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martes, 9 de abril de 2024

Cristo, espada en ristre

    Un fresco, único, en el mundo representa a Jesucristo enarbolando una espada. No es una blasfemia. La imagen está inspirada en las palabras del Cristo, que según Mateo X, 34,35 dijo literalmente: “No vine a traer la paz, sino la espada” (οὐκ ἦλθον βαλεῖν εἰρήνην, ἀλλὰ μάχαιραν). El fresco se halla en Kósovo, en el Monasterio cristiano y ortodoxo de Visoki Dechani, con una inscripción eslava que dice que la espada desenvainada que empuña el Cristo espadachín es cortadora de los pecados de los hombres, como si quisiera justificar la persecución de los pecados, pero no de los pecadores. 

    Que los seguidores de Cristo iban armados es una evidencia que surge de la atenta lectura de los evangelios: en Lucas 22.49-50, tras el beso de Judas, viendo los que estaban con él lo que iba a suceder, la detención y prisión, le preguntan al Maestro si debían usar ya las armas pasando a la acción: “¿Herimos con la espada?” Y de hecho, uno de ellos hirió a un siervo del sumo sacerdote y le rebanó la oreja derecha; en Juan 18.3,12 también se narra el hecho de que para detener a Jesús envían una cohorte romana, o, lo que es lo mismo, entre cuatrocientos y seiscientos legionarios al mando de un tribuno, despliegue militar que no se explica si los seguidores de Jesús fueran una banda desarmada y no estuvieran, algunos al menos, armados y constituyeran un peligro. 

    En el evangelio más antiguo, que es el de Marcos, no aparece ninguna condena de la violencia que sí se encuentra en los evangelios más tardíos de Mateo y de Lucas. Centrémonos en el de Mateo, que nos narra la misma anécdota de Lucas y el incidente de la oreja, con una condena explícita del hecho. Dice así: (Mateo 26.51-52): Uno de los que estaban con Jesús extendió la mano, y sacando la espada, hirió a un siervo del pontífice, cortándole una oreja. Jesús entonces le dijo: Vuelve tu espada a su lugar, pues quien toma la espada, a espada morirá. Evidentemente hay aquí una condena explícita de la violencia: el que a hierro mata, a hierro muere, pero es tardía, fruto de una época en que el cristianismo se había acomodado ya a la pax Romana e integrado en ella. Pero, además, en el mismo pasaje se lee a continuación: ¿O crees que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi disposición al punto más de doce legiones de ángeles? En el relato de Lucas, sin embargo, no está presente la condena de la violencia, sino un intento de arreglo de la situación curando Jesús la oreja del servidor del Sumo Sacerdote, y diciendo: Dejadles, no haya más.

    Está claro, por lo demás, que el famoso Dad la César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, según la interpretación de Gonzalo Puente Ojea (Fe cristiana, Iglesia, poder, Siglo Veintiuno de España Editores, Madrid, 1992), Jesús rechazaba el pago del impuesto censal per capita al Emperador, que era el signo fiscal indudable del sojuzgamiento político al que estaba sometido el pueblo judío. Los que le preguntan a Jesús ya conocen de antemano su actitud antirromana, y si le preguntan si es lícito es para tomarle por la palabra. Es una pregunta capciosa, cuya respuesta se espera que sea un rechazo del tributo. Jesús ante esa pregunta se encuentra en una situación embarazosa. Él solo reconoce un soberano, que es Dios. Astutamente toma un denario romano y pregunta de quién es la imagen que hay en él. Le dicen que es del César, pues su respuesta es que le den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Es una respuesta ambigua que suele interpretarse como que hay que pagar el tributo, pero los seguidores de Jesús saben que los bienes que pueden comprarse con ese denario romano, tanto cosas como servicios personales en Israel, pertenecen a Dios, porque es el pueblo elegido por Él, y, por lo tanto, no hay que dárselos al César. El rechazo de Jesús al pago del tributo aflora sin ambages en Lucas 23.2, donde se dice que los testigos convocados comenzaron a acusarle diciendo: “Hemos averiguado que éste subvierte a nuestra nación y prohíbe pagar los impuestos al César, y se llama a sí mismo Mesías”.
 
