Algunos cristianos y católicos,
apostólicos y romanos, que saben de lo que hablan cuando hablan de
la fe, porque la viven en sus ardientes y férvidas entrañas, que cantan en
navidades aleluyas porque va a nacer el niñodiós, echan las campanas ahora al vuelo porque aseguran que el niño hecho hombre y como tal ejecutado y muerto resucita este Domingo de Pascua como la primavera que ha venido todos los años por estas fechas y nadie sabe cómo ha sido.
Celebran, en efecto,
los creyentes su nacimiento en navidades, y en Semana Santa rememoran
su pasión, muerte, descenso a los infiernos, y la
resurrección que no se produce nunca en la realidad más que en sus
corazones repletos de fantasías animadas de ayer y de hoy.
No puede negarse la
existencia de Cristo, pero Jesús está más muerto que vivo desde hace dos mil años en que partimos
la historia en un antes y un después. Puede incluso afirmarse que es un personaje histórico,
como Alejandro Magno o Napoleón. Y como todo personaje histórico
está más muerto que vivo, pero no por ello deja de existir, existe
y mucho, porque se habla constantemente de él. Lo que no puede,
desde luego, afirmarse cabalmente es que renazca después de muerto.
Los griegos ortodoxos se saludan el domingo de Pascua
diciéndose “Cristo ha resucitado”, y contestándose “En verdad ha resucitado”. No dicen "Jesús ha resucitado" refiriéndose a Jesús de Nazaret, personaje histórico, sino "Cristo", que es un nombre que se le superpone y pertenece al ámbito de la mitología, porque hay que distinguir lo que habitualmente está confundido en el nombre propio de Jesucristo: el Jesús, por un lado, de la historia y el Cristo, por el otro, de la fe.
La frase inicial “Cristo ha
resucitado” no es real: no expresa un hecho constatable y empírico, por lo que
es mentira, pero se hace verdad a fuerza de repetirse hasta la
saciedad. ¿En qué sentido es verdad? No por que sea un hecho objetivo, algo que ha sucedido, sino por que se repite
una y otra vez su nombre propio, se habla de él, y por lo tanto se
hace real. Ya lo dijo, creo, Göbbels, el jerarca nazi y máximo responsable de la propaganda, que de eso sabía mucho: "Una mentira repetida mil veces se hace verdad".
He ahí
la trampa de los creyentes: dan por hecho algo que no ha sucedido repitiéndolo una y otra vez y
celebrando su suceso, y no se desengañan ni dejan de ser tan
tontos como las vírgenes necias esperando a su príncipe azul
celestial que no viene nunca a redimirlas.
Lo único, de
hecho, que resurge, por no decir resucita este Domingo de
Resurrección es la negación de la evidencia del fracaso y muerte en la cruz sin redención
posible del Nazareno, por mucho que los fieles feligreses quieran enjugarse las lágrimas
de sus mejillas con jirones de la sábana santa de su sudario o el paño sacrosanto en el que envolvieron el prepucio de su circuncisión.
La Cofradía del Cristo del Poco Poder y la Poca Monta reivindica la figura de un hombre como tantos otros que quiso cambiar el mundo, que fracasó estrepitosamente, y al que se le hizo la pascua, torturándolo y condenándolo a muerte, cuya agonía celebran las hermandades lentamente, en todos los pasos de su vía crucis, paso a paso, durante la Santa Semana, que es la santificación de la semana, y cuya muerte definitiva no quieren aceptar por lo que imaginan que el sagrado corazón de su espíritu resucita no sólo el Domingo de Resurrección entre nosotros, sino ahora mismo, cuando sea, y siempre que decimos que no a la realidad del mundo, incluida nuestra propia muerte, esa espada de Damoclés siempre futura.
El Papa defiende la entrega de armas a Ucrania para su "legítima defensa", consagrando de este modo la política belicista de la Unión Europea, que en poco más de medio año ha destinado la friolera de 2.600 millones de euros, que se dice pronto, a tal fin, ya que como razonaba, es un decir 'razonaba', el señor Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, “Las guerras se ganan con armas”, como si fuera posible, humanamente hablando con el corazón en la mano, 'ganar una guerra'.
