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sábado, 1 de julio de 2023

Hostis est intus (El enemigo está dentro)

    Desde el 22 de febrero del presente año, casi sin darnos cuenta, está operativa en toda la curtida piel de toro de las Españas de Dios y presente en nuestros teléfonos móviles la aplicación tecnológica ES-Alert, después de haber sido probada escalonadamente en determinadas zonas de todas las españitas o reinos de taifas durante los meses de octubre y noviembre, como dábamos cuenta de ello aquí.

    ES-Alert es un engendro integrado en la Red de Alerta Nacional, gestionado por el Ministerio del Interior a través del Centro Nacional de Seguimiento y Coordinación de Emergencias (CENEM) de la Dirección General de Protección Civil y Emergencias. 

"No te asustes si el móvil empieza a pitar y a vibrar."

     Esta tecnología, que nos ha venido impuesta por la Unión Europea, le permite al Gobierno enviar mensajes de alerta generalizados a la población en situaciones de catástrofe, a través de una aplicación que está insertada en los teléfonos móviles. El mensaje será bilingüe, en español y, como no podía ser menos, en la lengua del Imperio, que es la de la Unión Europea, que nos quiere a todos angloparlantes.

    Es un sistema que se conoce también con el nombre de 112 inverso, porque en lugar de ser los ciudadanos los que llamando a ese número advierten de una emergencia a las autoridades, son ahora estas las que alertan a la ciudadanía.

El nuevo sistema para encerrarte en casa con un simple SMS (en Italia, IT-Alert)
 

    En primer lugar parece algo positivo y útil en casos de emergencia real, pero tengamos en cuenta que puede haber falsas emergencias. Además, siempre ha habido catástrofes y nunca hasta ahora una invasión de nuestra privacidad, en lo más íntimo que es nuestro teléfono supuestamente inteligente.

    Como señala el filósofo italiano Diego Fusaro, el hecho provoca algunas perplejidades, como, por ejemplo, que el gobierno pueda como el Gran Hermano declarar una emergencia irreal ante un enemigo invisible dándonos órdenes orgüelianas como las que ya hemos padecido: no salgas de casa, mantén la distancia social, ponte la mascarilla, vacúnate...

 

    La segunda perplejidad es que la citada aplicación se puede desactivar -yo mismo la he desactivado en mi dispositivo-, pero no desinstalarse, porque viene de fábrica. En el caso de un móvil como el mío con el sistema Androide, se va al menú de “Ajustes”, de ahí a “Seguridad y emergencias”, después a “Alertas de emergencias inalámbricas”, y ahí se puede desactivar la opción, que viene ya activada de “Permitir alertas”, y quitarle la vibración y el pitido al móvil.  Allí se encuentra instalada y activada por defecto la opción que nos ocupa de “Pre-Alerta de Protección Civil”.

    El Gobierno, en efecto, a partir de ahora puede declarar las emergencias reales o irreales que desee: fenómenos meteorológicos adversos, erupción de volcanes, terremotos, epidemias o accidentes químicos, entre otras catástrofes, porque de lo que se trata es de convertir la excepción en regla, y en términos de Giorgio Agamben, imponer el Estado de Excepción, es decir, la suspensión provisional y extraordinaria del orden jurídico, como paradigma normal de gobierno.

viernes, 30 de diciembre de 2022

El apéndice celular móvil

    Fabio Coala es un dibujante de cómic brasileño, que publica desde 2010 historietas en su página mentirinhas con diferentes personajes, generalmente animales, en cuatro viñetas, con un estilo muy característico. He elegido esta en que un cuervo le pregunta a otro si lo que ven desde las alturas es un ser humano, a lo que el otro le responde que no, que se trata de un espantapájaros, de lo que está seguro por la sencilla razón de que no está mirando su teléfono móvil.

    La respuesta nos produce una ligera sonrisa. No puede decirse que 'mirar el móvil' sea una nota característica esencial de las personas. Al menos, no lo había sido hasta ahora. Pero ya lo es. Hay tantos móviles como personas. De hecho hay más. Cada teléfono móvil está asociado a un número personalizado que lo identifica, tan característico y definitorio como el número del DNI español o el de la tarjeta de crédito o débito o nuestro ADN esencial.