Cristo crucificado, Diego Velázquez (1632)

    Pero, para más inri, nunca mejor dicho, el título de lo alto de la cruz (INRI Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum) expresa a las claras que Jesús fue condenado a muerte acusado de sedición como cabecilla que era de un movimiento independetista mesiánico y visionario de fuerte raigambre religiosa, que prometía la pronta instauración del Reino de Dios, pretendiéndose Rey de los Judíos, cuando Judea era una provincia sometida al imperio romano.

sábado, 11 de noviembre de 2023

Capitalismo y anticapitalismo evangélicos

    Nuestro Señor Jesucristo nos da una sorprendente y exactísima definición del capitalismo, aunque pueda parecer mentira, que no lo es, en la parábola de las diez vírgenes, las cinco necias y las cinco prudentes pero egoístas como ellas solas, que se niegan a compartir el aceite de sus lámparas con las primeras, y la de los talentos, en la que el señor sólo premia a aquellos siervos que han incrementado el capital que les ha prestado, condenando al pobre que se limita a devolverle lo prestado a las tinieblas exteriores "donde habrá llanto y crujir de dientes". 
 
    Téngase en cuenta que en aquellos tiempos, que son estos mismos nuestros todavía pese a lo mucho que ha llovido desde entonces, ya había cambistas y banqueros -trapedsítes (τραπεζíτης) se decía en griego- que pagaban un interés -tókos (τόκος), en la lengua de Homero, que primariamente significa 'hijo', por aquello de que el dinero engendra y es capaz de dar a luz dinero y el interés es la criatura o producto del capital, con lo cual ya estaba funcionando el capitalismo avant la lettre en el esplendor de su apogeo. 
 
 

 
    Dice así la cita evangélica de Mateo (Mt. 25.29) porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Se define así, en efecto, el capitalismo como el sistema -perfectamente montado y eficaz- de dar cada vez más al que tenga mucho: y de quitar, al que poco tenga lo poco que tiene, y dárselo al que tuviera mucho. El capitalismo queda, pues, definido por Jesucristo como sistema que provoca el enriquecimiento de unos (pocos) a costa del empobrecimiento de otros (muchos). Y según dice el evangelista, que había sido banquero, y de hecho es su patrono, antes de fraile, el Reino de los Cielos se parece a dichas parábolas.  
 
    No sabemos si al que tiene mucho se le dará más en el Reino de los Cielos, pero sí sabemos, desde luego, que aquí en la Tierra sólo se le concede un préstamo al que tiene dinero y capacidad para ganarlo, y al que no tiene no se le presta ni un céntimo, como muy bien saben los banqueros. 
 
    Si el Reino de los Cielos se asemeja, como reza el evangelio,  a eso, estamos apañados: no es muy diferente de nuestro mundo con sus bancos y banqueros, capital e intereses. No sería más que una proyección de este viejo mundo terrenal. Parábolas son la de las vírgenes y los talentos, que no están retratando el Reino de los Cielos, sino el reino terrenal, y que si bien es verdad que pueden interpretarse en un sentido espiritual -de ahí la evolución misma del término “talento” en nuestras lenguas, que en principio era una moneda  que según algunos cálculos aproximativos equivalía a unos 21.600 gramos de plata, unos 15.336 euros actuales- tienen un significado material primario. 
 
Expulsión de los mercaderes del templo, El Greco (hacia 1600)
 
 
    Pero quizá el éxito del cristianismo y de su mensaje evangélico radica precisamente en la capacidad de afirmar algo, como lo anterior, que es una apología del capitalismo en toda regla, y su contrario, que es la condena del sistema capitalista de producción y la acumulación del capital. Recuérdense algunos de los dichos anticapitalistas de Jesucristo: «Bienaventurados los pobres de verdad, porque de ellos es ya el reino de los cielos» y «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos», «Vende todo lo que tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme» y tantos otros. 
 
    Esta ambigüedad propia del cristianismo ha hecho que se adapte camaleónicamente a todas las coyunturas históricas, explotándolas en beneficio de su proyecto de dominación.

lunes, 30 de mayo de 2022

Vidas ejemplares: Martín de Tours desenmascara al diablo (y II)

    Con ochenta discípulos fundó Martin de Tours un cenobio, es decir, un convento apartado del mundanal ruido donde vivieran en comunidad y retiro los monjes, y donde no existía la propiedad privada (nemo ibi quicquam proprium habebat) por lo que todas las cosas se ponían en común (omnia in medium conferebantur).

