Una confesión judía se convirtió en cuatro siglos en la religión oficial del
imperio romano. Pasó de ser una secta perseguida a una religión
perseguidora. ¿Qué sucedió en esos cuatrocientos años de nuestra era,
una era que se llamaría cristiana? Que la explotación de los grandes
latifundios fue llevada a cabo no ya por los esclavos, que habían
alcanzado su libertad, sino por colonos, que eran trabajadores “libres”,
jornaleros que realizaban su tarea a cambio de un salario, un jornal.
¿Qué les obligaba a aquellos hombres libres a trabajar? La religión
cristiana, que se había convertido en la religión de los señores y que
santificaba, como luego haría el marxismo, el trabajo: "Ganarás el pan
con el sudor de tu frente".
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¿Dónde estaba Dios en todo esto? Dios, cuya existencia no puede negarse en realidad, se transformaba, ajeno a las numerosas plegarias y maldiciones que recaían sobre Él, sufría una metamorfosis, como ha quedado claro a lo largo de estos dos milenios de historia cristiana, no era otra cosa ya sino el viejo ídolo veterotestamentario, el propio Becerro de Oro idolatrado.
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Ésquilo, el trágico griego, nos presentaba a Ares, el dios marcial de la guerra como si fuera un banquero o, con palabra más moderna, un
tiburón financiero, que intercambia muertos por monedas de oro: El coro de su tragedia Agamenón lo dice bien a las claras en los versos
438-445 que parafraseo en prosa: "Ares,
el dios marcial de la guerra, cambista de cadáveres (porque el precio del botín son los caídos, muertos, en
el frente) y el que en la batalla mantiene la balanza en el
fiel, manda desde Troya a los deudos de los combatientes, en lugar de
hombres, un penoso polvo incinerado que hace llorar con amargura
llenando las urnas funerarias dispuestas a ese fin con las cenizas de un
hombre".
Necrópolis de Douaumont, en memoria de los que fallecieron en la batalla de Verdún durante la Primera Guerra Mundial.
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Apolo y Dafne: Uno no puede alcanzar impunemente lo que persigue, a
pesar del dicho popular de que "el que la sigue la consigue". El que la
sigue, la persigue y la persigue, como Apolo persigue a la ninfa Dafne,
de la que se había enamorado perdidamente, pero no la consigue: lo que
consigue no es la ninfa carnal que lo había enamorado, sino sólo su
nombre. El laurel de la victoria es su fracaso más estrepitoso. Dafne ya
no es Dafne, es sólo un ramo o una corona de laurel: su triunfo es el
más rotundo y estrepitoso de los fracasos.
Apolo dando alcance a Dafne, Bernini (1622-1625)
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A
la foto del grupo escultórico de Barack y Michelle Obama, sita en la
plaza
Barack Obama de la estación de servicio de la localidad irlandesa de
Moneygall, que el señor Obama visitó en 2011 tras enterarse de que
su tatarabuelo era oriundo de allí, alguien le ha añadido el
plátano del artista italiano Maurizio Cattelan, el más caro del mundo,
no por ser plátano,
sino porque se ha convertido en una obra de arte, lo que, más allá de la
irreverencia de endilgárselo a la entrepierna de la señora Obama,
revaloriza considerablemente el valor de la pieza escultórica.