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lunes, 5 de agosto de 2024

¿Lapsus linguae?

    El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, en la Cumbre de la OTAN celebrada en Guásinton en el pasado mes de julio, presentó de la siguiente guisa al presidente de Ucrania: And now I want to hand it over to the president of Ukraine, who has as much courage as he has determination, ladies and gentlemen: President Putin «Y ahora quiero darle la palabra al presidente de Ucrania, que tiene tanto coraje como determinación, señoras y señores: el presidente Putin». Tras un silencio y miradas de pánico entre los líderes asistentes, como el canciller alemán, enseguida se corrige. 
 

     Ha cometido un lapsus linguae bastante significativo, confundiendo los dos nombres propios de los presidentes: Putin y Zelensky. Un lapsus que, como dice la gente, puede cometerlo cualquiera: a todos nos ha pasado alguna vez. A fin de cuentas los dos son presidentes y los dos son extranjeros y, si me apuran, hasta se llaman igual: Vladimir el ruso, Volodimir el ucraniano, un nombre propio de origen eslavo antiguo que significaba algo así como "gobernante o propietario del mundo y/o de la paz", que castellanizamos como Baldomero. 
 
    Y en el fondo, da igual uno que otro. Sus nombres propios son perfectamente intercambiables, como al fin y a la postre, lo son todos los antropónimos o nombres propios de las personas. Y es que por un lado creemos que el individuo es único, singular e irrepetible, y que por lo tanto no se puede confundir a uno con otro, sería un error imperdonable porque son esencialmente distintos, pero por otro lado se nos impone la creencia contraria de que yo soy, como cualquiera, uno de tantos, uno entre los otros del montón, que tiene también el mismo derecho que yo a decir “yo”. En este sentido somos todos iguales e intercambiables como elementos de un conjunto homogéneo. Por un lado no pueden confundirse dos personas distintas como los señores Putin y Zelensky, pero por otro son la misma persona, y eso explica el lapsus linguae del presidente de los Estados Unidos y de cualquiera de nosotros que podemos cometerlo. Lo que salta a la vista enseguida es que estas dos creencias entre las que nos debatimos son claramente incompatibles entre sí. Sin embargo, en la ilusión de su compatibilidad, impuesta a todos en general y a cada uno en particular, se funda este orden en el que decimos que vivimos. 
 
 
    Era este el primer discurso desde el lamentable, dicen los que lo vieron, debate electoral con el otro candidato a la presidencia norteamericana, en el que no iba a utilizar teleprónter o teleapuntador electrónico, por lo que todo el mundo estaba expectante a ver si el anciano senil cometía algún desliz. Y claro, el vejete gagá metió la pata y confundió al amigo con el enemigo. 
     
    Los comentaristas dicen que resulta ya penoso. Y las agencias de verificación de hechos no pueden ocultar ya la demencia y el deterioro cognitivo del anciano, por más que algunas como Newtral, dirigida por una conocida periodista española, se hayan empeñado en desmentirlo. Pero él parece dispuesto a seguir en el cargo, como dijo en su primera entrevista tras el calamitoso debate, atrincherándose en su determinación de seguir como candidato: "Solo si el Señor todopoderoso me dijera que abandonara lo haría". Pero el Señor todopoderoso parece que ya ha hablado: el electorado y, sobre todo, los patrocinadores no quieren que siga al frente, no quieren que sea su candidato, porque su demencia, ha puesto de manifiesto la demencia de la realidad: que el amigo y el enemigo que él ha confundido son el mismo, y que todos, tan distintos como parecemos y nos creemos, somos idénticos e iguales.
 
    Pero él, terco como una mula, defendió su candidatura proclamando, no sin razón que «La edad te da sabiduría».  A fin de cuentas, qué mas da. En eso tiene razón. Los que mandan son los más mandados. 
 