Resulta chocante que un cristiano, y no uno cualquiera, sino precisamente el vicario de Cristo, justifique el uso de las armas. Quizá no sea tan chocante si en lugar de ver en él al vicario de Cristo, vemos al vicario, es decir al que hace las veces, de un personaje histórico nacionalista judío -y no cristiano-, demasiado humano, que se llamó Jesús, el Nazareno.
No es la primera vez que Su Santidad se alinea de este modo con la política institucional del engendro de la U.E. Ya lo hizo poniéndose de parte de la industria farmacéutica y bendiciendo la hostia que se veía así consagrada de la supuesta vacuna contra el virus coronado que él veía como un "acto de amor", de lo que dábamos cuenta en este arcón en El Papa no tiene razón.
No es extraño, pues, que ahora el romano pontífice se ponga de parte de la industria armamentística justificando su existencia y bendiciendo el uso de las armas "en legítima defensa" de uno mismo, de su patria y de todo lo que uno ama.
Hay suficientes indicios en la lectura de los evangelios que justifican el uso de las armas, en los que puede haberse inspirado Su Santidad para defender el derecho a la legítima defensa armada de los ucranianos, lo que le ha llevado a bendecir la guerra de Ucrania como si de una cruzada se tratara contra el infiel, como tantos de sus antecesores en el pontificado.
Un dicho puesto en boca de Jesús afirma: No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada (Mateo 10, 34). Hay quien opina que no hay que entender este dicho, que contradice el espíritu cristiano de irenismo y amor universales, en sentido literal, que “espada” quiere decir otra cosa distinta de lo que dice, como por ejemplo, división, cizaña o enfrentamiento no sangriento, pero que contradiga precisamente la figura idealizada de Jesús, el llamado Cristo de la fe, que es una elaboración fundamentalmente paulina, es uno de los argumentos a favor de la historicidad de la proclama.
Téngase en cuenta también que el Imperio envió una cohorte romana, compuesta entre cuatrocientos y seiscientos legionarios al menos, al mando de un tribuno, como refiere Juan 18, 12, para detener al Nazareno: La cohorte, pues, y el tribuno y los alguaciles de los judíos se apoderaron de Jesús y le ataron. No parece muy congruente desplegar una fuerza militar tan desproporcionada en un territorio ocupado para detener a un hombre rodeado de una banda de seguidores pacíficos y desarmados.
En Lucas 22, 36, aconseja Jesús a los discípulos que compren una espada: Y les añadió: Pues ahora el que tenga bolsa, tómela, e igualmente las alforjas, y el que no la tenga, venda su manto y compre una espada. Y más adelante, (Lucas, 22,49): Viendo los que estaban en torno de Él lo que iba a suceder, le dijeron: ¿Herimos con la espada?
Como escribe Gonzalo Puente Ojea en su “El Evangelio de Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia”, edit. Siglo XXI (Madrid, 1992): La impresión neta de que Jesús y los suyos iban armados para una contienda, y no excluían la posibilidad de violencia, se impone por sí misma.
Uno de los discípulos le corta una oreja con la espada al servidor del Sumo Sacerdote. Allí Jesús no hace ninguna condena del uso de la violencia, se limita a curar al herido. El clero judío estaba bien avenido con el poder imperial romano por entonces. Jesús se limita a decir prudentemente: Dejadles, no haya más.
Expulsión de los mercaderes del Templo, El Greco (1600)
No olvidemos otro episodio que narran los cuatro evangelistas, que es la expulsión de los mercaderes y cambistas del templo, donde Jesús usando un látigo de cuerdas y haciendo uso de la violencia expulsa a todos del Templo.
