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miércoles, 14 de julio de 2021

Higienismo a ultranza (y II)

Con la imposición obligatoria de la mascarilla en todos los espacios públicos comunes tanto interiores como exteriores nos prohibieron dar la cara, cuya imagen quedaba reducida a la intimidad familiar, una vez que habíamos perdido el espacio público. La cara, que era el espejo del alma, se enmascaraba y así se despersonalizaba. 
 
Buena paradoja: la mascarilla -persona era el nombre de la máscara en latín- nos despersonaliza, haciendo que todos seamos máscaras impersonales, sustrayéndonos al reconocimiento de la mirada de los demás. 
 
El rostro es lo más propio mío, como revela la foto del Documento Nacional de Identidad al lado de la huella digital, pero lo que yo no puedo ver si no me miro en un espejo, como hizo Narciso enamorándose fatalmente de su propia imagen. 
 
Una sociedad sin rostro es una sociedad sin alma, porque el rostro es el espejo del alma. 
 
La imposición, por otra parte, de la distancia interpersonal demuestra que ya no hay comunidad, sino una agregación de individuos reunidos por casualidad que forman una grey, es decir, un rebaño.
 
 
Algo nos dice que una sociedad sana no puede basarse en la desconfianza de cada uno en relación con los demás. Como nos han inculcado esa desconfianza, nos han enfermado, nos han convertido en una sociedad enferma. No es saludable adaptarse a una sociedad enferma, como escribió Crisnamurti, no es un síntoma de buena salud. 
 
La expresión distancia social es una contradicción en sus términos. La sociedad no puede fundarse sobre la distancia. Inscribir la distancia en lo social significa borrar de un plumazo la sociedad, sustituyéndola por una suma de individuos congregados por azar pero perfectamente identificados. 
 
Lo que se pretende con la distancia social es la distanciación o el alejamiento de lo común. Y la palabra distanciación, mejor que distancia o distanciamiento, expresa muy bien el proceso que no está abocado a detenerse nunca. 
 
La sociedad se atomiza, es decir, se individualiza etimológicamente hablando, pierde el sentido de lo común. Desde hace año y medio vivimos sujetos y sumergidos en un océano de informaciones que cada día nos condicionan en función de los requisitos políticos.
 

 La gente que se somete es porque ve que hay una ganancia. Les han propuesto una falsa elección: "Si quieres recuperar tu vida anterior, tienes que cumplir estas condiciones". Es una promesa a todas luces falsa, porque la lógica que se ha impuesto de la distanciación y del constreñimiento social no tiene ninguna razón de encontrar en sí misma su propio límite que le ponga fin. 
 
El Estado, ávido siempre de poder, nunca renuncia al poder que se le otorga. La imposición ahora del pasaporte sanitario que se ofrece a cambio de someterse a la doble inyección inaugura una sociedad escalonada, graduada en función del estado médico de los individuos. De este modo el sistema inmunitario natural del ser humano se ve como un arcaísmo que hay que sustituir por un sistema inmunitario artificial explotable por la industria farmacéutica, que encuentra así un óptimo nicho de mercado. 
 
Un operador telefónico nos llama por teléfono -cada uno tiene ya su número propio individual e intransferible- y nos ofrece una “oferta inmejorable de inmunidad” por sólo, es un decir, 9,99 euros al mes -que salen de nuestros bolsillos a través de los impuestos indirectos, ojo, porque los pinchazos no son gratuitos, aunque lo parezcan, que nadie se llame a engaño- y con una permanencia de un año... La novedad es que si rechazas la oferta de la inyección letal antitanática -contra la muerte- pierdes algunos de los derechos que tenías. 
 
La vacunación es un acto de adhesión a un nuevo contrato social de tipo técnico-sanitario fundado en el ideal falso de la higiene común. 
 

 
El Poder ha sometido al pueblo a un referéndum: sí o no al nuevo contrato social. La inyección es el bautismo de fuego. Acceder a ella arremangándose uno es decir de hecho “sí” a este nuevo contrato social. 
 
Lo importante, además, no es la inyección que supone que uno está desarrollando cierta inmunidad, lo cual no está demostrado en absoluto, sino el documento acreditativo de ella, que se convierte en un requisito imprescindible para acceder a determinados eventos y en un salvoconducto para viajes. 
 
Hasta ahora el hecho de vacunarse por ejemplo anualmente de la gripe era una decisión privada que no afectaba a la relación con los demás. Era algo que pertenecía al historial médico de cada cual y que no condicionaba ningún comportamiento propio ni ajeno. La gente que se vacunaba de la gripe lo hacía, generalmente aconsejada por su médico de cabecera, para no contraer la enfermedad en una forma grave. 
 
La inyección ahora es mucho más que eso, es un gesto de adhesión al sistema del higienismo a ultranza preconizado por la Organización Mundial de la Salud y las autoridades sanitarias de los estados avasallados. 
 
¿No podríamos dejar de ser unos malpensados y olvidarnos por un momento del adagio “piensa mal y acertarás” y reconocer que la mascarilla, el pasaporte sanitario y la propia inyección que estamos analizando aquí son medidas tomadas para protegernos a los ciudadanos de nosotros mismos y que, por lo tanto, están al servicio no de los intereses de los laboratorios farmacéuticos sino del bien común? 
 
Claro está que esas medidas se han implementado, como dicen ahora, con las mejores intenciones del mundo, porque se ha creído que son buenas, eficientes y eficaces. Las intenciones que hay detrás de ellas son, a buen seguro, vamos a pensarlo así, inmejorables,  pero ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el pavimento del infierno. 
 
