Vuelve el maestro que no quiso ser maestro
cargado de años a sus espaldas y desengaños.
Es viejo y, cosa paradójica, joven. Dicen
que es el nuevo Buda, Cristo que ha resucitado.
Vuelve el maestro, que al hacerse cargo él mismo
de la Orden religiosa un día ya lejano,
-sumaba, próspera, la regla muchos fieles-,
públicamente la disolvió y renunció en el acto
solemne mismo de la toma de posesión,
a presidirla, con gran escándalo, rechazando
sus propiedades materiales y sus bienes,
negándose a ejercer así su magisterio.
No quiere ser el fundador de ninguna escuela
filosófica ni religión, sino liberarnos
de todas ellas, de mezquitas y de iglesias
y de sinagogas, dioses e ídolos de barro.
Sabe que, cuando muera, sus seguidores muchos
construirán en nombre suyo un credo, sin embargo,
quedando en sus palabras libertarias presos,
hasta que alguien venga acaso a liberarlos.
Ha vuelto a sus orígenes, buscando al niño,
en pos de los azules días soleados
de su infancia y su primera juventud, al valle
tras la estación del monzón, al cabo ya del año.
Ha vuelto a fin de reencontrarse con su sombra
en Varanasi, que es el nombre sacrosanto
de Benarés, ciudad que se alza junto al Ganges
que fluye mansamente, Ganga milenario
cuya corriente arrastra a todos, vivos, muertos,
metáfora del tiempo en el que naufragamos.
Vuelve el maestro iconoclasta a hacer que broten
viejas palabras entrañables de sus labios.
Ha vuelto, igual que un peregrino, humildemente.
Ha vuelto a despedirse de sus antepasados,
saldando así la vieja cuenta de su deuda.
Ha vuelto y sigue caminando paso a paso.
Ya cruza el puente de bambú sobre las aguas
del breve arroyo el joven y, a la vez, anciano
que abominaba de mesías y gurúes
y de escrituras y de libros revelados.
No va a impartir una lección magistral al uso,
sino una charla abierta al diálogo y al trato,
humilde plática, en la ciudad de los bramanes.
No quiere que le rindan culto: no es un santo.
Quiere prestar su voz y, sobre todo, oídos
a la razón que se vaya pública desgranando.
Resuena grave y no es ni propia ni es ajena
su voz que deja a los que escuchan fascinados.
Afirma pocas cosas, niega muchas, todas.
Abriendo, sordos, los oídos, escuchamos:
la vida no tiene propósito ni sentido
y no hay camino establecido de antemano.
La vida, valga la metáfora, es un viaje
sin rumbo fijo, sin ningún itinerario
conocido y previo: no hay senderos, no hay salida
ni tampoco meta: sólo vagabundos pasos
que se abren a la inmensidad del campo abierto,
sin norte en nuestra singladura ni astrolabio.
¿Alguien ha puesto al cielo techo, al mar fronteras?
¿Alguien ha puesto alguna vez puertas al campo?
Hay que partir de la ignorancia, que sabemos,
y buscar aquello que es común y a todos dado
gratuitamente, que es el uso de razón,
que no es tener ideas, sino lo contrario.
Mas la razón se ha vuelto loca y nos ha vuelto
locos a todos, loco al mundo declarando
odiosas guerras, dividiéndonos en patrias,
ideologías, clases, sexos, razas, bandos.
Que nadie acepte, insiste en ello, lo que él diga
por que él lo diga, sin mirar, adentro, abajo,
en el corazón, que es uno y es, al tiempo, muchos,
que todos somos uno, el mismo, y somos varios.
Y lanza entonces la pregunta al aire, al viento,
interrogante que es el más certero dardo,
que cuestiona todo y lo pone en tela de juicio: ¿Qué es?
Atraviesa nuestro corazón de arriba abajo.
¿Qué es la belleza? ¿Qué sentimos, por ejemplo,
ante las altos picos del Himalaya blancos
cuando se vuelven purpurinos a la luz
crepuscular del fulgurante y viejo ocaso,
sobrecogidos como un niño en cuerpo y alma?
Hay que dejar que la pregunta se abra paso,
igual que un pájaro que sale de la jaula
y emprende el vuelo, y no cazarlo
de un tiro dando una respuesta apresurada,
sino que vuele y que nos siga interrogando,
no convertir los sentimientos en palabras,
dejar que afloren silenciosos, sosegados.
Que la pregunta en sí contiene la respuesta,
un silabeo de silencio entrecortado:
que sólo hay miedo, y que hay que liberarse de él,
de toda fe, y creencia y religión y engaño.
¿No veis acaso la belleza inmensa que hay
resplandeciendo con luz propia, como un faro,
aquí y ahora mismo, si desaparecemos
nosotros mismos, que la estábamos contemplando?
Y se pregunta: “¿Quién soy yo? ¿Mi propia imagen?
¿Ese reflejo en el espejo proyectado
que pretende que me asemeje a él y caiga preso
de mi propia idea? No soy eso yo, eso es falso.
Y ¿qué es la muerte, que nos da pavor y miedo
y escalofrío y nos provoca tanto espanto
y nos estremece con su certidumbre? ¿Qué es?
¿Otra pregunta sin respuesta que valga acaso?
¿Por qué ponerla, cerca o lejos, en el futuro?
Mejor dejar que llegue ahora, al fin y al cabo,
la muerte, que es la vida verdadera, eterna,
mejor que llegue, sin forzarla, a liberarnos.
El tiempo todo cabe en un momento: ahora,
ahora es el futuro, ahora es el pasado:
el mañana es hoy, ahora mismo: todo el tiempo.
Me voy de todo así y de mí desengañando,
sumiéndome en los hondos pozos del olvido
de mi biografía y soy, al fin, un libro en blanco,
libre de mi propia identidad, real y falsa,
libre de la realidad, que es un engaño.
Por eso, ven, ahora mismo, muerte mía,
a liberarme de mí mismo y los trabajos
de mi existencia, que es mi muerte verdadera;
dame tú la vida y déjame vivir acaso.”