Su Santidad afirma que Es más que lícito entregar armas a otros países para que se defiendan. Se refería a la invasión rusa de Ucrania y a los países que han enviado armamento al Gobierno de Kiev. Para el romano Pontífice es moralmente aceptable: Los ucranianos están protegiendo su país. No solo es lícito, es también una expresión de amor a la patria. Quien no se defiende, quien no defiende alguna cosa, no la ama. En vez de eso, quien defiende, ama.
No obstante, también, dando una de cal y otra de arena, pide como buen cristiano al Gobierno de Zelenski que abra las puertas al diálogo para zanjar cuanto antes esta guerra, cuyo relato ha venido a sustituir en el imaginario colectivo al cuento aquel de la pandemia, cuyo final "está ya a la vista", según declaración del ceo de la OMS.
Declarar el fin, por otra parte, de la pandemia es reconocer que la ha habido, que ha habido de hecho una pandemia como tal, lo que, si bien desde el principio era mentira no ha dejado, sin embargo, de ser real, como el protocolo que se aplicó ad hoc, que nos llevó a situaciones como esta que refleja la icónica fotografía de los dos ancianos plastificados y embozados besándose, que puede resumir la pesadilla vivida durante dos años largos.
Ahora reconocen que estamos en las postrimerías de lo que se denominó 'plandemia', que se acabó lo que se daba, pero lo que se acabó es el cuento de la pandemia, que ha sido sustituido rápidamente por este otro de la guerra de liberación de Ucrania de la ocupación del malvado zar y déspota de Rusia.
Hay que distinguir entre Jesús, el personaje histórico, y el Cristo de la fe, entre el Jesús de carne y hueso y el mito que se fraguó sobre él y que suele denominarse el Cristo ("ungido" en griego), en el que creen hoy muchos millones de cristianos. Vamos a tratar, pues, de analizar el nombre compuesto «Jesucristo», para distinguir el personaje histórico del mitológico o legendario.
Jesús es un personaje histórico de cuya existencia cabe poca duda aunque no se sepa mucho de él: se sabe que nació en el año 6 después de Cristo, paradójicamente, que no nació en Navidad (24 de diciembre era la fiesta de la Natiuitas Solis, solsticio de invierno), que no nació en Belén, sino en Nazaret, que tuvo varios hermanos (Santiago, por ejemplo) y que fue, como Juan el Bautista, un predicador que repetía que había que prepararse para la llegada del Reino de Dios, convencido como estaba de que se acercaba el fin del mundo, una profecía que obviamente, dos mil años después, no se ha cumplido todavía.
Se separó de Juan Bautista (parece que hubo rivalidad entre ellos) y formó su propia secta. Algo que resulta obvio pero que hay que decirlo porque suele pasar desapercibido es que Jesús no es cristiano, sino judío. Su intención nunca fue crear una iglesia, sino preparar al pueblo de Israel para el advenimiento del Reino de Dios, un proyecto político y espiritual, que él creía inminente.
Fue condenado a muerte por los romanos acusado de sedición. Sobre su cruz se clavó el rótulo INRI, acrónimo de Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum: Jesús Nazareno rey de los judíos.
Parece ser que reclamó cuando entró en Jerusalén el trono de David.
Su crítica se dirigía al sector judío más romanizado (y por lo tanto menos fundamentalista y fanático, más tolerante y colaborador con la dominación romana), porque se apartaban de la religión tradicional judía, un monoteísmo de pueblo escogido centrado en Jehová o Yavéh. Los judíos esperaban un Mesías, un salvador enviado por Dios, que siguen esperando, porque no reconocen a Jesús más que como un profeta.
Cristo crucificado o de San Plácido, Velázquez (1632)
Que los romanos lo consideraban peligroso o al menos subversivo lo prueba el hecho de que fue detenido por una cohorte, esto es, por la décima parte de una legión (entre 400 y 600 legionarios romanos al mando de un tribuno) y por el hecho de que algunos de sus seguidores iban armados, como San Pedro, que portaba una espada. Es célebre el episodio en que le pregunta al maestro si saca ya la espada y éste le dice que todavía no.
