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sábado, 31 de diciembre de 2022

Se acabó lo que se daba

    Se acabó, efectivamente, lo que se daba, y no me refiero al año 2022, que también se acaba, según dicen los que creen en el calendario, sino a la monarquía pandémica del virus coronado.  

    La pandemia de COVID-19, que es lo que se venía dando día y noche por todos los medios habidos y por haber desde marzo de 2020, puede considerarse superada, según el reputadísimo virólogo alemán Christian Drosten, jefe de virología del Hospital Universitario La Charité de Berlín y diseñador de la prueba PCR ad hoc que detectaba su existencia, y por lo tanto máximo responsable de su propagación mediática,  que declaró al diario Tagesspiegel de aquel país: “Estamos experimentando la primera ola endémica de Sars-CoV-2 este invierno. En mi opinión, la pandemia ha terminado", refiriéndose al virus coronado. 


     Como Drosten no da puntada sin hilo, hay que prestar atención a sus palabras: la razón de que haya terminado la pandemia que declaró la OMS y que él certificó con su fraudulento test, no es que hayamos acabado con el virus derrotándolo en la guerra sin sentido que le declaramos, o que se haya extinguido por arte de magia y birlibirloque desapareciendo de la faz de este mundo, sino que, todo lo contrario, se ha hecho endémico, es decir, está en toda la población, en el demos, como dice la palabra griega, que es seguramente lo que se pretendía: democratizarlo, nunca extinguirlo, sino convivir pacíficamente con el virus. 

    Acudamos para aclarar la noción al diccionario de la docta Academia, que así define el término 'endemia', explicando su etimología:  un galicismo (del francés endémie), tomado a su vez del griego ἔνδημος (éndēmos) 'endémico', compuesto por su parte de ἐν, que significa 'en', y δῆμος, que quiere decir, como se sabe, la población: “Enfermedad que se da habitualmente, o en épocas fijas, en una zona.” O sea, igual que la gripe estacional que decían que había desaparecido milagrosamente gracias a las mascarillas cuando apareció el coronavirus, y más viejo que el catarro de Matusalén.  O, dicho con otras palabras: originario de un país, indígena, opuesto a ξένος (xénos), que es 'extranjero': ya no es el virus chino, como se dijo al principio, ya es patrimonio nacional.


     Hemos nacionalizado, efectivamente, el virus gripalizándolo y dándole carta de naturaleza en primer lugar y también ciudadanía. Este adjetivo ἔνδημος (éndēmos) se aplicó significativamente en griego a dos sustantivos principalmente: πόλεμος (pólemos), 'guerra', y así puede hablarse de guerra endémica o guerra civil; y  sobre todo a lo que nos interesa aquí: νόσημα (nósēma) 'enfermedad'. Así hemos llegado a lo que es ahora el COVID-19, no lo que era en principio, una vulgar epidemia estacional, y enseguida, habida cuenta del cambio de significado del término, una pandemia, sino -¡atención a este otro cambio semántico!- una enfermedad endémica, una endemia según el reputadísimo doctor.

    El renombrado virólogo achaca el final de la pandemia en Europa al éxito de la campaña de vacunación orquestada por la Unión Europea, y afirma, contrafactualmente, algo que no se puede corroborar, algo que no hay Dios que pueda demostrarlo, como decían los teólogos medievales de la contrafactualidad, que “si no se hubiera hecho nada, habría habido un millón o más de muertes en Alemania”. Esas muertes de más que, según él, habría habido no pueden demostrarse porque no sabemos qué hubiera sucedido en caso contrario: lo único que sabemos es lo que ha pasado y sigue pasando: que la gente se sigue muriendo, que hay incluso según todos los contadores un exceso de mortalidad considerable, y que las causas de esas muertes permanecen inexplicadas. 

    El ministro de Justicia teutón solicitó rápidamente el levantamiento de las últimas medidas restrictivas que todavía imperaban en Alemania, donde se mantenía, como en España, el uso obligatorio de mascarillas en el transporte público y en hospitales, centros asistenciales y consultorios médicos.

martes, 13 de julio de 2021

Higienismo a ultranza (I)

    El establecimiento institucional de un “nuevo” régimen -que en realidad es más viejo que el catarro y no deja de ser el mismo perro con distinto collar, en este caso sanitario- basado en el terror fomentado por lo que podríamos denominar un higienismo a ultranza de la seguridad pública ha hecho posible la práctica destrucción de las relaciones humanas. Esto ha sido posible desde el momento en que gestos tan entrañables como darse la mano, abrazarse o besarse han sido catalogados potencialmente como mortalmente peligrosos, y se han recomendado sustitutos como reverencias orientales o choque de codos. Se ha propiciado, en lugar de la comunicación presencial, la televideofónica, supuestamente más segura, que a veces llamamos “virtual” porque es un sustituto de la “real”, lo que ha fomentado la instalación de redes inalámbricas y de difusión de la Red Informática Universal, que alejándonos nos acerca a los demás, o que acercándonos a los demás nos aleja del peligro que supone su contagio o, lo que es lo mismo, su contacto. 
 
