"Nuestra Señora de las Golondrinas" es un relato breve de la escritora
Marguerite Yourcenar, incluido en su colección "Cuentos Orientales" de
1938. El argumento nació de la propia imaginación de la escritora y de su
deseo de explicar el nombre fascinante de una pequeña capilla de la
región de Atenas.
La ermita, situada
entre modernas autovías, dentro de una zona industrial de un suburbio de Atenas, no tenía nada de particular en cuanto a arte o historia, salvo el poder evocador de su
nombre, consagrada como está a la Virgen de las Golondrinas.
Pero eso poco importa. El caso es que Marguerite Yourcenar ha creado
un relato para una ermita que carecía de él, que se ha convertido
en leyenda del acervo cultural griego moderno, lo que constituye una prueba del
gran talento literario de esta mujer, amante y gran conocedora del mundo
clásico grecorromano.
Lo habitual suele ser lo contrario, que los escritores se basen en
leyendas populares de tradición oral para revestirlas de un ropaje
literario, pero en este caso la escritora le ha regalado al pueblo un
cuento maravilloso que se ha convertido enseguida en leyenda, una
historia tan bella y tan convincente que los griegos han hecho suya
enseguida, una historia que si no sucedió de verdad no es porque no lo
mereciera.
Prueba de ello es que se ha convertido ahora en una novela gráfica, en
un cómic de Yorgos Tsiamantas, basado en la traducción que Yoanna
Chatzinicoli hizo al griego de la escritora belga en lengua francesa. El
comic ha visto la luz gracias al financiamiento participativo (o
"crowdfunding" en la lengua del Imperio), que nosotros prodríamos
denominar micromecenazgo, siguiendo nuestra tradición clásica y
evocando la figura de Mecenas, el protector de las artes y de los
artistas, y recogiendo de la lengua de Homero el prefijo "micro-", para
referirnos a un fenómeno moderno que consiste en financiar una obra
gracias a las pequeñas (eso es lo que significa el adjetivo griego mikrós) aportaciones económicas de cientos o millares de internautas
interesados en ese proyecto.
La Virgen de las Golondrinas es la historia del monje
Terapión, un cristiano fanático originario de Egipto, un lugar de violentos
combates entre el paganismo y la nueva fe monoteísta, que
llega al Ática a comienzos de la Edad Media, una época en
la que el cristianismo incipiente se imponía como religión dominante,
intentando desplazar las creencias paganas del mundo grecorromano
todavía arraigadas en la gente, que coexistían, de hecho,
con la moral del crucificado.
Pero nuestro anciano monje Terapión no soporta la
pervivencia de los ritos paganos. Poco a
poco va sintiendo la presencia invisible de dioses, ninfas, hadas y espíritus sin nombre de una naturaleza
perturbadora opuesta a su serio, taciturno y ascético cristianismo forjado en el desierto. Siente su aliento, oye
sus pasos gráciles y poderosos tras él cuando va a oficiar la misa...
Convence a sus feligreses, armados de picos y palas,
para que cierren la gruta donde vivían
las pecaminosas ninfas, que simbolizan la naturaleza personificada en espíritus femeninos,
volubles como las linfas de las aguas, para que no puedan salir y
mueran aprisionadas. Los feligreses así lo hacen y construyen a la entrada de la gruta una
pequeña capilla adosada a la ladera de la colina.
El anciano monje planta en la capilla un Cristo muy
grande, pintado en una cruz de brazos iguales, y las Ninfas, que sólo sabían
sonreír, retrocedían espantadas y horrorizadas ante aquella imagen del Crucificado.
(Le cedo la palabra a Marguerite Yourcenar, que concluye el relato con un sorprendente final).
Al atardecer de aquel día vio a una mujer
que venia hacia él por el sendero. Caminaba con la cabeza baja, un poco
encorvada; su manto y su pañuelo eran negros, pero un resplandor misterioso se abría
paso a través de la tela oscura; como si la noche se hubiera echado sobre la
mañana. Aunque era muy joven, tenía la gravedad, la lentitud y la dignidad de
una anciana, y su suavidad era como la del racimo de uvas maduras y la de la flor perfumada. Al pasar ante la
capilla miró atentamente al monje, que se sintió perturbado en sus oraciones.