Su predicación no es muy original. Se dirige sólo a los judíos, para que vuelvan a su religión tradicional. Una vez muerto el maestro, san Pablo, verdadero creador del mito de Cristo y fundador del cristianismo, hará de esta secta judaica una religión universal, fuera del estrecho marco original. La palabra griega "católico" quiere decir, precisamente, universal.
Todo el que quiera puede ser cristiano: no es imprescindible ser judío ni, en el caso de los varones, estar circuncidado. Pero para el Jesús histórico sí lo era.
Predicó el amor a los inimici, a los enemigos personales judíos, pero nunca a los hostes o enemigos públicos, es decir, a los romanos, por ejemplo; no se trata de un amor universal, sino de un odio frente al enemigo común, que eran los invasores del pueblo de Israel. En ningún momento condenó la violencia, que él utilizó para expulsar a los cambistas del templo, por ejemplo.
Parece que Jesús se oponía directamente a la dominación romana, lo que los evangelistas han disimulado y falseado, aunque en los propios Evangelios hay vislumbres de esto: “Y viendo los que estaban con él lo que iba a pasar, dijeron: “Señor ¿herimos con la espada?” La impresión neta de que Jesús y los suyos iban armados para una contienda, y no excluían la posibilidad de violencia se impone por sí misma.
Lo cierto es que fue condenado a la cruz y murió. Los cristianos creen que resucitó, pero eso forma parte del mito de Cristo, no de la realidad del personaje histórico, de Jesús, que murió y pasó como tantos más a la mayoría, como decían los griegos, con un eufemismo para referirse a la muerte. La resurrección de Jesús no puede considerarse un hecho histórico, sino algo que sólo se produjo en la imaginación alucinada de sus seguidores: un mito, por lo tanto.
El mito cristiano se basa en que el propio Jesús se ofreció como cordero de Dios («agnus Dei»), es decir, como sacrificio, autoinmolándose para salvar a los hombres, lo que no cuadra muy bien con las últimas palabras del Jesús histórico (Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?) que revelan, más bien, el fracaso de su empresa.
La imposibilidad de encajar el Jesús histórico y el Cristo de la fe constituye una evidencia interna de la altísima probabilidad de que haya existido un mesianista llamado Jesús que anunció la inmediata instauración en Israel del reino mesiánico de la esperanza judía en las promesas de su Dios.
El martirio inesperado de Jesús que concluyó con su crucifixión debería haber descalificado su pretensión de ser un mesías -y tal fue la reacción inicial de sus díscípulos, que sintieron el fracaso de su proyecto. En los Evangelios Jesús profetiza constantemente. Cuando acierta, lo hace ex eventu (pasión, muerte, resurrección), pero la mayoría de sus predicciones, como la de la inminencia del final de los tiempos, han resultado fallidas.
Uno de sus dichos con más fundamento histórico pudo ser, cuando le preguntaron si era lícito pagar el tributo a los romanos: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. La pregunta era una encerrona, si decía que no era lícito, los romanos caerían sobre él porque estaría alentando a la insumisión fiscal; si decía que era lícito, sus seguidores lo tacharían de cobarde. Entonces salió del paso dando una respuesta ambigua. Señala la moneda que tenía la efigie del César. Pregunta quién está allí representado. Le responden que el César de Roma. Entonces contesta. «Pues dádselo a él». Pero a Dios había que darle lo que era de Dios, es decir, según su concepción: la tierra prometida de Israel, su pueblo elegido.
¡Qué diferentes e incompatibles son el Jesús histórico y
el Cristo de «la fe de nuestros mayores»! En esa contradicción entre el uno y el otro radica quizá el éxito del mito. Si hubiera que quedarse con
uno de ellos ¿con quién nos quedaríamos? ¿con el líder guerrillero y
visionario que dijo literalmente «No creáis que he venido a meter paz en
la tierra. No he venido a meter paz, sino espada» (Mateo, 10, 34),
donde, por cierto, algunos han traducido mal a veces «cizaña» por
«espada» para suavizar la violencia del dicho? ¿o con el maestro espiritual pacifista que predica el amor
universal y la paz?