Litografía de Paul Colin (1949)
 
 Nadie hace mal a sabiendas, nos enseñó Sócrates, y es verdad: hacemos lo que hacemos porque creemos que es bueno. Y si hacemos algo malo no es porque lo hagamos adrede y a conciencia, sino por error y equivocación, nunca a propósito. 
 
Por eso hay que denunciar el engaño, es una labor política hacerlo: se han tomado unas medidas creyendo que eran buenas, y no lo son. Hay quien puede pensar, ingenuamente, que estamos en un paréntesis provocado por un suceso excepcional, la pandemia de los demonios, que ha requerido unas medidas excepcionales, que si no son buenas, porque no pueden serlo, son un mal menor, pero en realidad es un camino que una vez emprendido no tiene vuelta atrás, y el mal, por muy menor que sea, nunca es bueno.

martes, 13 de julio de 2021

Higienismo a ultranza (I)

    El establecimiento institucional de un “nuevo” régimen -que en realidad es más viejo que el catarro y no deja de ser el mismo perro con distinto collar, en este caso sanitario- basado en el terror fomentado por lo que podríamos denominar un higienismo a ultranza de la seguridad pública ha hecho posible la práctica destrucción de las relaciones humanas. Esto ha sido posible desde el momento en que gestos tan entrañables como darse la mano, abrazarse o besarse han sido catalogados potencialmente como mortalmente peligrosos, y se han recomendado sustitutos como reverencias orientales o choque de codos. Se ha propiciado, en lugar de la comunicación presencial, la televideofónica, supuestamente más segura, que a veces llamamos “virtual” porque es un sustituto de la “real”, lo que ha fomentado la instalación de redes inalámbricas y de difusión de la Red Informática Universal, que alejándonos nos acerca a los demás, o que acercándonos a los demás nos aleja del peligro que supone su contagio o, lo que es lo mismo, su contacto. 
 
 
Litografía de Paul Colin (1949)
 
    Esta ideología sin ideología que algunos han llamado higienismo securitario se ha fundamentado en la desconfianza en uno mismo y en los demás, y ha sido difundida por reputados virólogos, como el asesor de la canciller alemana, que afirmó con una sinvergonzonería rayana en el más puro cinismo: “Lo mejor sería que nos comportásemos como si estuviésemos contagiados y quisiésemos evitar la transmisión de la enfermedad”. ¿Cómo puede uno engañarse a sí mismo y a los demás emulando al Enfermo Imaginario de Molière, fingiéndose apestado cuando no lo está y no tiene ningún síntoma ni por asomo?
 
    Pero no acaba ahí la cosa, porque al mismo tiempo que el virólogo recomendaba eso, decía contradiciéndose a sí mismo que también había que ver la cosa al revés y considerar que los enfermos, no ya imaginarios sino reales, ya sea en acto o en potencia más bien aristotélica, eran los otros. Se diría que estaba Christian Drosten, tal es el nombre del responsable, parafraseando el célebre “l'enfer c'est les autres” de Jean Paul Sartre con un “le virus c'est les autres” (el virus son los otros). Es decir nos está invitando a vernos a nosotros mismos simultáneamente, con una grave distorsión de la realidad, como enfermos que pueden contagiar a los demás que están sanos, y como sanos a la vez que pueden ser contagiados por los demás, que están enfermos. 
 
 
    Es como si estuviéramos uniendo al triple lema de Orwell (la guerra es la paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza), un cuarto eslogan exitoso: la salud es una enfermedad grave que debe ser tratada lo antes posible porque es, además, contagiosa y mortal. 
 
    El Poder, auxiliado por científicos a sueldo de los laboratorios farmacéuticos como el susodicho, después de haber jugado la baza del miedo sembrando el pánico entre la población del planeta, utiliza ahora las cartas del resentimiento afirmando que los viejos son las víctimas de los jóvenes irresponsables que no siguen las medidas recomendadas por las autoridades sanitarias que velan por nuestra salud enfermándonos a todos y cada uno de nosotros. 
 
    Con ochenta y noventa años la gente ya no se muere de vieja, sino de la enfermedad del virus coronado, como si la vida pudiera continuarse indefinidamente si no fuéramos puestos en peligro constantemente por la amenaza potencial que suponemos nosotros mismos y nuestros congéneres viralizados. 
 
 

 
    El Poder afirma ahora que los que se han dejado inyectar van a ser o ya lo son víctimas de los que no, lo que viene a revelar por otra parte que la inyección no inmunizaba en absoluto. 
 
    Lo que quiere el Poder a toda costa es sustituir el resentimiento vertical del pueblo contra el gobierno en una desconfianza horizontal mutua entre el pueblo dividido entre sí. Es el viejo principio de inspiración maquiavélica del divide y vencerás. Es como si de pronto se hubiera trasladado la lucha vertical entre lo de arriba y lo de abajo, al enfrentamiento horizontal entre los de abajo, dividiéndonos entre los que se sentarán en el Juicio Final a la izquierda de Dios padre y los que se sentarán a la diestra del Señor, entendidas en un sentido muy amplio que va más allá de la política tradicional de los políticos que sólo aspiran a sucederse en el poder para que cambie el gobierno y pueda seguir el sistema igual, garantizando la alternancia. 
 
    La salud se ha convertido en la enfermedad de nuestros días: todos somos pacientes y víctimas de un higienismo a ultranza. Pacientes en acto, como los ingresados en hospitales y unidades de cuidados intensivos, o en sus propios hogares, donde son atendidos en el mejor de los casos por médicos teleoperadores; y pacientes en potencia todos los demás. No somos enfermos imaginarios, sino enfermos bien reales. ¿No es esto un delirio colectivo, una histeria sin precedentes, una paranoica y gravísima psicosis?