    Cada vez es más frecuente ver niños en edad escolar absortos en su teléfono móvil que llevan siempre consigo como un apéndice imprescindible de su personalidad. Es la imagen típica característica de esta época. Probablemente es el objeto que más atraiga nuestra atención, tanto de los pequeños como de los adultos, también el que más tocamos a lo largo del día. En el caso de los primeros parece más grave porque para ellos la realidad es una novedad todavía, y en consecuencia, un espectáculo, pero la realidad que les entra por los ojos a través del teléfono inteligente no es la real, valga la redundancia, sino la virtual.

    La realidad virtual gana con creces a la real porque decide por nosotros dónde centrar nuestra atención haciéndonos creer que somos nosotros los que decidimos. La primera reflexión que surge cuando se trata este tema es cómo el progreso de la tecnología ha trastornado nuestros hábitos. Es algo evidente, pero estaba ya en nuestra naturaleza crear un mundo virtual, ideal, que sustituyera al real, para evadirnos de este.

    No son internet y el esmarfon los que han provocado el cambio de hábitos nuestros, sino que tanto lo uno como lo otro son el resultado de lo que siempre hemos querido tener entre manos. Una herramienta que pone todo a nuestra disposición, incluidos los otros usuarios. La pregunta que debemos hacernos es ¿por qué anhelamos tanto la creación de un mundo virtual y tener acceso inmediato a él?


    La respuesta no puede ser simple, sino muy compleja. Queremos trascender el mundo físico, y por eso nos refugiamos en el metafísico. Nos evadimos así de la realidad de un mundo que nos genera mucho sufrimiento y dolor, además de un tremendo cansancio. Por lo que buscamos refugiarnos en otro mundo, purgado de todo el sufrimiento de este. No nos importa que ese mundo sustitutorio sea un engaño y trampantojo.

    Podemos criticar el transhumanismo todo lo que queramos, pero de hecho lo estamos aceptando tácitamente desde el momento en que incorporamos a nuestras vidas como lo más normal del mundo estos artilugios que a modo de apéndices nos anulan como seres humanos. Y a eso lo llamamos progreso o camino hacia delante, pero ¿a dónde vamos?

domingo, 11 de julio de 2021

El móvil inmóvil

El teléfono inteligente (esmarfon en la lengua del Imperio) fomenta el individualismo, por lo que resulta lo contrario del medio de comunicación que pretende ser. Se presenta como una herramienta de relación interpersonal, y sirve para incomunicarnos, atomizándonos, sustituyendo la realidad real, valga la redundancia, por la virtual. 

En ese sentido, las redes sociales destruyen las relaciones personales con el pretexto de crearlas. Su proliferación responde a un fenómeno de frivolización de las relaciones humanas, cada vez más espirituales y cada vez menos carnales. Hacen un uso demasiado gratuito y generoso de las palabras "amigo", "amor", "sexo" y de la palabra "contacto", que ha perdido ya toda su contingencia táctil y carnal.  En nuestras cada vez más habitadas y menos habitables ciudades, el móvil suple una carencia afectiva, ofreciéndonos una falsa solución al problema que nos crea. Te dice “nunca estarás solo” y te condena a la soledad. Te conecta con la gente más alejada, desconectándote de la que te rodea. Cuando sientes que estás solo,  miras la pantalla y de pronto ves que tienes un mensaje y piensas: “Bueno, al menos alguien se acuerda de mí”. Las pantallas no juntan a las personas, sino que publican su aislamiento, creyendo que de la suma de selfies surgirá una comunidad: el grupo de clase,  la familia, el trabajo, los amigos... sólo humo.

Habrá algunos ingenuos que piensen que el teléfono inteligente no es bueno ni malo de por sí, sino neutro; que la bondad o maldad del artilugio dependerá del uso que hagamos del cacharro. Son los mismos que opinan ingenuamente que la tecnología es aséptica, y está más allá del bien y del mal, por lo que se puede hacer un uso positivo o negativo de ella, depende de nosotros, sin que ella nos utilice ni condicione a nosotros, sus supuestos usuarios. No ven que la mera existencia de algunos artefactos como este, como las armas de fuego, la televisión o el automóvil es intrínsecamente perversa. 