Os dejo con la pregunta en el aire y con una hermosa canción del
cantante canadiense Rufus Wainwright, Agnus Dei («cordero de Dios»), que
interpeta magistralmente al piano en directo en un concierto en Central
Park, cuya letra está basada en la liturgia cristiana. El cantante
considera, no sin razón, esta canción una canción pacifista contra la
guerra, una canción siempre muy oportuna, ahora mismo, por ejemplo,
cuando hay tantas guerras en el mundo. La letra dice
en latín, : «Agnus Dei / qui tollis peccata mundi, / dona nobis pacem»:
Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, danos la paz. Divinas
palabras, que diría Valle Inclán.
Un libro fundamental y muy recomendable sobre el tema, del que he sacado todo lo anterior, es «El mito de Cristo», de Gonzalo Puente Ojea, publicado por Siglo Veintiuno de España, Madrid, 2000.
Dijo una vez Jesús a sus discípulos (Mateo, 18:03): “En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”.
¿Que es ese Reino de los Cielos, regnum coelorum o regnum Dei que Jesús promete a sus discípulos si se vuelven como niños? Ante todo es un reino futuro, en el que todavía no ha entrado nadie. Futuro hay que entenderlo en el sentido de negación de la realidad y del presente, negación del aquí y el ahora, del espacio y el tiempo, pero que está en verdad aquí y ahora, dentro de lo íntimo de los corazones, en la añoranza del paraíso perdido, una jauja feliz, como dice Antonio Piñero, aludiendo al mítico valle de Perú, célebre por su prosperidad y su abundancia.
No perdamos de vista el contexto en el que se enmarca el versículo. Los discípulos le han preguntado al maestro quién será el más grande en el reino de los cielos (quis, putas, maior est in regno caelorum?), y él, llamando a sí a un niño y poniéndolo en medio de ellos, les responde que hasta que uno no se haga muy pequeño (paruulus) como ese niño no será el más grande, es decir, que para ser maior, el más grande, hay que hacerse paruulus, muy pequeño, por muy contradictorio que parezca, como un niño chico de pequeño.
"Dejad que los niños vengan a mí... Pues de los tales es el reino de Dios".
Jesús, que
no era cristiano todavía,
contradecía así al Cristo futuro de la fe creado e inventado por el que sería su fiel
seguidor y el verdadero fundador de la religión que acabó llamándose
cristianismo y la iglesia católica, Pablo de Tarso; en rigor, el
primer cristiano.
Pablo, en
efecto, escribe en la primera carta a los corintios (13:11) “Cuando yo
era niño hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño;
cuando llegué a ser hombre, me despojé de las niñerías”.
Hay, por otra parte, otra contradicción entre lo que predicaba Jesús, el advenimiento futuro del Reino de Dios o de los Cielos que debía producirse en aquella misma generación, y la predicación de la Iglesia paulina, que tras la muerte de Jesús y ante el retraso del fin del mundo, afirma que ese Reino ya está presente en la Tierra, porque de esta manera soluciona el problema de la fallida parusía, es decir, de la definitiva venida de Jesús que pondría punto final a la historia humana.
Pero, volviendo al texto de Pablo, no todos dejamos atrás las niñerías, aunque tengamos edad de sobra para hacerlo y haberlo hecho ya. ¿Será acaso una enfermedad? Es más que posible.
No sería raro que las autoridades sanitarias de este mundo, que velan por nuestra salud más que nosotros mismos, que somos unos irresponsables, nos advirtieran de los riesgos que conlleva esta nueva patología de infantilismo, que en realidad es más vieja que el catarro, para el sistema inmunitario de nuestra propia identidad personal. ¿No podrían implementar, como dicen ellos, las medidas oportunas para que esa enfermedad infecciosa no se contagie a la sociedad?