    Allí no había dinero que valiera, que había quedado abolido, porque no estaba permitido ni comprar ni vender nada (non emere aut uendere... quicquam licebat). Puso en práctica el santo varón la comunidad de bienes y la abolición efectiva del vil metal, lo que podría considerarse algo imposible, una utopía, que, sin embargo, contra lo que dice la etimología de la palabra, tuvo lugar y se llevó a cabo. 

    Podemos considerar que se trata de un hecho histórico, dada su verosimilitud, que, de ser cierto, y parece que lo es, viene a desmentir que sea una quimera imposible vivir sin dinero y sin la propiedad privada que el dinero proporciona. 

    La utopía tuvo lugar, al menos, históricamente en el monasterio medieval que fundó Martin de Tours en los alrededores de Poitiers, donde se estableció con sus discípulos y fundó el monasterio de Ligugé, que se considera el primero de la Galia cristiana, lo que ha venido a confirmar la arqueología al hallarse vestigios de ocupación en época galo-romana, por lo que pasa Martín de Tours por ser uno de los creadores del monacato primitivo en el país vecino. 

 Doble claustro de la abadía San Martín de Ligugé (Vienne, Francia)

     Martín de Tours fundó, además, según su hagiógrafo Sulpicio Severo, más iglesias y monasterios por doquier, intentando borrar siempre la huella preexistente del paganismo, tal era su fanático empeño: nam ubi fana destruxerat, statim ibi aut ecclesias aut monasteria construebat. 

    A menudo el diablo, nos dice la crónica, intentó burlar a Martín adoptando numerosísimas formas, no sólo masculinas como la de Júpiter o más a menudo la de Mercurio, el mensajero de los dioses (in Iouis personam, plerumque Mercuri), sino también femeninas transfigurándose ante él con los rostros de Venus y de Minerva (Veneris ac Mineruae... uoltibus). Él siempre se protegía de estos fantasmas diabólicos haciendo la señal de la cruz. 

    Pero el diablo, en otra ocasión, se presentó ante el santo varón en vuelto en una luminosidad purpúrea (luce purpurea), ataviado con un rico ropaje propio de un monarca (ueste etiam regia indutus) y con una corona de piedras preciosas y de oro (diademate ex gemmis auroque redimitus), de forma que pareciera cualquier personaje menos el que en realidad era, el mismísimo diablo. 

    Le dijo incluso al santo, mintiéndole: Christus ego sum. Yo soy Cristo. Y volvió a repetírselo. Pero el santo le dijo que no lo creía, que Cristo no podía presentársele así nunca, con esa arrogancia (in eo habitu formaque), sino mostrándole las huellas de su sufrimiento, los estigmas de la cruz (crucis stigmata). Ante lo cual, la imagen se desvaneció como el humo (ut fumus euanuit) y dejó en la celda del santo tal hedor (cellulam tanto foetore compleuit) que estaba claro que era el mismísimo demonio y no Cristo quien se le había aparecido, lo cual, dice Sulpicio Severo, el hagiógrafo de san Martín, es decir, el que convirtió a Martín en un santo al escribir su vida (uitam illius scribere), no debe ser juzgado fabuloso o ficticio porque él lo supo de boca del propio Martín (ex ipsius Martini ore cognoui). 

    Sin embargo, la noticia carece de todo rigor histórico. Aunque Sulpicio Severo la haya oído de labios del propio Martín, y se trate de un testimonio oral directo, no podemos considerar que haya sucedido dado su carácter sobrenatural; debe tratarse, más bien, de alguna alucinación crónica del propio Martín al que se le presentan en su imaginación, en primer lugar, las figuras de los dioses paganos que estaba empeñado en destruir, en forma de remordimientos de conciencia, y finalmente la del propio Cristo, que es un trasunto como descubre enseguida Martín del mismísimo Belcebú o, si se prefiere, Lucifer, que se desvanece como el humo cuando se descubre su identidad y deja un olor fétido, probablemente a azufre y huevos podridos en el aire. 

