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domingo, 11 de junio de 2023

El maestro que no quiso ser maestro

Vuelve el maestro que no quiso ser maestro cargado de años a sus espaldas y desengaños. Es viejo y, cosa paradójica, joven. Dicen que es el nuevo Buda, Cristo que ha resucitado. 
 
 
Vuelve el maestro, que al hacerse cargo él mismo de la Orden religiosa un día ya lejano, -sumaba, próspera, la regla muchos fieles-, públicamente la disolvió y renunció en el acto solemne mismo de la toma de posesión, a presidirla, con gran escándalo, rechazando sus propiedades materiales y sus bienes, negándose a ejercer así su magisterio. No quiere ser el fundador de ninguna escuela filosófica ni religión, sino liberarnos de todas ellas, de mezquitas y de iglesias y de sinagogas, dioses e ídolos de barro. 
 
 Sabe que, cuando muera, sus seguidores muchos construirán en nombre suyo un credo, sin embargo, quedando en sus palabras libertarias presos, hasta que alguien venga acaso a liberarlos. 
 
 Ha vuelto a sus orígenes, buscando al niño, en pos de los azules días soleados de su infancia y su primera juventud, al valle tras la estación del monzón, al cabo ya del año. 
 
Ha vuelto a fin de reencontrarse con su sombra en Varanasi, que es el nombre sacrosanto de Benarés, ciudad que se alza junto al Ganges que fluye mansamente, Ganga milenario cuya corriente arrastra a todos, vivos, muertos, metáfora del tiempo en el que naufragamos. 
 
 Vuelve el maestro iconoclasta a hacer que broten viejas palabras entrañables de sus labios. Ha vuelto, igual que un peregrino, humildemente. Ha vuelto a despedirse de sus antepasados, saldando así la vieja cuenta de su deuda. Ha vuelto y sigue caminando paso a paso. Ya cruza el puente de bambú sobre las aguas del breve arroyo el joven y, a la vez, anciano que abominaba de mesías y gurúes y de escrituras y de libros revelados. 
 
No va a impartir una lección magistral al uso, sino una charla abierta al diálogo y al trato, humilde plática, en la ciudad de los bramanes. No quiere que le rindan culto: no es un santo. Quiere prestar su voz y, sobre todo, oídos a la razón que se vaya pública desgranando. Resuena grave y no es ni propia ni es ajena su voz que deja a los que escuchan fascinados. 
 
Afirma pocas cosas, niega muchas, todas. Abriendo, sordos, los oídos, escuchamos: la vida no tiene propósito ni sentido y no hay camino establecido de antemano. La vida, valga la metáfora, es un viaje sin rumbo fijo, sin ningún itinerario conocido y previo: no hay senderos, no hay salida ni tampoco meta: sólo vagabundos pasos que se abren a la inmensidad del campo abierto, sin norte en nuestra singladura ni astrolabio. ¿Alguien ha puesto al cielo techo, al mar fronteras? ¿Alguien ha puesto alguna vez puertas al campo? Hay que partir de la ignorancia, que sabemos, y buscar aquello que es común y a todos dado gratuitamente, que es el uso de razón, que no es tener ideas, sino lo contrario. 
 
Mas la razón se ha vuelto loca y nos ha vuelto locos a todos, loco al mundo declarando odiosas guerras, dividiéndonos en patrias, ideologías, clases, sexos, razas, bandos. 
 
Que nadie acepte, insiste en ello, lo que él diga por que él lo diga, sin mirar, adentro, abajo, en el corazón, que es uno y es, al tiempo, muchos, que todos somos uno, el mismo, y somos varios. 
 
 Y lanza entonces la pregunta al aire, al viento, interrogante que es el más certero dardo, que cuestiona todo y lo pone en tela de juicio: ¿Qué es? Atraviesa nuestro corazón de arriba abajo. 
 
¿Qué es la belleza? ¿Qué sentimos, por ejemplo, ante las altos picos del Himalaya blancos cuando se vuelven purpurinos a la luz crepuscular del fulgurante y viejo ocaso, sobrecogidos como un niño en cuerpo y alma? 
 