Marguerite Yourcenar (1903-1987)
 
     Me permito en este punto traer a cuento dos reflexiones de Marguerite Yourcenar tomadas de Los archivos del norte sobre la infancia y la vejez: “Cuanto más vieja me hago, más me doy cuenta de que la infancia y la vejez no sólo se conectan, sino que son los dos estados más profundos en los que se nos permite vivir. Revelan la verdadera esencia de un individuo, antes o después de los esfuerzos, aspiraciones, ambiciones en la vida”, y esta otra frase: “Los ojos del niño y los ojos de la vieja miran con la franqueza tranquila de quienes aún no han entrado al baile de máscaras o ya lo han dejado. Y todo el intervalo parece una conmoción vana, una agitación vacía, un caos innecesario por el que te preguntas por qué tuvo que pasar.” Sin duda, el presidente norteamericano está ya a punto de abandonar el salón donde se celebra el baile de máscaras.

domingo, 12 de septiembre de 2021

Nuestra Señora de las Golondrinas

"Nuestra Señora de las Golondrinas" es un relato breve de la escritora Marguerite Yourcenar, incluido en su colección "Cuentos Orientales" de 1938. El argumento nació de la propia imaginación de la escritora y de su deseo de explicar el nombre fascinante de una pequeña capilla de la región de Atenas. 



La ermita, situada entre modernas autovías, dentro de una zona industrial  de un suburbio de Atenas, no tenía nada de particular en cuanto a arte o historia, salvo el poder evocador de su nombre, consagrada como está a la Virgen de las Golondrinas. Pero eso poco importa. El caso es que Marguerite Yourcenar ha creado un relato para una ermita que carecía de él, que se ha convertido en leyenda del acervo cultural griego moderno, lo que constituye una prueba del gran talento literario de esta mujer, amante y gran conocedora del mundo clásico grecorromano.

Lo habitual suele ser lo contrario, que los escritores se basen en leyendas populares de tradición oral para revestirlas de un ropaje literario, pero en este caso la escritora le ha regalado al pueblo un cuento maravilloso que se ha convertido enseguida en leyenda, una historia tan bella y tan convincente que los griegos han hecho suya enseguida, una historia que si no sucedió de verdad no es porque no lo mereciera.

Prueba de ello es que se ha convertido ahora en una novela gráfica, en un cómic de Yorgos Tsiamantas, basado en la traducción que Yoanna Chatzinicoli hizo al griego de la escritora belga en lengua francesa. El comic ha visto la luz gracias al financiamiento participativo (o "crowdfunding" en la lengua del Imperio), que nosotros prodríamos denominar micromecenazgo, siguiendo nuestra tradición clásica y evocando la figura de Mecenas, el protector de las artes y de los artistas, y recogiendo de la lengua de Homero el prefijo "micro-", para referirnos a un fenómeno moderno que consiste en financiar una obra gracias a las pequeñas (eso es lo que significa el adjetivo griego mikrós) aportaciones económicas de cientos o millares de internautas interesados en ese proyecto.


La Virgen de las Golondrinas es la historia del monje Terapión, un cristiano fanático originario de Egipto, un lugar de violentos combates entre el paganismo y la nueva fe monoteísta,  que llega al Ática a comienzos de la Edad Media, una época en la que el cristianismo incipiente se imponía como religión dominante, intentando desplazar las creencias paganas del mundo grecorromano todavía arraigadas en la gente, que coexistían, de hecho, con la moral del crucificado.    


Pero nuestro anciano monje Terapión no soporta la pervivencia de los ritos paganos. Poco a poco va sintiendo la presencia invisible de dioses, ninfas,  hadas y espíritus sin nombre de una naturaleza perturbadora opuesta a su serio, taciturno y ascético cristianismo forjado en el desierto. Siente su aliento, oye sus pasos gráciles y poderosos tras él cuando va a oficiar la misa...

 

Convence a sus feligreses, armados de picos y palas,  para que cierren la gruta donde vivían las pecaminosas ninfas, que simbolizan la naturaleza personificada en espíritus femeninos, volubles como las linfas de las aguas, para que no puedan salir y mueran aprisionadas. Los feligreses así lo hacen y construyen a la entrada de la gruta una pequeña capilla adosada a la ladera de la colina.  

El anciano monje planta en la capilla un Cristo muy grande, pintado en una cruz de brazos iguales, y las Ninfas, que sólo sabían sonreír, retrocedían espantadas y horrorizadas ante aquella imagen del Crucificado.  

(Le cedo la palabra a Marguerite Yourcenar, que concluye el relato con un sorprendente final).