 San Martín desenmascarando al diablo

sábado, 28 de mayo de 2022

Vidas ejemplares: Martín de Tours (I)

     Escribe Sulpicio Severo entre los siglos IV y V de la era cristiana una biografía de Martín de Tours,  o más propiamente hagiografía, es decir una crónica literaria de la vida... de un santo: una santificación de una vida, la de san Martín. 

     Martín era un soldado romano de caballería que sirvió bajo las órdenes del emperador Juliano, el que sería luego conocido como el Apóstata. Cuenta  Sulpicio Severo que el padre de Martín, que llegó a ser tribuno militar de una legión romana, dado su ardor guerrero y fervor marcial, deseó para su hijo una brillante carrera de armas. Así pues, cuando nació le puso el nombre al niño de Martín, derivado del nombre del dios de la guerra, Marte.

    Se cuenta que Martín, mozo ya, disponía de un caballo y de un esclavo, que lejos de hacerse servir por él, era él quien le servía cuando comían juntos, y hasta le limpiaba las sandalias, lo que no dejaba de alimentar las bromas de sus camaradas, pues Martín, en lugar de comportarse con su escudero como con un esclavo, se comportaba con él como si fuera un hermano. Por otra parte, no se le conocían amoríos mujeriles.
    En el capítulo tercero nos cuenta la anécdota que ha hecho universalmente famoso a este personaje: En mitad de un invierno (media hieme) más riguroso de lo habitual, se encontró Martín, a la sazón joven soldado romano, en las puertas de la ciudad de Amiens en el norte de Francia, a un mendigo desnudo (pauperem nudum). que tiritaba de frío y pedía limosna. Martín no tenía ropa que ofrecerle para cubrir sus vergüenzas así que decidió compartir la capa militar con la que estaba revestido con aquel indigente: no tenía ninguna otra propiedad encima (nihil praeter clamydem, qua indutus erat, habebat). Desenvainada la espada (arrepto ferro), partió el manto por la mitad (mediam dividit), y le dio una parte al pobre (partemque eius pauperi tribuit), quedándose él con la otra mitad, de forma que protegiera sus cueros del crudo invierno, lo que provocó las risas de no pocos al ver al militar romano  entrar con media capa de esa guisa después en la ciudad.   La mitad de la capa le pertenecía a él –y él pertenecía al Imperio Romano- pero la otra mitad se la cedía al joven mendigo. 
San Martín y el mendigo, El Greco (1597-1599) 
    El Greco ha inmortalizado la escena: Martín, vestido como un anacrónico caballero medieval, con una armadura damasquinada típicamente toledana, cabalgando sobre un elegante caballo blanco, comparte la mitad de su capa con el mendigo desnudo. Son dos hombres jóvenes, bellos: contrasta la desnudez del limosnero que está de pie, a la izquierda de la composición, con la uniformidad de Martín, figura armoniosa y proporcionada, que monta a caballo, y que ha partido su capa verde con su espada desenvainada. Al fondo aparece el inevitable paisaje toledano, un cielo envuelto en tormentosas nubes.
    Una curiosidad filológica: el lugar donde se conservaba en Tours la capa de san Martín se hizo tan popular –de hecho en la Edad Media, junto a Roma, Santiago o Jerusalén– era el cuarto lugar de peregrinación, que la capella o capilla, esto es, la pequeña capa, por alusión al pedazo de su manto que San Martín había dado al pordiosero y al oratorio donde se conservaba dicha reliquia, ha dado lugar al término capilla para designar un edificio pequeño destinado al culto. 
 
 
  San Martín y el mendigo, Gustave Moreau (1882)
 

     De cappella deriva además de capilla, capellán. Y de cappa nos vienen también: capear, capeo, caperuza, capirote, capote, y, por lo que parece, también el verbo escapar, que procede, según el maestro Corominas, del latín vulgar *excappare, con el significado de salirse de un estorbo, derivado de cappa "capa", porque la capa, además de protegernos del frío,  embaraza el movimiento. En vano tratará Martín de escapar, nunca mejor dicho, de los honores que le aguardaban.
    Cuenta el hagiógrafo, que habiendo muerto el obispo de Tours y habiéndose divulgado la hazaña de Martín, los habitantes de la ciudad francesa pensaron en él para nombrarlo obispo, pero él, que era un hombre humilde que rechazaba esos honores, decidió esconderse. Quería, de alguna forma, pasar desapercibido por sus conciudadanos. No se sentía llamado a la carrera de los honores eclesiásticos, ni en rigor tampoco a la de las armas, como luego se constatará. Por eso se escondió en la ciudad en un corral. Los habitantes de Tours lo buscaron en la noche con sus farolillos encendidos, pero no lo encontraban, hasta que el griterío indiscreto de los gansos lo delató: una vez descubierto por la delación de las ocas, fue nombrado obispo de Tours.

