Escribe Sulpicio Severo entre los siglos IV y V de la era cristiana una biografía de Martín de Tours, o más propiamente hagiografía, es decir una crónica literaria de la vida... de un santo: una santificación de una vida, la de san Martín.
Martín era un soldado romano de caballería que sirvió bajo las órdenes del emperador Juliano, el que sería luego conocido como el Apóstata. Cuenta Sulpicio Severo que el padre de Martín, que llegó a ser tribuno militar de una legión romana, dado su ardor guerrero y fervor marcial, deseó para su hijo una brillante carrera de armas. Así pues, cuando nació le puso el nombre al niño de Martín, derivado del nombre del dios de la guerra, Marte.
Se
cuenta que Martín, mozo ya, disponía de un caballo y de un esclavo, que lejos
de hacerse servir por él, era él quien le servía cuando comían
juntos, y hasta le limpiaba las sandalias, lo que no dejaba de
alimentar las bromas de sus camaradas, pues Martín, en lugar de
comportarse con su escudero como con un esclavo, se comportaba con él
como si fuera un hermano. Por otra parte, no se le conocían amoríos
mujeriles.
En el capítulo tercero nos cuenta la anécdota que ha hecho universalmente famoso a este personaje: En mitad de un invierno (media hieme)
más riguroso de lo habitual, se encontró Martín, a la sazón joven
soldado romano, en las puertas de la ciudad de Amiens en el norte de Francia, a un
mendigo desnudo (pauperem nudum).
que tiritaba de frío y pedía limosna. Martín no tenía ropa que ofrecerle para cubrir sus vergüenzas así que
decidió compartir la capa militar con la que estaba revestido con aquel indigente: no tenía ninguna otra propiedad
encima (nihil praeter clamydem, qua indutus erat, habebat). Desenvainada la espada (arrepto ferro), partió el manto por la mitad (mediam dividit), y le dio una parte al pobre (partemque eius pauperi tribuit),
quedándose él con la otra mitad, de forma que
protegiera sus cueros del crudo invierno, lo que provocó las risas de no pocos
al ver al militar romano entrar con media capa de esa guisa después en
la ciudad. La mitad de la capa le
pertenecía a él –y él pertenecía al Imperio Romano- pero la
otra mitad se la cedía al joven mendigo.
San Martín y el mendigo, El Greco (1597-1599)
El
Greco ha inmortalizado la escena: Martín, vestido como un anacrónico caballero
medieval, con una armadura damasquinada típicamente toledana,
cabalgando sobre un elegante caballo blanco, comparte la mitad de su
capa con el mendigo desnudo. Son dos hombres jóvenes, bellos:
contrasta la desnudez del limosnero que está de pie, a la izquierda
de la composición, con la uniformidad de Martín, figura armoniosa y
proporcionada, que monta a caballo, y que ha partido su capa verde
con su espada desenvainada. Al fondo aparece el inevitable paisaje
toledano, un cielo envuelto en tormentosas nubes.
Una
curiosidad filológica: el lugar donde se conservaba en Tours la capa
de san Martín se hizo tan popular –de hecho en la Edad Media,
junto a Roma, Santiago o Jerusalén– era el cuarto lugar de
peregrinación, que la capella o capilla, esto es, la pequeña capa,
por alusión al pedazo de su manto que San Martín había dado al
pordiosero y al oratorio donde se conservaba dicha reliquia, ha dado lugar
al término capilla para designar un edificio pequeño destinado al
culto.
San Martín y el mendigo, Gustave Moreau (1882)
De cappella deriva además de capilla, capellán. Y de cappa nos vienen también: capear, capeo, caperuza, capirote, capote, y, por lo que parece, también el verbo escapar, que procede, según el maestro Corominas, del latín vulgar *excappare, con el significado de salirse de un estorbo, derivado de cappa "capa", porque la capa, además de protegernos del frío, embaraza el movimiento. En vano tratará Martín de escapar, nunca mejor dicho, de los honores que le aguardaban.
Cuenta
el hagiógrafo, que habiendo muerto el obispo de Tours y habiéndose
divulgado la hazaña de Martín, los habitantes de la ciudad francesa
pensaron en él para nombrarlo obispo, pero él, que era un hombre
humilde que rechazaba esos honores, decidió esconderse. Quería, de
alguna forma, pasar desapercibido por sus conciudadanos. No se sentía
llamado a la carrera de los honores eclesiásticos, ni en rigor
tampoco a la de las armas, como luego se constatará. Por eso se
escondió en la ciudad en un corral. Los habitantes de Tours lo
buscaron en la noche con sus farolillos encendidos, pero no lo
encontraban, hasta que el griterío indiscreto de los gansos lo delató: una vez
descubierto por la delación de las ocas, fue nombrado obispo de
Tours.
"Por traidor va el ganso al asador"
Existe
la tradición, sobre todo en Alemania y en Austria, por lo que se nos
alcanza, de sacrificar un ganso el día de San Martín, que es el 11
de noviembre según el santoral cristiano. También ese día los
niños construyen farolillos y los encienden por la noche para buscar
al santo… Son pervivencias populares de una leyenda que se hunde en
la noche medieval de los tiempos: el pueblo reconoce la valía del hombre que
se niega a los honores y al ejercicio del Poder, el pueblo valora su
humildad, y, de alguna forma, castiga a los gansos por su delación
sacrificándolos y comiéndolos ese día. En efecto, por su cacareo
delator el santo fue descubierto y no pudo pasar desapercibido como
quería
Alrededor
de diez millones de gansos acaban sus días en el asador el 11 de
noviembre. Una leyenda en torno al obispo de Tours, el buen San
Martín, lo explica: “Sie haben Sankt Martin verraten, drum musen
sie jetzt braten” lo que significa que traicionaron a San Martín y
por eso deben ser asados. Por traidor va el ganso al asador.
En
España la fecha del 11 de noviembre coincide con la tradicional
matanza del cerdo, por lo que se populariza el dicho de que “a cada
cerdo le llega su San Martín”.
San Martín, con aureola de santo y cruz, renuncia a las armas
Cuenta Sulpicio también, que cuando
los bárbaros se disponían a invadir las Galias, el emperador
Juliano solicitó los servicios de Martín, que le contestó:
Christi ego miles sum: pugnare mihi non licet. Soy soldado de
Cristo: no me está permitido luchar. El emperador, la víspera de la
batalla, lo acusó de cobardía y de que rechazaba el ejército no
por escrúpulos religiosos de objeción de conciencia, sino por miedo a la muerte y amilanamiento, reprochándole también el mal ejemplo que daba a la
tropa. Martín entonces dijo que no era un pusilánime y como prueba de
ello afirmó que acudiría al día siguiente a la primera línea de
combate completamente desarmado, iría al encuentro del enemigo sin armas ofensivas pero defensivas tampoco. Al día siguiente los
bárbaros enviaron emisarios a pedir la paz: se entregaban ellos
mismos y todas sus posesiones al emperador romano porque no les cabía
la menor duda de que la victoria sería para aquellos que se
atrevían a luchar sin armas, así que se rendían.