Mostrando entradas con la etiqueta Gonzalo Puente Ojea. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Gonzalo Puente Ojea. Mostrar todas las entradas

martes, 9 de abril de 2024

Cristo, espada en ristre

    Un fresco, único, en el mundo representa a Jesucristo enarbolando una espada. No es una blasfemia. La imagen está inspirada en las palabras del Cristo, que según Mateo X, 34,35 dijo literalmente: “No vine a traer la paz, sino la espada” (οὐκ ἦλθον βαλεῖν εἰρήνην, ἀλλὰ μάχαιραν). El fresco se halla en Kósovo, en el Monasterio cristiano y ortodoxo de Visoki Dechani, con una inscripción eslava que dice que la espada desenvainada que empuña el Cristo espadachín es cortadora de los pecados de los hombres, como si quisiera justificar la persecución de los pecados, pero no de los pecadores. 

    Que los seguidores de Cristo iban armados es una evidencia que surge de la atenta lectura de los evangelios: en Lucas 22.49-50, tras el beso de Judas, viendo los que estaban con él lo que iba a suceder, la detención y prisión, le preguntan al Maestro si debían usar ya las armas pasando a la acción: “¿Herimos con la espada?” Y de hecho, uno de ellos hirió a un siervo del sumo sacerdote y le rebanó la oreja derecha; en Juan 18.3,12 también se narra el hecho de que para detener a Jesús envían una cohorte romana, o, lo que es lo mismo, entre cuatrocientos y seiscientos legionarios al mando de un tribuno, despliegue militar que no se explica si los seguidores de Jesús fueran una banda desarmada y no estuvieran, algunos al menos, armados y constituyeran un peligro. 

    En el evangelio más antiguo, que es el de Marcos, no aparece ninguna condena de la violencia que sí se encuentra en los evangelios más tardíos de Mateo y de Lucas. Centrémonos en el de Mateo, que nos narra la misma anécdota de Lucas y el incidente de la oreja, con una condena explícita del hecho. Dice así: (Mateo 26.51-52): Uno de los que estaban con Jesús extendió la mano, y sacando la espada, hirió a un siervo del pontífice, cortándole una oreja. Jesús entonces le dijo: Vuelve tu espada a su lugar, pues quien toma la espada, a espada morirá. Evidentemente hay aquí una condena explícita de la violencia: el que a hierro mata, a hierro muere, pero es tardía, fruto de una época en que el cristianismo se había acomodado ya a la pax Romana e integrado en ella. Pero, además, en el mismo pasaje se lee a continuación: ¿O crees que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi disposición al punto más de doce legiones de ángeles? En el relato de Lucas, sin embargo, no está presente la condena de la violencia, sino un intento de arreglo de la situación curando Jesús la oreja del servidor del Sumo Sacerdote, y diciendo: Dejadles, no haya más.

    Está claro, por lo demás, que el famoso Dad la César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, según la interpretación de Gonzalo Puente Ojea (Fe cristiana, Iglesia, poder, Siglo Veintiuno de España Editores, Madrid, 1992), Jesús rechazaba el pago del impuesto censal per capita al Emperador, que era el signo fiscal indudable del sojuzgamiento político al que estaba sometido el pueblo judío. Los que le preguntan a Jesús ya conocen de antemano su actitud antirromana, y si le preguntan si es lícito es para tomarle por la palabra. Es una pregunta capciosa, cuya respuesta se espera que sea un rechazo del tributo. Jesús ante esa pregunta se encuentra en una situación embarazosa. Él solo reconoce un soberano, que es Dios. Astutamente toma un denario romano y pregunta de quién es la imagen que hay en él. Le dicen que es del César, pues su respuesta es que le den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Es una respuesta ambigua que suele interpretarse como que hay que pagar el tributo, pero los seguidores de Jesús saben que los bienes que pueden comprarse con ese denario romano, tanto cosas como servicios personales en Israel, pertenecen a Dios, porque es el pueblo elegido por Él, y, por lo tanto, no hay que dárselos al César. El rechazo de Jesús al pago del tributo aflora sin ambages en Lucas 23.2, donde se dice que los testigos convocados comenzaron a acusarle diciendo: “Hemos averiguado que éste subvierte a nuestra nación y prohíbe pagar los impuestos al César, y se llama a sí mismo Mesías”.
 
Cristo crucificado, Diego Velázquez (1632)

    Pero, para más inri, nunca mejor dicho, el título de lo alto de la cruz (INRI Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum) expresa a las claras que Jesús fue condenado a muerte acusado de sedición como cabecilla que era de un movimiento independetista mesiánico y visionario de fuerte raigambre religiosa, que prometía la pronta instauración del Reino de Dios, pretendiéndose Rey de los Judíos, cuando Judea era una provincia sometida al imperio romano.

miércoles, 19 de agosto de 2020

España esperpéntica

La palabra “esperpento”, de origen incierto pero de reciente raigambre familiar, significa en principio “persona o cosa muy fea”, documentada como está hacia 1878. A finales del siglo XIX se utiliza como metáfora de “desatino literario”, hasta que don Ramón María del Valle-Inclán la reivindica como dnominación del género literario propio que crea y que deforma la realidad acentuando sus rasgos más grotescos. 