 "Por traidor va el ganso al asador"
    Existe la tradición, sobre todo en Alemania y en Austria, por lo que se nos alcanza, de sacrificar un ganso el día de San Martín, que es el 11 de noviembre según el santoral cristiano. También ese día los niños construyen farolillos y los encienden por la noche para buscar al santo… Son pervivencias populares de una leyenda que se hunde en la noche medieval de los tiempos: el pueblo reconoce la valía del hombre que se niega a los honores y al ejercicio del Poder, el pueblo valora su humildad, y, de alguna forma, castiga a los gansos por su delación sacrificándolos y comiéndolos ese día. En efecto, por su cacareo delator el santo fue descubierto y no pudo pasar desapercibido como quería
    Alrededor de diez millones de gansos acaban sus días en el asador el 11 de noviembre. Una leyenda en torno al obispo de Tours, el buen San Martín, lo explica: “Sie haben Sankt Martin verraten, drum musen sie jetzt braten” lo que significa que traicionaron a San Martín y por eso deben ser asados.  Por traidor va el ganso al asador.
    En España la fecha del 11 de noviembre coincide con la tradicional matanza del cerdo, por lo que se populariza el dicho de que “a cada cerdo le llega su San Martín”. 

San Martín, con aureola de santo y cruz, renuncia a las armas  
 
    Cuenta Sulpicio también, que cuando los bárbaros se disponían a invadir las Galias, el emperador Juliano solicitó los servicios de Martín, que le contestó: Christi ego miles sum: pugnare mihi non licet. Soy soldado de Cristo: no me está permitido luchar. El emperador, la víspera de la batalla, lo acusó de cobardía y de que rechazaba el ejército no por escrúpulos religiosos de objeción de conciencia, sino por miedo a la muerte y amilanamiento, reprochándole también el mal ejemplo que daba a la tropa. Martín entonces dijo que no era un pusilánime y como prueba de ello afirmó que acudiría al día siguiente a la primera línea de combate completamente desarmado, iría al encuentro del enemigo sin armas ofensivas pero defensivas tampoco. Al día siguiente los bárbaros enviaron emisarios a pedir la paz: se entregaban ellos mismos y todas sus posesiones al emperador romano porque no les cabía la menor duda de que la victoria sería para aquellos que se atrevían a luchar sin armas, así que se rendían.

domingo, 12 de septiembre de 2021

Nuestra Señora de las Golondrinas

"Nuestra Señora de las Golondrinas" es un relato breve de la escritora Marguerite Yourcenar, incluido en su colección "Cuentos Orientales" de 1938. El argumento nació de la propia imaginación de la escritora y de su deseo de explicar el nombre fascinante de una pequeña capilla de la región de Atenas. 



La ermita, situada entre modernas autovías, dentro de una zona industrial  de un suburbio de Atenas, no tenía nada de particular en cuanto a arte o historia, salvo el poder evocador de su nombre, consagrada como está a la Virgen de las Golondrinas. Pero eso poco importa. El caso es que Marguerite Yourcenar ha creado un relato para una ermita que carecía de él, que se ha convertido en leyenda del acervo cultural griego moderno, lo que constituye una prueba del gran talento literario de esta mujer, amante y gran conocedora del mundo clásico grecorromano.

Lo habitual suele ser lo contrario, que los escritores se basen en leyendas populares de tradición oral para revestirlas de un ropaje literario, pero en este caso la escritora le ha regalado al pueblo un cuento maravilloso que se ha convertido enseguida en leyenda, una historia tan bella y tan convincente que los griegos han hecho suya enseguida, una historia que si no sucedió de verdad no es porque no lo mereciera.

