerte golpe al salir de la calzada.  El caso es que la misma tragedia que le ha ocurrido el 3 de julio al balompedista del Liverpool le ocurre cada día a miles de personas anónimas en todo el mundo que no conocemos, pero sólo cuando la Señora de la Guadaña cercena la vida de un VIP se convierte en noticia novedosa. El futbolista, a sus 28 años, deja una mujer y tres hijos detrás que preguntarán dónde está su padre, cuándo volverá a casa y por qué tarda tanto, igual que su hermano, futbolista también, que viajaba con él y murió en el acto. 

domingo, 11 de julio de 2021

El móvil inmóvil

El teléfono inteligente (esmarfon en la lengua del Imperio) fomenta el individualismo, por lo que resulta lo contrario del medio de comunicación que pretende ser. Se presenta como una herramienta de relación interpersonal, y sirve para incomunicarnos, atomizándonos, sustituyendo la realidad real, valga la redundancia, por la virtual. 

En ese sentido, las redes sociales destruyen las relaciones personales con el pretexto de crearlas. Su proliferación responde a un fenómeno de frivolización de las relaciones humanas, cada vez más espirituales y cada vez menos carnales. Hacen un uso demasiado gratuito y generoso de las palabras "amigo", "amor", "sexo" y de la palabra "contacto", que ha perdido ya toda su contingencia táctil y carnal.  En nuestras cada vez más habitadas y menos habitables ciudades, el móvil suple una carencia afectiva, ofreciéndonos una falsa solución al problema que nos crea. Te dice “nunca estarás solo” y te condena a la soledad. Te conecta con la gente más alejada, desconectándote de la que te rodea. Cuando sientes que estás solo,  miras la pantalla y de pronto ves que tienes un mensaje y piensas: “Bueno, al menos alguien se acuerda de mí”. Las pantallas no juntan a las personas, sino que publican su aislamiento, creyendo que de la suma de selfies surgirá una comunidad: el grupo de clase,  la familia, el trabajo, los amigos... sólo humo.

Habrá algunos ingenuos que piensen que el teléfono inteligente no es bueno ni malo de por sí, sino neutro; que la bondad o maldad del artilugio dependerá del uso que hagamos del cacharro. Son los mismos que opinan ingenuamente que la tecnología es aséptica, y está más allá del bien y del mal, por lo que se puede hacer un uso positivo o negativo de ella, depende de nosotros, sin que ella nos utilice ni condicione a nosotros, sus supuestos usuarios. No ven que la mera existencia de algunos artefactos como este, como las armas de fuego, la televisión o el automóvil es intrínsecamente perversa. 


Pensamos que manejamos el móvil pero es él el que nos manipula a nosotros, ya que su mera existencia nos impone el cuidado de atenderlo: tenemos que conectarnos, tener cargada la batería, estar permanentemente en línea, alineados, o lo que viene a ser lo mismo, alienados. En definitiva, el móvil no mueve ni libera al individuo, sino que refuerza su  inmovilismo, lo ata aún más a lo que ya estaba amarrado: fortalece sus cadenas laborales o sentimentales. No somos adictos a él, él se ha hecho adicto a nosotros. No lo controlamos, nos controla. ¿Y por qué tanta dependencia? ¿Por qué en todos lados gente mirando pantallas? El mundo digital aparece como un refugio del mundo real, al que suplanta. Si la realidad es decepcionante, interponemos  los ilusorios pantallazos que ocultan el mundo, la triste realidad que nos rodea. 

La gran pantalla cinematográfica dio paso a la pequeña de la televisión, instalándose en la intimidad del ámbito doméstico, en el privilegiado corazón del salón, como si fueran las llamas del fuego del hogar de la caverna platónica en torno a la que se congrega toda la familia. Con la aparición de la Red Informática Universal y los ordenadores personales, las pantallas se individualizaron ya plenamente, hasta llegar a la diminuta pantalla de nuestros móviles, que ya no ocupan un lugar fijo, sino que nos obliga a nosotros a moverlos a ellos y llevarlos siempre encima,  como nuestra propia sombra. 

La pantalla nos reduce a la condición simultánea de espectador y emisor, sujeto pasivo y activo: nos impone una imagen incontestable, lo que revela su carácter autoritario y sacrosanto. Ya no hay imágenes sagradas, se han sacralizado todas las imágenes: convertidas en íconos, a nosotros nos han vuelto iconófilos, iconodulos: esclavos de las imágenes. El usuario de la red no se ama a sí mismo, lo que ama es la imagen que proyecta de sí mismo, de la que está enamorado como Narciso, una fotografía falsa -virtual- pero real. Cientos de álbumes de fotos que reflejan el triste espectáculo que emite y exhibe uno de su propia vida, autopromocionándose, como si uno fuese el actor de su biografía, por lo general bastante miserable, hipócrita y anodina. 

 
La lectura de más de 6 líneas o de 140 caracteres en esas pantallas es algo inaceptable. Las emociones se reducen, empobreciéndose el lenguaje verbal, a emojis o emoticonos, es decir, a íconos o imágenes que tratan de expresar dichas emociones como figuras jeroglíficas, de ahí esa ansia de llenar los mensajes con ellos y de inventar nuevos pictogramas constantemente. 

En las redes sociales hay un positivismo absoluto que resulta al fin y a la postre bastante negativo, vomitivo y empalagoso por almibarado: hay “me gusta”, pero no hay "no me gusta”; hay “amigos”, que se convierten en seguidores (followers que dan fav o likes en la lengua del Imperio), pero no hay "enemigos”. 

El móvil se ha convertido en el símbolo máximo del individualismo solipsista de este nuevo milenio, como fue el automóvil en el siglo pasado. Ambos engendros tecnológicos se presentan como medios: el uno de comunicación y el otro de transporte, y tienen en común la idea de “movimiento”, lo que resulta paradójico cuando ese movimiento no conduce a ninguna parte, no tiene ningún fin que no sea la ocultación de la verdad: que este mundo no “si muove”, como afirmó Galileo, sino que, sin embargo, está quieto, “eppur stà fermo”, o si parece que se mueve es sólo para no dar la sensación de que está quieto, porque el movimiento que predican no existe. 



Ya lo dijo hace muchos siglos Zenón de Elea en griego: El móvil no se mueve ni en el lugar en el que está ni en el que no está.

¿Qué se puede hacer ante eso? Pues hablar de ello y denunciarlo, por ejemplo, como estamos haciendo aquí, porque hablar de algo ya es una forma de acción, aunque no sepamos muy bien para qué sirve. Puede que valga para, por ejemplo, darnos cuenta de lo engañados que estábamos. A lo mejor sirve para desengañarnos. Lo que, si es así, no es poco que digamos, ¿no?.