 
Litografía de Paul Colin (1949)
 
    Esta ideología sin ideología que algunos han llamado higienismo securitario se ha fundamentado en la desconfianza en uno mismo y en los demás, y ha sido difundida por reputados virólogos, como el asesor de la canciller alemana, que afirmó con una sinvergonzonería rayana en el más puro cinismo: “Lo mejor sería que nos comportásemos como si estuviésemos contagiados y quisiésemos evitar la transmisión de la enfermedad”. ¿Cómo puede uno engañarse a sí mismo y a los demás emulando al Enfermo Imaginario de Molière, fingiéndose apestado cuando no lo está y no tiene ningún síntoma ni por asomo?
 
    Pero no acaba ahí la cosa, porque al mismo tiempo que el virólogo recomendaba eso, decía contradiciéndose a sí mismo que también había que ver la cosa al revés y considerar que los enfermos, no ya imaginarios sino reales, ya sea en acto o en potencia más bien aristotélica, eran los otros. Se diría que estaba Christian Drosten, tal es el nombre del responsable, parafraseando el célebre “l'enfer c'est les autres” de Jean Paul Sartre con un “le virus c'est les autres” (el virus son los otros). Es decir nos está invitando a vernos a nosotros mismos simultáneamente, con una grave distorsión de la realidad, como enfermos que pueden contagiar a los demás que están sanos, y como sanos a la vez que pueden ser contagiados por los demás, que están enfermos. 
 
 
    Es como si estuviéramos uniendo al triple lema de Orwell (la guerra es la paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza), un cuarto eslogan exitoso: la salud es una enfermedad grave que debe ser tratada lo antes posible porque es, además, contagiosa y mortal. 
 
    El Poder, auxiliado por científicos a sueldo de los laboratorios farmacéuticos como el susodicho, después de haber jugado la baza del miedo sembrando el pánico entre la población del planeta, utiliza ahora las cartas del resentimiento afirmando que los viejos son las víctimas de los jóvenes irresponsables que no siguen las medidas recomendadas por las autoridades sanitarias que velan por nuestra salud enfermándonos a todos y cada uno de nosotros. 
 
    Con ochenta y noventa años la gente ya no se muere de vieja, sino de la enfermedad del virus coronado, como si la vida pudiera continuarse indefinidamente si no fuéramos puestos en peligro constantemente por la amenaza potencial que suponemos nosotros mismos y nuestros congéneres viralizados. 
 
 

 
    El Poder afirma ahora que los que se han dejado inyectar van a ser o ya lo son víctimas de los que no, lo que viene a revelar por otra parte que la inyección no inmunizaba en absoluto. 
 
    Lo que quiere el Poder a toda costa es sustituir el resentimiento vertical del pueblo contra el gobierno en una desconfianza horizontal mutua entre el pueblo dividido entre sí. Es el viejo principio de inspiración maquiavélica del divide y vencerás. Es como si de pronto se hubiera trasladado la lucha vertical entre lo de arriba y lo de abajo, al enfrentamiento horizontal entre los de abajo, dividiéndonos entre los que se sentarán en el Juicio Final a la izquierda de Dios padre y los que se sentarán a la diestra del Señor, entendidas en un sentido muy amplio que va más allá de la política tradicional de los políticos que sólo aspiran a sucederse en el poder para que cambie el gobierno y pueda seguir el sistema igual, garantizando la alternancia. 
 
    La salud se ha convertido en la enfermedad de nuestros días: todos somos pacientes y víctimas de un higienismo a ultranza. Pacientes en acto, como los ingresados en hospitales y unidades de cuidados intensivos, o en sus propios hogares, donde son atendidos en el mejor de los casos por médicos teleoperadores; y pacientes en potencia todos los demás. No somos enfermos imaginarios, sino enfermos bien reales. ¿No es esto un delirio colectivo, una histeria sin precedentes, una paranoica y gravísima psicosis?