Prueba de ello es que se ha convertido ahora en una novela gráfica, en un cómic de Yorgos Tsiamantas, basado en la traducción que Yoanna Chatzinicoli hizo al griego de la escritora belga en lengua francesa. El comic ha visto la luz gracias al financiamiento participativo (o "crowdfunding" en la lengua del Imperio), que nosotros prodríamos denominar micromecenazgo, siguiendo nuestra tradición clásica y evocando la figura de Mecenas, el protector de las artes y de los artistas, y recogiendo de la lengua de Homero el prefijo "micro-", para referirnos a un fenómeno moderno que consiste en financiar una obra gracias a las pequeñas (eso es lo que significa el adjetivo griego mikrós) aportaciones económicas de cientos o millares de internautas interesados en ese proyecto.


La Virgen de las Golondrinas es la historia del monje Terapión, un cristiano fanático originario de Egipto, un lugar de violentos combates entre el paganismo y la nueva fe monoteísta,  que llega al Ática a comienzos de la Edad Media, una época en la que el cristianismo incipiente se imponía como religión dominante, intentando desplazar las creencias paganas del mundo grecorromano todavía arraigadas en la gente, que coexistían, de hecho, con la moral del crucificado.    


Pero nuestro anciano monje Terapión no soporta la pervivencia de los ritos paganos. Poco a poco va sintiendo la presencia invisible de dioses, ninfas,  hadas y espíritus sin nombre de una naturaleza perturbadora opuesta a su serio, taciturno y ascético cristianismo forjado en el desierto. Siente su aliento, oye sus pasos gráciles y poderosos tras él cuando va a oficiar la misa...

 

Convence a sus feligreses, armados de picos y palas,  para que cierren la gruta donde vivían las pecaminosas ninfas, que simbolizan la naturaleza personificada en espíritus femeninos, volubles como las linfas de las aguas, para que no puedan salir y mueran aprisionadas. Los feligreses así lo hacen y construyen a la entrada de la gruta una pequeña capilla adosada a la ladera de la colina.  

El anciano monje planta en la capilla un Cristo muy grande, pintado en una cruz de brazos iguales, y las Ninfas, que sólo sabían sonreír, retrocedían espantadas y horrorizadas ante aquella imagen del Crucificado.  

(Le cedo la palabra a Marguerite Yourcenar, que concluye el relato con un sorprendente final).

Al atardecer de aquel día vio a una mujer que venia hacia él por el sendero. Caminaba con la cabeza baja, un poco encorvada; su manto y su pañuelo eran negros, pero un resplandor misterioso se abría paso a través de la tela oscura; como si la noche se hubiera echado sobre la mañana. Aunque era muy joven, tenía la gravedad, la lentitud y la dignidad de una anciana, y su suavidad era como la del racimo de uvas maduras  y la de la flor perfumada. Al pasar ante la capilla miró atentamente al monje, que se sintió perturbado en sus oraciones.

–Este sendero no lleva a ninguna parte, mujer –le dijo–. ¿De dónde vienes?

–Del Este, como la mañana –respondió la joven–. ¿Y qué haces tú aquí, anciano monje?

–He emparedado en esa gruta a las ninfas que aún infestaban la comarca –dijo el monje–, y delante de la boca de su antro he levantado una capilla, que no se atreven a atravesar para huir porque están desnudas, y a su manera tienen temor de Dios. Espero a que se mueran de hambre y de frío en su caverna, y cuando esto ocurra, la paz de Dios reinará sobre los campos.

–¿Quién te dice que la paz de Dios no se extiende a las ninfas igual que a las corzas y a los rebaños de cabras? –respondió la joven–. ¿No sabes que en el momento de la Creación Dios se olvidó de dar alas a ciertos ángeles, que cayeron a la tierra y se establecieron en los bosques, donde formaron la raza de las ninfas y de los faunos? Otros se instalaron en una montaña, donde se convirtieron en los dioses olímpicos. No exaltes, como los paganos, la criatura en detrimento del Creador, pero tampoco te escandalices con Su obra. Y agradece a Dios, con todo tu corazón, que haya creado a Diana y Apolo.

–Mi espíritu no se eleva tan alto –dijo humildemente el viejo monje–. Las ninfas turban a mis fieles y ponen en peligro su salvación, de la que soy responsable ante Dios, y por eso las perseguiré hasta el mismo infierno, si hace falta.