El adjetivo “esperpéntico” nos viene como anillo al dedo para calificar la situación que vive España que, tras la fuga del rey emérito, que además de cazador de osos y elefantes y acérrimo defensor de la tauromaquia era presidente honorífico de la WWF, una de las mayores organizaciones mundiales dedicadas a la conservación de la naturaleza, se plantea una cuestión tan nimia cómo la de escoger entre una forma política de sumisión u otra, entre monarquía o república. 


El rey emérito, cuyas andanzas sirven ahora a los medios de comunicación para desviar la atención de la grave crisis sanitaria y económica que padecemos, hizo una fulgurante aparición estelar en la televisión nocturna durante el golpe de Estado del 23-F, lo que le valió el título honorífico de salvador de la patria y la democracia, haciendo que le rindieran pleitesía todos sus vasallos, incluso aquellos que le llamaban Juan Carlos el Breve, aun cuando su verdadero papel fuera más que dudoso. 

Juan Carlos “el campechano”, el de los accidentes domésticos, el mujeriego, el misterioso motorista que se quita el casco y se descubre en cualquier gasolinera, ha sido el rey de una época en la que la política cedió, sumisa, a la economía. 

En el libro “La Cruz y la Corona. Las dos hipotecas de la Historia de España”, de Gonzalo Puente Ojea (1924-2017), publicado por editorial Txalaparta en 2011, se puede leer este magnífico retrato del Emérito (págs. 269-271): “...ocurrió que me quedé al frente de la Embajada de Atenas en funciones de Encargado de Negocios interino, en el otoño de 1962, cuando Juan Carlos de Borbón y su esposa se habían residenciado en aquella capital, en espera de que el Caudillo de España decidiese su futuro inmediato, en el contexto de la perspectiva de una probable ascensión al trono. Durante este tiempo se sucedieron abundantes y largos diálogos, casi todos de contenido político, que siempre con gran respeto y cordialidad me permitieron conocer a fondo la mentalidad y opiniones del Príncipe: su admiración sin límites a la persona y por la obra política del Caudillo. En cuanto a la persona, me dijo que era como su “segundo padre” (…) En cuanto a la obra, ensalzó una y otra vez la grandiosa transformación material y social de España, acusando su mentalidad exclusivamente pragmática, todo en la línea del “desarrollismo” de López Rodó o del “Estado de obras” de Fernández de la Mora. Lo que más le interesaba eran el estado de las Fuerzas Armadas, y en general lo relacionado con lo militar, y su dedicación al deporte, y al uso de máquinas de gran tecnología -aviones, automóviles, naves de guerra o competición. En marcado contraste con la personalidad del Conde de Barcelona, hombre apasionado por la política y por la historia contemporánea española, Juan Carlos jamás me habló de estos temas, y me pareció que pasaba olímpicamente de los graves problemas recientes y actuales de la nación, o del pasado trágico del pueblo español; por el contrario, su juicio sobre las personas que contaban en el escenario político -juicios que expresaba con su lenguaje abierto, colorista y popular- coincidía con la actitud favorable o desfavorable a sus aspiraciones a reinar. En rigor, pude apreciar con consternación que se trataba de un joven apolítico, egoísta y de su generación, orientado solo por sus apetencias dinásticas y sus aficiones lúdicas, y con bajísimo nivel cultural.  

Retrato de la familia de Juan Carlos I, Antonio López (2014)

Pero la preocupación que dejó en mi ánimo -y que confirmaron mis ulteriores conversaciones con él- fueron dos: su avidez de dinero, quizá generada en las relativas estrecheces de su niñez; y su absoluta ignorancia de las razones que condujeron a su abuelo paterno al exilio, más su insensibilidad ante la herencia de miseria y persecución que habían sufrido los perdedores de la feroz guerra civil y seguían padeciendo en el plano de la libertad de pensamiento y de expresión cuantos exigían legítimamente la supresión de la Dictadura, de la que él era el Delfín, para instaurar de nuevo una verdadera Constitución democrática elaborada por Cortes Constituyentes elegidas directamente por el pueblo.” 

No pretendo hacer un análisis de cuál es la forma preferible de Estado. Creo que en el fondo da lo mismo porque es indiferente. Monarquía y república son, grosso modo, las dos caras de una misma moneda, que es el Estado. Si la república le conviene en un momento dado a la clase política y económicamente dominante, habrá república. Por ahora parece que no es el caso, dado que estamos asistiendo a un relanzamiento de la imagen de la corona, centrándose en la figura de Felipe VI. Pero en realidad a los españoles, obedientes y sumisos, les da igual, están dispuestos a votar lo que les manden eligiendo entre la falsa opción de izquierda o derecha, y, si se presenta el caso, entre la monarquía o la república.