Al atardecer de aquel día vio a una mujer que venia hacia él por el sendero. Caminaba con la cabeza baja, un poco encorvada; su manto y su pañuelo eran negros, pero un resplandor misterioso se abría paso a través de la tela oscura; como si la noche se hubiera echado sobre la mañana. Aunque era muy joven, tenía la gravedad, la lentitud y la dignidad de una anciana, y su suavidad era como la del racimo de uvas maduras  y la de la flor perfumada. Al pasar ante la capilla miró atentamente al monje, que se sintió perturbado en sus oraciones.

–Este sendero no lleva a ninguna parte, mujer –le dijo–. ¿De dónde vienes?

–Del Este, como la mañana –respondió la joven–. ¿Y qué haces tú aquí, anciano monje?

–He emparedado en esa gruta a las ninfas que aún infestaban la comarca –dijo el monje–, y delante de la boca de su antro he levantado una capilla, que no se atreven a atravesar para huir porque están desnudas, y a su manera tienen temor de Dios. Espero a que se mueran de hambre y de frío en su caverna, y cuando esto ocurra, la paz de Dios reinará sobre los campos.

–¿Quién te dice que la paz de Dios no se extiende a las ninfas igual que a las corzas y a los rebaños de cabras? –respondió la joven–. ¿No sabes que en el momento de la Creación Dios se olvidó de dar alas a ciertos ángeles, que cayeron a la tierra y se establecieron en los bosques, donde formaron la raza de las ninfas y de los faunos? Otros se instalaron en una montaña, donde se convirtieron en los dioses olímpicos. No exaltes, como los paganos, la criatura en detrimento del Creador, pero tampoco te escandalices con Su obra. Y agradece a Dios, con todo tu corazón, que haya creado a Diana y Apolo.

–Mi espíritu no se eleva tan alto –dijo humildemente el viejo monje–. Las ninfas turban a mis fieles y ponen en peligro su salvación, de la que soy responsable ante Dios, y por eso las perseguiré hasta el mismo infierno, si hace falta.

–Y eso celo se te tendrá en cuenta, honrado monje –dijo, sonriendo, la joven–. Pero, ¿no se te ocurre un medio de conciliar la vida de las ninfas y la salvación de tus fieles?

Su voz era dulce como la melodía de una flauta. El monje, inquieto, agachó la cabeza. La joven posó una mano en su hombro y le dijo gravemente.

–Monje, déjame entrar en esa gruta. Me gustan las grutas, y compadezco a los que buscan amparo en ellas. En una gruta traje yo al mundo a mi Hijo, y también en una gruta lo confié sin temor a la muerte, a fin de que volviera a nacer en su Resurrección.

El anacoreta se apartó para dejarla pasar. Sin vacilar, ella se dirigió hacia la entrada de la caverna,  oculta tras el altar. La gran cruz tapaba el umbral; la apartó con cuidado, como un objeto familiar, y se deslizó en el antro.

Se oyeron en las tinieblas gemidos aún más agudos, gorjeos, y un como batir de alas. La joven hablaba a las ninfas en una lengua desconocida, que era acaso la de las aves o la de los ángeles. Al cabo de un momento reapareció al lado del monje, que no había parado de rezar.

–Mira, monje –le dijo–, y escucha.

Innumerables chillidos estridentes salían de debajo de su manto. Apartó las puntas, y el monje Terapión vio que llevaba, entre los pliegues de su vestido, centenares de jóvenes golondrinas. Abrió ampliamente los brazos, como una mujer en oración, dejando volar a los pájaros. Después dijo, y su voz era clara como el sonido de un arpa.

–Salid, hijas mías.

Las golondrinas,  liberadas,  volaron en el cielo de la tarde, dibujando con el pico y sus alas signos indescifrables. El anciano y la joven las siguieron un momento con la mirada; después, la viajera le dijo al solitario:

–Volverán todos los años, y tú les darás asilo en mi iglesia. Adiós, Terapión.

Y María se marchó por el sendero que no conducía a ninguna parte, como mujer a la que le importa poco que los caminos terminen, puesto que conoce el modo de caminar por el cielo. El monje Terapión bajó al pueblo, y al otro día, cuando subió a celebrar la misa, la gruta de las ninfas estaba tapizada de nidos de golondrinas. Volvieron todos los años; iban y venían por la iglesia, ocupadas en alimentar a sus crías o en consolidar sus casas de arcilla, y a menudo el monje Terapión interrumpía sus plegarias para observar con enternecimiento sus amores y sus juegos, pues lo que les está prohibido a las ninfas se les permite a las golondrinas.