Pensamos que manejamos el móvil pero es él el que nos manipula a nosotros, ya que su mera existencia nos impone el cuidado de atenderlo: tenemos que conectarnos, tener cargada la batería, estar permanentemente en línea, alineados, o lo que viene a ser lo mismo, alienados. En definitiva, el móvil no mueve ni libera al individuo, sino que refuerza su  inmovilismo, lo ata aún más a lo que ya estaba amarrado: fortalece sus cadenas laborales o sentimentales. No somos adictos a él, él se ha hecho adicto a nosotros. No lo controlamos, nos controla. ¿Y por qué tanta dependencia? ¿Por qué en todos lados gente mirando pantallas? El mundo digital aparece como un refugio del mundo real, al que suplanta. Si la realidad es decepcionante, interponemos  los ilusorios pantallazos que ocultan el mundo, la triste realidad que nos rodea. 

La gran pantalla cinematográfica dio paso a la pequeña de la televisión, instalándose en la intimidad del ámbito doméstico, en el privilegiado corazón del salón, como si fueran las llamas del fuego del hogar de la caverna platónica en torno a la que se congrega toda la familia. Con la aparición de la Red Informática Universal y los ordenadores personales, las pantallas se individualizaron ya plenamente, hasta llegar a la diminuta pantalla de nuestros móviles, que ya no ocupan un lugar fijo, sino que nos obliga a nosotros a moverlos a ellos y llevarlos siempre encima,  como nuestra propia sombra. 

La pantalla nos reduce a la condición simultánea de espectador y emisor, sujeto pasivo y activo: nos impone una imagen incontestable, lo que revela su carácter autoritario y sacrosanto. Ya no hay imágenes sagradas, se han sacralizado todas las imágenes: convertidas en íconos, a nosotros nos han vuelto iconófilos, iconodulos: esclavos de las imágenes. El usuario de la red no se ama a sí mismo, lo que ama es la imagen que proyecta de sí mismo, de la que está enamorado como Narciso, una fotografía falsa -virtual- pero real. Cientos de álbumes de fotos que reflejan el triste espectáculo que emite y exhibe uno de su propia vida, autopromocionándose, como si uno fuese el actor de su biografía, por lo general bastante miserable, hipócrita y anodina. 

 
La lectura de más de 6 líneas o de 140 caracteres en esas pantallas es algo inaceptable. Las emociones se reducen, empobreciéndose el lenguaje verbal, a emojis o emoticonos, es decir, a íconos o imágenes que tratan de expresar dichas emociones como figuras jeroglíficas, de ahí esa ansia de llenar los mensajes con ellos y de inventar nuevos pictogramas constantemente. 

En las redes sociales hay un positivismo absoluto que resulta al fin y a la postre bastante negativo, vomitivo y empalagoso por almibarado: hay “me gusta”, pero no hay "no me gusta”; hay “amigos”, que se convierten en seguidores (followers que dan fav o likes en la lengua del Imperio), pero no hay "enemigos”. 

El móvil se ha convertido en el símbolo máximo del individualismo solipsista de este nuevo milenio, como fue el automóvil en el siglo pasado. Ambos engendros tecnológicos se presentan como medios: el uno de comunicación y el otro de transporte, y tienen en común la idea de “movimiento”, lo que resulta paradójico cuando ese movimiento no conduce a ninguna parte, no tiene ningún fin que no sea la ocultación de la verdad: que este mundo no “si muove”, como afirmó Galileo, sino que, sin embargo, está quieto, “eppur stà fermo”, o si parece que se mueve es sólo para no dar la sensación de que está quieto, porque el movimiento que predican no existe. 



Ya lo dijo hace muchos siglos Zenón de Elea en griego: El móvil no se mueve ni en el lugar en el que está ni en el que no está.

¿Qué se puede hacer ante eso? Pues hablar de ello y denunciarlo, por ejemplo, como estamos haciendo aquí, porque hablar de algo ya es una forma de acción, aunque no sepamos muy bien para qué sirve. Puede que valga para, por ejemplo, darnos cuenta de lo engañados que estábamos. A lo mejor sirve para desengañarnos. Lo que, si es así, no es poco que digamos, ¿no?.