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lunes, 30 de mayo de 2022

Vidas ejemplares: Martín de Tours desenmascara al diablo (y II)

    Con ochenta discípulos fundó Martin de Tours un cenobio, es decir, un convento apartado del mundanal ruido donde vivieran en comunidad y retiro los monjes, y donde no existía la propiedad privada (nemo ibi quicquam proprium habebat) por lo que todas las cosas se ponían en común (omnia in medium conferebantur).

    Allí no había dinero que valiera, que había quedado abolido, porque no estaba permitido ni comprar ni vender nada (non emere aut uendere... quicquam licebat). Puso en práctica el santo varón la comunidad de bienes y la abolición efectiva del vil metal, lo que podría considerarse algo imposible, una utopía, que, sin embargo, contra lo que dice la etimología de la palabra, tuvo lugar y se llevó a cabo. 

    Podemos considerar que se trata de un hecho histórico, dada su verosimilitud, que, de ser cierto, y parece que lo es, viene a desmentir que sea una quimera imposible vivir sin dinero y sin la propiedad privada que el dinero proporciona. 

    La utopía tuvo lugar, al menos, históricamente en el monasterio medieval que fundó Martin de Tours en los alrededores de Poitiers, donde se estableció con sus discípulos y fundó el monasterio de Ligugé, que se considera el primero de la Galia cristiana, lo que ha venido a confirmar la arqueología al hallarse vestigios de ocupación en época galo-romana, por lo que pasa Martín de Tours por ser uno de los creadores del monacato primitivo en el país vecino. 

 Doble claustro de la abadía San Martín de Ligugé (Vienne, Francia)

     Martín de Tours fundó, además, según su hagiógrafo Sulpicio Severo, más iglesias y monasterios por doquier, intentando borrar siempre la huella preexistente del paganismo, tal era su fanático empeño: nam ubi fana destruxerat, statim ibi aut ecclesias aut monasteria construebat. 

    A menudo el diablo, nos dice la crónica, intentó burlar a Martín adoptando numerosísimas formas, no sólo masculinas como la de Júpiter o más a menudo la de Mercurio, el mensajero de los dioses (in Iouis personam, plerumque Mercuri), sino también femeninas transfigurándose ante él con los rostros de Venus y de Minerva (Veneris ac Mineruae... uoltibus). Él siempre se protegía de estos fantasmas diabólicos haciendo la señal de la cruz. 

    Pero el diablo, en otra ocasión, se presentó ante el santo varón en vuelto en una luminosidad purpúrea (luce purpurea), ataviado con un rico ropaje propio de un monarca (ueste etiam regia indutus) y con una corona de piedras preciosas y de oro (diademate ex gemmis auroque redimitus), de forma que pareciera cualquier personaje menos el que en realidad era, el mismísimo diablo. 

    Le dijo incluso al santo, mintiéndole: Christus ego sum. Yo soy Cristo. Y volvió a repetírselo. Pero el santo le dijo que no lo creía, que Cristo no podía presentársele así nunca, con esa arrogancia (in eo habitu formaque), sino mostrándole las huellas de su sufrimiento, los estigmas de la cruz (crucis stigmata). Ante lo cual, la imagen se desvaneció como el humo (ut fumus euanuit) y dejó en la celda del santo tal hedor (cellulam tanto foetore compleuit) que estaba claro que era el mismísimo demonio y no Cristo quien se le había aparecido, lo cual, dice Sulpicio Severo, el hagiógrafo de san Martín, es decir, el que convirtió a Martín en un santo al escribir su vida (uitam illius scribere), no debe ser juzgado fabuloso o ficticio porque él lo supo de boca del propio Martín (ex ipsius Martini ore cognoui). 

    Sin embargo, la noticia carece de todo rigor histórico. Aunque Sulpicio Severo la haya oído de labios del propio Martín, y se trate de un testimonio oral directo, no podemos considerar que haya sucedido dado su carácter sobrenatural; debe tratarse, más bien, de alguna alucinación crónica del propio Martín al que se le presentan en su imaginación, en primer lugar, las figuras de los dioses paganos que estaba empeñado en destruir, en forma de remordimientos de conciencia, y finalmente la del propio Cristo, que es un trasunto como descubre enseguida Martín del mismísimo Belcebú o, si se prefiere, Lucifer, que se desvanece como el humo cuando se descubre su identidad y deja un olor fétido, probablemente a azufre y huevos podridos en el aire. 

 San Martín desenmascarando al diablo