–Y eso celo se te tendrá en cuenta, honrado monje –dijo, sonriendo, la joven–. Pero, ¿no se te ocurre un medio de conciliar la vida de las ninfas y la salvación de tus fieles?

Su voz era dulce como la melodía de una flauta. El monje, inquieto, agachó la cabeza. La joven posó una mano en su hombro y le dijo gravemente.

–Monje, déjame entrar en esa gruta. Me gustan las grutas, y compadezco a los que buscan amparo en ellas. En una gruta traje yo al mundo a mi Hijo, y también en una gruta lo confié sin temor a la muerte, a fin de que volviera a nacer en su Resurrección.

El anacoreta se apartó para dejarla pasar. Sin vacilar, ella se dirigió hacia la entrada de la caverna,  oculta tras el altar. La gran cruz tapaba el umbral; la apartó con cuidado, como un objeto familiar, y se deslizó en el antro.

Se oyeron en las tinieblas gemidos aún más agudos, gorjeos, y un como batir de alas. La joven hablaba a las ninfas en una lengua desconocida, que era acaso la de las aves o la de los ángeles. Al cabo de un momento reapareció al lado del monje, que no había parado de rezar.

–Mira, monje –le dijo–, y escucha.

Innumerables chillidos estridentes salían de debajo de su manto. Apartó las puntas, y el monje Terapión vio que llevaba, entre los pliegues de su vestido, centenares de jóvenes golondrinas. Abrió ampliamente los brazos, como una mujer en oración, dejando volar a los pájaros. Después dijo, y su voz era clara como el sonido de un arpa.

–Salid, hijas mías.

Las golondrinas,  liberadas,  volaron en el cielo de la tarde, dibujando con el pico y sus alas signos indescifrables. El anciano y la joven las siguieron un momento con la mirada; después, la viajera le dijo al solitario:

–Volverán todos los años, y tú les darás asilo en mi iglesia. Adiós, Terapión.

Y María se marchó por el sendero que no conducía a ninguna parte, como mujer a la que le importa poco que los caminos terminen, puesto que conoce el modo de caminar por el cielo. El monje Terapión bajó al pueblo, y al otro día, cuando subió a celebrar la misa, la gruta de las ninfas estaba tapizada de nidos de golondrinas. Volvieron todos los años; iban y venían por la iglesia, ocupadas en alimentar a sus crías o en consolidar sus casas de arcilla, y a menudo el monje Terapión interrumpía sus plegarias para observar con enternecimiento sus amores y sus juegos, pues lo que les está prohibido a las ninfas se les permite a las golondrinas.


 

sábado, 10 de julio de 2021

La cruz de san Andrés

    Era Andrés hermano de Pedro, pescadores ambos, a los que Jesús les hizo sus discípulos diciéndoles que serían "pescadores de hombres" (en griego ἁλιεῖς ἀνθρώπων, halieís anthrópon). Fue Andrés quién reconoció el primero en Jesús al mesías, por lo que se lo llamó en griego Protocleto, el primer llamado, y quien se convirtió en su fervoroso discípulo, hasta el punto de haber sufrido el mismo suplicio que el Maestro: la crucifixión. 
 
    Pero igual que su hermano Pedro, pidió que no le crucificaran en una cruz como la de Jesús, por lo que le amarraron, según la leyenda en Patrás, capital de la provincia romana de Acaya, en Grecia, en una “crux decussata”, es decir, con forma de aspa, una cruz que se conoce desde entonces como cruz de san Andrés. En ella estuvo padeciendo durante tres días que aprovechó para predicar e instruir en la fe cristiana a todos los que se le acercaban. 
 

Tripalium, origen etimológico de la palabra "trabajo". 

    Al apóstol se le atribuyen estas palabras: “¡Salve Santa Cruz, tan deseada, tan amada! Sácame de entre los hombres y entrégame a mi Maestro y Señor, para que yo, de ti, reciba al que por ti me salvó!
 
    Esta cruz, con color rojo y anaranjado, formó parte de los sambenitos de los condenados por la Inquisición, bordada en la espalda y en el pecho. También fue ampliamente utilizada en vexilología y heráldica. 
 