Hay que dejar que la pregunta se abra paso, igual que un pájaro que sale de la jaula y emprende el vuelo, y no cazarlo de un tiro dando una respuesta apresurada, sino que vuele y que nos siga interrogando, no convertir los sentimientos en palabras, dejar que afloren silenciosos, sosegados. Que la pregunta en sí contiene la respuesta, un silabeo de silencio entrecortado: que sólo hay miedo, y que hay que liberarse de él, de toda fe, y creencia y religión y engaño. 
 
¿No veis acaso la belleza inmensa que hay resplandeciendo con luz propia, como un faro, aquí y ahora mismo, si desaparecemos nosotros mismos, que la estábamos contemplando? 
 

Y se pregunta: “¿Quién soy yo? ¿Mi propia imagen? ¿Ese reflejo en el espejo proyectado que pretende que me asemeje a él y caiga preso de mi propia idea? No soy eso yo, eso es falso. 
 
Y ¿qué es la muerte, que nos da pavor y miedo y escalofrío y nos provoca tanto espanto y nos estremece con su certidumbre? ¿Qué es? ¿Otra pregunta sin respuesta que valga acaso? ¿Por qué ponerla, cerca o lejos, en el futuro? Mejor dejar que llegue ahora, al fin y al cabo, la muerte, que es la vida verdadera, eterna, mejor que llegue, sin forzarla, a liberarnos. 
 
El tiempo todo cabe en un momento: ahora, ahora es el futuro, ahora es el pasado: el mañana es hoy, ahora mismo: todo el tiempo. Me voy de todo así y de mí desengañando, sumiéndome en los hondos pozos del olvido de mi biografía y soy, al fin, un libro en blanco, libre de mi propia identidad, real y falsa, libre de la realidad, que es un engaño. Por eso, ven, ahora mismo, muerte mía, a liberarme de mí mismo y los trabajos de mi existencia, que es mi muerte verdadera; dame tú la vida y déjame vivir acaso.

miércoles, 14 de julio de 2021

Higienismo a ultranza (y II)

Con la imposición obligatoria de la mascarilla en todos los espacios públicos comunes tanto interiores como exteriores nos prohibieron dar la cara, cuya imagen quedaba reducida a la intimidad familiar, una vez que habíamos perdido el espacio público. La cara, que era el espejo del alma, se enmascaraba y así se despersonalizaba. 
 
Buena paradoja: la mascarilla -persona era el nombre de la máscara en latín- nos despersonaliza, haciendo que todos seamos máscaras impersonales, sustrayéndonos al reconocimiento de la mirada de los demás. 
 
El rostro es lo más propio mío, como revela la foto del Documento Nacional de Identidad al lado de la huella digital, pero lo que yo no puedo ver si no me miro en un espejo, como hizo Narciso enamorándose fatalmente de su propia imagen. 
 
Una sociedad sin rostro es una sociedad sin alma, porque el rostro es el espejo del alma. 
 
La imposición, por otra parte, de la distancia interpersonal demuestra que ya no hay comunidad, sino una agregación de individuos reunidos por casualidad que forman una grey, es decir, un rebaño.
 
 
Algo nos dice que una sociedad sana no puede basarse en la desconfianza de cada uno en relación con los demás. Como nos han inculcado esa desconfianza, nos han enfermado, nos han convertido en una sociedad enferma. No es saludable adaptarse a una sociedad enferma, como escribió Crisnamurti, no es un síntoma de buena salud. 
 
La expresión distancia social es una contradicción en sus términos. La sociedad no puede fundarse sobre la distancia. Inscribir la distancia en lo social significa borrar de un plumazo la sociedad, sustituyéndola por una suma de individuos congregados por azar pero perfectamente identificados. 
 
Lo que se pretende con la distancia social es la distanciación o el alejamiento de lo común. Y la palabra distanciación, mejor que distancia o distanciamiento, expresa muy bien el proceso que no está abocado a detenerse nunca. 
 
La sociedad se atomiza, es decir, se individualiza etimológicamente hablando, pierde el sentido de lo común. Desde hace año y medio vivimos sujetos y sumergidos en un océano de informaciones que cada día nos condicionan en función de los requisitos políticos.
 

