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sábado, 28 de mayo de 2022

Vidas ejemplares: Martín de Tours (I)

     Escribe Sulpicio Severo entre los siglos IV y V de la era cristiana una biografía de Martín de Tours,  o más propiamente hagiografía, es decir una crónica literaria de la vida... de un santo: una santificación de una vida, la de san Martín. 

     Martín era un soldado romano de caballería que sirvió bajo las órdenes del emperador Juliano, el que sería luego conocido como el Apóstata. Cuenta  Sulpicio Severo que el padre de Martín, que llegó a ser tribuno militar de una legión romana, dado su ardor guerrero y fervor marcial, deseó para su hijo una brillante carrera de armas. Así pues, cuando nació le puso el nombre al niño de Martín, derivado del nombre del dios de la guerra, Marte.

    Se cuenta que Martín, mozo ya, disponía de un caballo y de un esclavo, que lejos de hacerse servir por él, era él quien le servía cuando comían juntos, y hasta le limpiaba las sandalias, lo que no dejaba de alimentar las bromas de sus camaradas, pues Martín, en lugar de comportarse con su escudero como con un esclavo, se comportaba con él como si fuera un hermano. Por otra parte, no se le conocían amoríos mujeriles.
    En el capítulo tercero nos cuenta la anécdota que ha hecho universalmente famoso a este personaje: En mitad de un invierno (media hieme) más riguroso de lo habitual, se encontró Martín, a la sazón joven soldado romano, en las puertas de la ciudad de Amiens en el norte de Francia, a un mendigo desnudo (pauperem nudum). que tiritaba de frío y pedía limosna. Martín no tenía ropa que ofrecerle para cubrir sus vergüenzas así que decidió compartir la capa militar con la que estaba revestido con aquel indigente: no tenía ninguna otra propiedad encima (nihil praeter clamydem, qua indutus erat, habebat). Desenvainada la espada (arrepto ferro), partió el manto por la mitad (mediam dividit), y le dio una parte al pobre (partemque eius pauperi tribuit), quedándose él con la otra mitad, de forma que protegiera sus cueros del crudo invierno, lo que provocó las risas de no pocos al ver al militar romano  entrar con media capa de esa guisa después en la ciudad.   La mitad de la capa le pertenecía a él –y él pertenecía al Imperio Romano- pero la otra mitad se la cedía al joven mendigo. 
San Martín y el mendigo, El Greco (1597-1599) 
    El Greco ha inmortalizado la escena: Martín, vestido como un anacrónico caballero medieval, con una armadura damasquinada típicamente toledana, cabalgando sobre un elegante caballo blanco, comparte la mitad de su capa con el mendigo desnudo. Son dos hombres jóvenes, bellos: contrasta la desnudez del limosnero que está de pie, a la izquierda de la composición, con la uniformidad de Martín, figura armoniosa y proporcionada, que monta a caballo, y que ha partido su capa verde con su espada desenvainada. Al fondo aparece el inevitable paisaje toledano, un cielo envuelto en tormentosas nubes.
    Una curiosidad filológica: el lugar donde se conservaba en Tours la capa de san Martín se hizo tan popular –de hecho en la Edad Media, junto a Roma, Santiago o Jerusalén– era el cuarto lugar de peregrinación, que la capella o capilla, esto es, la pequeña capa, por alusión al pedazo de su manto que San Martín había dado al pordiosero y al oratorio donde se conservaba dicha reliquia, ha dado lugar al término capilla para designar un edificio pequeño destinado al culto. 
 
 
  San Martín y el mendigo, Gustave Moreau (1882)
 

     De cappella deriva además de capilla, capellán. Y de cappa nos vienen también: capear, capeo, caperuza, capirote, capote, y, por lo que parece, también el verbo escapar, que procede, según el maestro Corominas, del latín vulgar *excappare, con el significado de salirse de un estorbo, derivado de cappa "capa", porque la capa, además de protegernos del frío,  embaraza el movimiento. En vano tratará Martín de escapar, nunca mejor dicho, de los honores que le aguardaban.
    Cuenta el hagiógrafo, que habiendo muerto el obispo de Tours y habiéndose divulgado la hazaña de Martín, los habitantes de la ciudad francesa pensaron en él para nombrarlo obispo, pero él, que era un hombre humilde que rechazaba esos honores, decidió esconderse. Quería, de alguna forma, pasar desapercibido por sus conciudadanos. No se sentía llamado a la carrera de los honores eclesiásticos, ni en rigor tampoco a la de las armas, como luego se constatará. Por eso se escondió en la ciudad en un corral. Los habitantes de Tours lo buscaron en la noche con sus farolillos encendidos, pero no lo encontraban, hasta que el griterío indiscreto de los gansos lo delató: una vez descubierto por la delación de las ocas, fue nombrado obispo de Tours.

 "Por traidor va el ganso al asador"
    Existe la tradición, sobre todo en Alemania y en Austria, por lo que se nos alcanza, de sacrificar un ganso el día de San Martín, que es el 11 de noviembre según el santoral cristiano. También ese día los niños construyen farolillos y los encienden por la noche para buscar al santo… Son pervivencias populares de una leyenda que se hunde en la noche medieval de los tiempos: el pueblo reconoce la valía del hombre que se niega a los honores y al ejercicio del Poder, el pueblo valora su humildad, y, de alguna forma, castiga a los gansos por su delación sacrificándolos y comiéndolos ese día. En efecto, por su cacareo delator el santo fue descubierto y no pudo pasar desapercibido como quería
    Alrededor de diez millones de gansos acaban sus días en el asador el 11 de noviembre. Una leyenda en torno al obispo de Tours, el buen San Martín, lo explica: “Sie haben Sankt Martin verraten, drum musen sie jetzt braten” lo que significa que traicionaron a San Martín y por eso deben ser asados.  Por traidor va el ganso al asador.
    En España la fecha del 11 de noviembre coincide con la tradicional matanza del cerdo, por lo que se populariza el dicho de que “a cada cerdo le llega su San Martín”. 

San Martín, con aureola de santo y cruz, renuncia a las armas  
 
    Cuenta Sulpicio también, que cuando los bárbaros se disponían a invadir las Galias, el emperador Juliano solicitó los servicios de Martín, que le contestó: Christi ego miles sum: pugnare mihi non licet. Soy soldado de Cristo: no me está permitido luchar. El emperador, la víspera de la batalla, lo acusó de cobardía y de que rechazaba el ejército no por escrúpulos religiosos de objeción de conciencia, sino por miedo a la muerte y amilanamiento, reprochándole también el mal ejemplo que daba a la tropa. Martín entonces dijo que no era un pusilánime y como prueba de ello afirmó que acudiría al día siguiente a la primera línea de combate completamente desarmado, iría al encuentro del enemigo sin armas ofensivas pero defensivas tampoco. Al día siguiente los bárbaros enviaron emisarios a pedir la paz: se entregaban ellos mismos y todas sus posesiones al emperador romano porque no les cabía la menor duda de que la victoria sería para aquellos que se atrevían a luchar sin armas, así que se rendían.