    En el siglo XVI, Teresa de Avila, alias santa Teresa de Jesús, la mística, escribe un poema dedicado a San Andrés sobre el estribillo "¡qué gozo nos da verte!", abordando la temática de la muerte jubilosa y del sufrimiento placentero en el que no falta el deleite masoquista: 
 
Santa Teresa de Jesús, José de Ribera (1630)
 
Si el padecer con amor / puede dar tan gran deleite, / ¡qué gozo nos dará el verte!
 
¿Qué será cuando veamos / a la inmensa y suma luz, / pues de ver Andrés la cruz / se pudo tanto alegrar? / ¡Oh, que no puede faltar / en el padecer deleite! / ¡Qué gozo nos dará el verte!
 
El amor cuando es crecido / no puede estar sin obrar, / ni el fuerte sin pelear, / por amor de su querido. / Con esto le habrá vencido, / y querrá que en todo acierte. / ¡Qué gozo nos dará el verte! 
 
Pues todos temen la muerte, / ¿cómo te es dulce el morir? / ¡Oh, que voy para vivir / en más encumbrada suerte! / ¡Oh mi Dios, que con tu muerte / al más flaco hiciste fuerte! / ¡Qué gozo nos dará el verte!
 
¡Oh cruz, madero precioso, / lleno de gran majestad! / Pues siendo de despreciar, / tomaste a Dios por esposo, / a ti vengo muy gozoso, / sin merecer el quererte. / Esme muy gran gozo el verte.

viernes, 3 de julio de 2020

Volverse y hacerse como niños

Dijo una vez Jesús a sus discípulos (Mateo, 18:03): “En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”. 

¿Que es ese Reino de los Cielos, regnum coelorum o regnum Dei  que Jesús promete a sus discípulos si se vuelven como niños? Ante todo es un reino futuro, en el que todavía no ha entrado nadie. Futuro hay que entenderlo en el sentido de negación de la realidad y del presente, negación del aquí y el ahora, del espacio y el tiempo,  pero que está en verdad aquí y ahora,  dentro de lo íntimo de los corazones,  en la añoranza del paraíso perdido, una jauja feliz, como dice Antonio Piñero, aludiendo al mítico valle de Perú, célebre por su prosperidad y su abundancia. 

No perdamos de vista el contexto en el que se enmarca el versículo. Los discípulos le han preguntado al maestro quién será el más grande en el reino de los cielos (quis, putas, maior est in regno caelorum?), y él, llamando a sí a un niño y poniéndolo en medio de ellos, les responde que hasta que uno no se haga muy pequeño (paruulus) como ese niño no será el más grande, es decir, que para ser maior, el más grande, hay que hacerse paruulus, muy pequeño, por muy contradictorio que parezca, como un niño chico de pequeño.  
"Dejad que los niños vengan a mí... Pues de los tales es el reino de Dios".

Jesús, que no era cristiano todavía,  contradecía así al Cristo futuro de la fe creado e inventado por el que sería su fiel seguidor y el verdadero fundador de la religión que acabó llamándose cristianismo y la iglesia católica, Pablo de Tarso; en rigor, el primer cristiano. 


Pablo, en efecto, escribe en la primera carta a los corintios (13:11) “Cuando yo era niño hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre, me despojé de las niñerías”.


Hay, por otra parte, otra contradicción entre lo que predicaba Jesús, el advenimiento futuro del Reino de Dios o de los Cielos que debía producirse en aquella misma generación, y la predicación de la Iglesia paulina, que tras la muerte de Jesús y ante el retraso del fin del mundo, afirma que ese Reino ya está presente en la Tierra, porque de esta manera soluciona el problema de la fallida parusía, es decir, de la definitiva venida de Jesús que pondría punto final a la historia humana. 

Pero, volviendo al texto de Pablo, no todos dejamos atrás las niñerías, aunque tengamos edad de sobra para hacerlo y haberlo hecho ya. ¿Será acaso una enfermedad? Es más que posible. 

No sería raro que las autoridades sanitarias de este mundo, que velan por nuestra salud más que nosotros mismos, que somos unos irresponsables, nos advirtieran de los riesgos que conlleva esta nueva patología de infantilismo, que en realidad es más vieja que el catarro, para el sistema inmunitario de nuestra propia identidad personal. ¿No podrían implementar, como dicen ellos, las medidas oportunas para que esa enfermedad infecciosa no se contagie a la sociedad?