 La gente que se somete es porque ve que hay una ganancia. Les han propuesto una falsa elección: "Si quieres recuperar tu vida anterior, tienes que cumplir estas condiciones". Es una promesa a todas luces falsa, porque la lógica que se ha impuesto de la distanciación y del constreñimiento social no tiene ninguna razón de encontrar en sí misma su propio límite que le ponga fin. 
 
El Estado, ávido siempre de poder, nunca renuncia al poder que se le otorga. La imposición ahora del pasaporte sanitario que se ofrece a cambio de someterse a la doble inyección inaugura una sociedad escalonada, graduada en función del estado médico de los individuos. De este modo el sistema inmunitario natural del ser humano se ve como un arcaísmo que hay que sustituir por un sistema inmunitario artificial explotable por la industria farmacéutica, que encuentra así un óptimo nicho de mercado. 
 
Un operador telefónico nos llama por teléfono -cada uno tiene ya su número propio individual e intransferible- y nos ofrece una “oferta inmejorable de inmunidad” por sólo, es un decir, 9,99 euros al mes -que salen de nuestros bolsillos a través de los impuestos indirectos, ojo, porque los pinchazos no son gratuitos, aunque lo parezcan, que nadie se llame a engaño- y con una permanencia de un año... La novedad es que si rechazas la oferta de la inyección letal antitanática -contra la muerte- pierdes algunos de los derechos que tenías. 
 
La vacunación es un acto de adhesión a un nuevo contrato social de tipo técnico-sanitario fundado en el ideal falso de la higiene común. 
 

 
El Poder ha sometido al pueblo a un referéndum: sí o no al nuevo contrato social. La inyección es el bautismo de fuego. Acceder a ella arremangándose uno es decir de hecho “sí” a este nuevo contrato social. 
 
Lo importante, además, no es la inyección que supone que uno está desarrollando cierta inmunidad, lo cual no está demostrado en absoluto, sino el documento acreditativo de ella, que se convierte en un requisito imprescindible para acceder a determinados eventos y en un salvoconducto para viajes. 
 
Hasta ahora el hecho de vacunarse por ejemplo anualmente de la gripe era una decisión privada que no afectaba a la relación con los demás. Era algo que pertenecía al historial médico de cada cual y que no condicionaba ningún comportamiento propio ni ajeno. La gente que se vacunaba de la gripe lo hacía, generalmente aconsejada por su médico de cabecera, para no contraer la enfermedad en una forma grave. 
 
La inyección ahora es mucho más que eso, es un gesto de adhesión al sistema del higienismo a ultranza preconizado por la Organización Mundial de la Salud y las autoridades sanitarias de los estados avasallados. 
 
¿No podríamos dejar de ser unos malpensados y olvidarnos por un momento del adagio “piensa mal y acertarás” y reconocer que la mascarilla, el pasaporte sanitario y la propia inyección que estamos analizando aquí son medidas tomadas para protegernos a los ciudadanos de nosotros mismos y que, por lo tanto, están al servicio no de los intereses de los laboratorios farmacéuticos sino del bien común? 
 
Claro está que esas medidas se han implementado, como dicen ahora, con las mejores intenciones del mundo, porque se ha creído que son buenas, eficientes y eficaces. Las intenciones que hay detrás de ellas son, a buen seguro, vamos a pensarlo así, inmejorables,  pero ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el pavimento del infierno. 
 
Litografía de Paul Colin (1949)
 
 Nadie hace mal a sabiendas, nos enseñó Sócrates, y es verdad: hacemos lo que hacemos porque creemos que es bueno. Y si hacemos algo malo no es porque lo hagamos adrede y a conciencia, sino por error y equivocación, nunca a propósito. 
 
Por eso hay que denunciar el engaño, es una labor política hacerlo: se han tomado unas medidas creyendo que eran buenas, y no lo son. Hay quien puede pensar, ingenuamente, que estamos en un paréntesis provocado por un suceso excepcional, la pandemia de los demonios, que ha requerido unas medidas excepcionales, que si no son buenas, porque no pueden serlo, son un mal menor, pero en realidad es un camino que una vez emprendido no tiene vuelta atrás, y el mal, por muy menor que sea, nunca es bueno.