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miércoles, 19 de agosto de 2020

España esperpéntica

La palabra “esperpento”, de origen incierto pero de reciente raigambre familiar, significa en principio “persona o cosa muy fea”, documentada como está hacia 1878. A finales del siglo XIX se utiliza como metáfora de “desatino literario”, hasta que don Ramón María del Valle-Inclán la reivindica como dnominación del género literario propio que crea y que deforma la realidad acentuando sus rasgos más grotescos. 

El adjetivo “esperpéntico” nos viene como anillo al dedo para calificar la situación que vive España que, tras la fuga del rey emérito, que además de cazador de osos y elefantes y acérrimo defensor de la tauromaquia era presidente honorífico de la WWF, una de las mayores organizaciones mundiales dedicadas a la conservación de la naturaleza, se plantea una cuestión tan nimia cómo la de escoger entre una forma política de sumisión u otra, entre monarquía o república. 


El rey emérito, cuyas andanzas sirven ahora a los medios de comunicación para desviar la atención de la grave crisis sanitaria y económica que padecemos, hizo una fulgurante aparición estelar en la televisión nocturna durante el golpe de Estado del 23-F, lo que le valió el título honorífico de salvador de la patria y la democracia, haciendo que le rindieran pleitesía todos sus vasallos, incluso aquellos que le llamaban Juan Carlos el Breve, aun cuando su verdadero papel fuera más que dudoso. 

Juan Carlos “el campechano”, el de los accidentes domésticos, el mujeriego, el misterioso motorista que se quita el casco y se descubre en cualquier gasolinera, ha sido el rey de una época en la que la política cedió, sumisa, a la economía. 

En el libro “La Cruz y la Corona. Las dos hipotecas de la Historia de España”, de Gonzalo Puente Ojea (1924-2017), publicado por editorial Txalaparta en 2011, se puede leer este magnífico retrato del Emérito (págs. 269-271): “...ocurrió que me quedé al frente de la Embajada de Atenas en funciones de Encargado de Negocios interino, en el otoño de 1962, cuando Juan Carlos de Borbón y su esposa se habían residenciado en aquella capital, en espera de que el Caudillo de España decidiese su futuro inmediato, en el contexto de la perspectiva de una probable ascensión al trono. Durante este tiempo se sucedieron abundantes y largos diálogos, casi todos de contenido político, que siempre con gran respeto y cordialidad me permitieron conocer a fondo la mentalidad y opiniones del Príncipe: su admiración sin límites a la persona y por la obra política del Caudillo. En cuanto a la persona, me dijo que era como su “segundo padre” (…) En cuanto a la obra, ensalzó una y otra vez la grandiosa transformación material y social de España, acusando su mentalidad exclusivamente pragmática, todo en la línea del “desarrollismo” de López Rodó o del “Estado de obras” de Fernández de la Mora. Lo que más le interesaba eran el estado de las Fuerzas Armadas, y en general lo relacionado con lo militar, y su dedicación al deporte, y al uso de máquinas de gran tecnología -aviones, automóviles, naves de guerra o competición. En marcado contraste con la personalidad del Conde de Barcelona, hombre apasionado por la política y por la historia contemporánea española, Juan Carlos jamás me habló de estos temas, y me pareció que pasaba olímpicamente de los graves problemas recientes y actuales de la nación, o del pasado trágico del pueblo español; por el contrario, su juicio sobre las personas que contaban en el escenario político -juicios que expresaba con su lenguaje abierto, colorista y popular- coincidía con la actitud favorable o desfavorable a sus aspiraciones a reinar. En rigor, pude apreciar con consternación que se trataba de un joven apolítico, egoísta y de su generación, orientado solo por sus apetencias dinásticas y sus aficiones lúdicas, y con bajísimo nivel cultural.  

Retrato de la familia de Juan Carlos I, Antonio López (2014)

Pero la preocupación que dejó en mi ánimo -y que confirmaron mis ulteriores conversaciones con él- fueron dos: su avidez de dinero, quizá generada en las relativas estrecheces de su niñez; y su absoluta ignorancia de las razones que condujeron a su abuelo paterno al exilio, más su insensibilidad ante la herencia de miseria y persecución que habían sufrido los perdedores de la feroz guerra civil y seguían padeciendo en el plano de la libertad de pensamiento y de expresión cuantos exigían legítimamente la supresión de la Dictadura, de la que él era el Delfín, para instaurar de nuevo una verdadera Constitución democrática elaborada por Cortes Constituyentes elegidas directamente por el pueblo.” 

No pretendo hacer un análisis de cuál es la forma preferible de Estado. Creo que en el fondo da lo mismo porque es indiferente. Monarquía y república son, grosso modo, las dos caras de una misma moneda, que es el Estado. Si la república le conviene en un momento dado a la clase política y económicamente dominante, habrá república. Por ahora parece que no es el caso, dado que estamos asistiendo a un relanzamiento de la imagen de la corona, centrándose en la figura de Felipe VI. Pero en realidad a los españoles, obedientes y sumisos, les da igual, están dispuestos a votar lo que les manden eligiendo entre la falsa opción de izquierda o derecha, y, si se presenta el caso, entre la monarquía o la república.