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sábado, 11 de noviembre de 2023

Capitalismo y anticapitalismo evangélicos

    Nuestro Señor Jesucristo nos da una sorprendente y exactísima definición del capitalismo, aunque pueda parecer mentira, que no lo es, en la parábola de las diez vírgenes, las cinco necias y las cinco prudentes pero egoístas como ellas solas, que se niegan a compartir el aceite de sus lámparas con las primeras, y la de los talentos, en la que el señor sólo premia a aquellos siervos que han incrementado el capital que les ha prestado, condenando al pobre que se limita a devolverle lo prestado a las tinieblas exteriores "donde habrá llanto y crujir de dientes". 
 
    Téngase en cuenta que en aquellos tiempos, que son estos mismos nuestros todavía pese a lo mucho que ha llovido desde entonces, ya había cambistas y banqueros -trapedsítes (τραπεζíτης) se decía en griego- que pagaban un interés -tókos (τόκος), en la lengua de Homero, que primariamente significa 'hijo', por aquello de que el dinero engendra y es capaz de dar a luz dinero y el interés es la criatura o producto del capital, con lo cual ya estaba funcionando el capitalismo avant la lettre en el esplendor de su apogeo. 
 
 

 
    Dice así la cita evangélica de Mateo (Mt. 25.29) porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará. Se define así, en efecto, el capitalismo como el sistema -perfectamente montado y eficaz- de dar cada vez más al que tenga mucho: y de quitar, al que poco tenga lo poco que tiene, y dárselo al que tuviera mucho. El capitalismo queda, pues, definido por Jesucristo como sistema que provoca el enriquecimiento de unos (pocos) a costa del empobrecimiento de otros (muchos). Y según dice el evangelista, que había sido banquero, y de hecho es su patrono, antes de fraile, el Reino de los Cielos se parece a dichas parábolas.  
 
    No sabemos si al que tiene mucho se le dará más en el Reino de los Cielos, pero sí sabemos, desde luego, que aquí en la Tierra sólo se le concede un préstamo al que tiene dinero y capacidad para ganarlo, y al que no tiene no se le presta ni un céntimo, como muy bien saben los banqueros. 
 
    Si el Reino de los Cielos se asemeja, como reza el evangelio,  a eso, estamos apañados: no es muy diferente de nuestro mundo con sus bancos y banqueros, capital e intereses. No sería más que una proyección de este viejo mundo terrenal. Parábolas son la de las vírgenes y los talentos, que no están retratando el Reino de los Cielos, sino el reino terrenal, y que si bien es verdad que pueden interpretarse en un sentido espiritual -de ahí la evolución misma del término “talento” en nuestras lenguas, que en principio era una moneda  que según algunos cálculos aproximativos equivalía a unos 21.600 gramos de plata, unos 15.336 euros actuales- tienen un significado material primario. 
 
Expulsión de los mercaderes del templo, El Greco (hacia 1600)
 
 
    Pero quizá el éxito del cristianismo y de su mensaje evangélico radica precisamente en la capacidad de afirmar algo, como lo anterior, que es una apología del capitalismo en toda regla, y su contrario, que es la condena del sistema capitalista de producción y la acumulación del capital. Recuérdense algunos de los dichos anticapitalistas de Jesucristo: «Bienaventurados los pobres de verdad, porque de ellos es ya el reino de los cielos» y «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos», «Vende todo lo que tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme» y tantos otros. 
 
    Esta ambigüedad propia del cristianismo ha hecho que se adapte camaleónicamente a todas las coyunturas históricas, explotándolas en beneficio de su proyecto de dominación.

sábado, 29 de febrero de 2020

Lectura política del evangelio según san Lucas

Lectura del santo evangelio según san Lucas (18, 11): ὁ Φαρισαῖος σταθεὶς ταῦτα πρὸς ἑαυτὸν προσηύχετο Ὁ Θεός, εὐχαριστῶ σοι ὅτι οὐκ εἰμὶ ὥσπερ οἱ λοιποὶ τῶν ἀνθρώπων, ἅρπαγες, ἄδικοι, μοιχοί, ἢ καὶ ὡς οὗτος ὁ τελώνης· 

Versión Vulgata: Pharisaeus stans haec apud se orabat: Deus gratias ago tibi quia non sum sicut ceteri hominum raptores iniusti adulteri uel ut etiam hic publicanus.

Traducción a la lengua de Cervantes: El fariseo oraba de pie para sí de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como este publicano tampoco. 

La moral del fariseo consiste en definirse como bueno por contraposición a los demás, que considera malos. El fariseo necesita que los demás sean malvados para erigirse él como bueno. Construye su bondad no sobre méritos propios, sino sobre la maldad ajena. 

El fariseo y el publicano, Anton Robert Leinbewer (1845-1921)

El fariseo te dice yo soy mejor que tú porque yo no soy como tú, que eres malo. El fariseo da gracias a Dios por ser así, pero en realidad se está dando gracias a sí mismo, se está divinizando y considerando divino él mismo por ser como es, es decir, por no ser como el otro, que es el malo, cuando en realidad él es igual o peor que el otro. 

El fariseo fundamenta su identidad negando la de los otros. Es algo habitual en política donde los unos se definen en relación contraria con los otros. El malo es el otro, porque es otro: sobre él proyectamos nuestros demonios interiores. El héroe necesita crear el trampantojo del monstruo para justificar su existencia liberándonos de él heroicamente.  

Llevemos la parábola al terreno político. Un Estado, por ejemplo, que en algún momento de su historia ha sido fascista, puede asimilar sin ningún problema ahora el antifascismo y fortalecerse con poderes extraordinarios gracias a esa asimilación, creando así una casta dirigente que se considera superior a los gobernados gracias a su pedigrí antifascista. 

Para lo cual es menester que el propio Estado avive el fantasma del fascismo, igual que hace la psiquiatría, que genera las enfermedades y trastornos mentales que dice combatir con psicoterapia y psicofármacos. El Estado necesita crear un enemigo inexistente, histórico, para enfrentarse a él por contraposición, cuando el auténtico enemigo es el propio Estado.

A moro muerto, gran lanzada. Dice el refrán que hace referencia a la cobardía inherente al que aparenta un gran mérito -esa es la gran lanzada- por atacar a un enemigo que ya está vencido, neutralizado, muerto, pero que resucitamos para celebrar nuestra heroica y ridícula hazaña.