–Este sendero no lleva a ninguna parte,
mujer –le dijo–. ¿De dónde vienes?
–Del Este, como la mañana –respondió la
joven–. ¿Y qué haces tú aquí, anciano monje?
–He emparedado en esa gruta a las ninfas que
aún infestaban la comarca –dijo el monje–, y delante de la boca de su antro he
levantado una capilla, que no se atreven a atravesar para huir porque están
desnudas, y a su manera tienen temor de Dios. Espero a que se mueran de hambre
y de frío en su caverna, y cuando esto ocurra, la paz de Dios reinará sobre los
campos.
–¿Quién te dice que la paz de Dios no se
extiende a las ninfas igual que a las corzas y a los rebaños de cabras?
–respondió la joven–. ¿No sabes que en el momento de la
Creación Dios se olvidó de dar alas a ciertos ángeles, que cayeron
a la tierra y se establecieron en los bosques, donde formaron la raza de las
ninfas y de los faunos? Otros se instalaron en una montaña, donde se
convirtieron en los dioses olímpicos. No exaltes, como los paganos, la criatura
en detrimento del Creador, pero tampoco te escandalices con Su obra. Y agradece
a Dios, con todo tu corazón, que haya creado a Diana y Apolo.
–Mi espíritu no se eleva tan alto –dijo
humildemente el viejo monje–. Las ninfas turban a mis fieles y ponen en peligro
su salvación, de la que soy responsable ante Dios, y por eso las perseguiré
hasta el mismo infierno, si hace falta.
–Y eso celo se te tendrá en cuenta, honrado monje
–dijo, sonriendo, la joven–. Pero, ¿no se te ocurre un medio de conciliar la
vida de las ninfas y la salvación de tus fieles?
Su voz era dulce como la melodía de una flauta.
El monje, inquieto, agachó la cabeza. La joven posó una mano en su hombro y le
dijo gravemente.
–Monje, déjame entrar en esa gruta. Me
gustan las grutas, y compadezco a los que buscan amparo en ellas. En una gruta
traje yo al mundo a mi Hijo, y también en una gruta lo confié sin temor a la
muerte, a fin de que volviera a nacer en su Resurrección.
El anacoreta se apartó para dejarla pasar.
Sin vacilar, ella se dirigió hacia la entrada de la caverna, oculta tras el altar. La gran cruz tapaba el
umbral; la apartó con cuidado, como un objeto familiar, y se deslizó en el
antro.
Se oyeron en las tinieblas gemidos aún más
agudos, gorjeos, y un como batir de alas. La joven hablaba a las ninfas en una
lengua desconocida, que era acaso la de las aves o la de los ángeles. Al cabo
de un momento reapareció al lado del monje, que no había parado de rezar.
–Mira, monje –le dijo–, y escucha.
Innumerables chillidos estridentes salían de
debajo de su manto. Apartó las puntas, y el monje Terapión vio que llevaba,
entre los pliegues de su vestido, centenares de jóvenes golondrinas. Abrió
ampliamente los brazos, como una mujer en oración, dejando volar a los pájaros.
Después dijo, y su voz era clara como el sonido de un arpa.
–Salid, hijas mías.
Las golondrinas, liberadas, volaron en el cielo de la tarde, dibujando con
el pico y sus alas signos indescifrables. El anciano y la joven las siguieron
un momento con la mirada; después, la viajera le dijo al solitario:
–Volverán todos los años, y tú les darás
asilo en mi iglesia. Adiós, Terapión.
Y María se marchó por el sendero que no
conducía a ninguna parte, como mujer a la que le importa poco que los caminos
terminen, puesto que conoce el modo de caminar por el cielo. El monje Terapión bajó
al pueblo, y al otro día, cuando subió a celebrar la misa, la gruta de las
ninfas estaba tapizada de nidos de golondrinas. Volvieron todos los años; iban y
venían por la iglesia, ocupadas en alimentar a sus crías o en consolidar sus
casas de arcilla, y a menudo el monje Terapión interrumpía sus plegarias para
observar con enternecimiento sus amores y sus juegos, pues lo que les está
prohibido a las ninfas se les permite a las golondrinas.