martes, 2 de agosto de 2022

O Jesús o Cristo.

    Hay que distinguir entre Jesús, el personaje histórico, y el Cristo de la fe, entre el Jesús de carne y hueso y el mito que se fraguó sobre él y que suele denominarse el Cristo ("ungido" en griego), en el que creen hoy muchos millones de cristianos. Vamos a tratar, pues, de analizar el nombre compuesto «Jesucristo», para distinguir el personaje histórico del mitológico o legendario. 
 
    Jesús es un personaje histórico de cuya existencia cabe poca duda aunque no se sepa mucho de él: se sabe que nació en el año 6 después de Cristo, paradójicamente, que no nació en Navidad (24 de diciembre era la fiesta de la Natiuitas Solis, solsticio de invierno), que no nació en Belén, sino en Nazaret, que tuvo varios hermanos (Santiago, por ejemplo) y que fue, como Juan el Bautista, un predicador que repetía que había que prepararse para la llegada del Reino de Dios, convencido como estaba de que se acercaba el fin del mundo, una profecía que obviamente, dos mil años después, no se ha cumplido todavía.
 
    Se separó de Juan Bautista (parece que hubo rivalidad entre ellos) y formó su propia secta. Algo que resulta obvio pero que hay que decirlo porque suele pasar desapercibido es que Jesús no es cristiano, sino judío. Su intención nunca fue crear una iglesia, sino preparar al pueblo de Israel para el advenimiento del Reino de Dios, un proyecto político y espiritual, que él creía inminente. Fue condenado a muerte por los romanos acusado de sedición. Sobre su cruz se clavó el rótulo INRI, acrónimo de Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum: Jesús Nazareno rey de los judíos
 
    Parece ser que reclamó cuando entró en Jerusalén el trono de David. Su crítica se dirigía al sector judío más romanizado (y por lo tanto menos fundamentalista y fanático, más tolerante y colaborador con la dominación romana), porque se apartaban de la religión tradicional judía, un monoteísmo de pueblo escogido centrado en Jehová o Yavéh. Los judíos esperaban un Mesías, un salvador enviado por Dios, que siguen esperando, porque no reconocen a Jesús más que como un profeta. 
 
 
Cristo crucificado o de San Plácido, Velázquez (1632)  
 
    Que los romanos lo consideraban peligroso o al menos subversivo lo prueba el hecho de que fue detenido por una cohorte, esto es, por la décima parte de una legión (entre 400 y 600 legionarios romanos al mando de un tribuno) y por el hecho de que algunos de sus seguidores iban armados, como San Pedro, que portaba una espada. Es célebre el episodio en que le pregunta al maestro si saca ya la espada y éste le dice que todavía no. 
 
    Su predicación no es muy original. Se dirige sólo a los judíos, para que vuelvan a su religión tradicional. Una vez muerto el maestro, san Pablo, verdadero creador del mito de Cristo y fundador del cristianismo, hará de esta secta judaica una religión universal, fuera del estrecho marco original. La palabra griega "católico" quiere decir, precisamente, universal. Todo el que quiera puede ser cristiano: no es imprescindible ser judío ni, en el caso de los varones, estar circuncidado. Pero para el Jesús histórico sí lo era. 
 
    Predicó el amor a los inimici, a los enemigos personales judíos, pero nunca a los hostes o enemigos públicos, es decir, a los romanos, por ejemplo; no se trata de un amor universal, sino de un odio frente al enemigo común, que eran los invasores del pueblo de Israel. En ningún momento condenó la violencia, que él utilizó para expulsar a los cambistas del templo, por ejemplo. 
 
    Parece que Jesús se oponía directamente a la dominación romana, lo que los evangelistas han disimulado y falseado, aunque en los propios Evangelios hay vislumbres de esto: “Y viendo los que estaban con él lo que iba a pasar, dijeron: “Señor ¿herimos con la espada?” La impresión neta de que Jesús y los suyos iban armados para una contienda, y no excluían la posibilidad de violencia se impone por sí misma. 
 
    Lo cierto es que fue condenado a la cruz y murió. Los cristianos creen que resucitó, pero eso forma parte del mito de Cristo, no de la realidad del personaje histórico, de Jesús, que murió y pasó como tantos más a la mayoría, como decían los griegos, con un eufemismo para referirse a la muerte. La resurrección de Jesús no puede considerarse un hecho histórico, sino algo que sólo se produjo en la imaginación alucinada de sus seguidores: un mito, por lo tanto. 
 
    El mito cristiano se basa en que el propio Jesús se ofreció como cordero de Dios («agnus Dei»), es decir, como sacrificio, autoinmolándose para salvar a los hombres, lo que no cuadra muy bien con las últimas palabras del Jesús histórico (Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?) que revelan, más bien, el fracaso de su empresa. 
 
    La imposibilidad de encajar el Jesús histórico y el Cristo de la fe constituye una evidencia interna de la altísima probabilidad de que haya existido un mesianista llamado Jesús que anunció la inmediata instauración en Israel del reino mesiánico de la esperanza judía en las promesas de su Dios. El martirio inesperado de Jesús que concluyó con su crucifixión debería haber descalificado su pretensión de ser un mesías -y tal fue la reacción inicial de sus díscípulos, que sintieron el fracaso de su proyecto. En los Evangelios Jesús profetiza constantemente. Cuando acierta, lo hace ex eventu (pasión, muerte, resurrección), pero la mayoría de sus predicciones, como la de la inminencia del final de los tiempos, han resultado fallidas. 
 
    Uno de sus dichos con más fundamento histórico pudo ser, cuando le preguntaron si era lícito pagar el tributo a los romanos: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. La pregunta era una encerrona, si decía que no era lícito, los romanos caerían sobre él porque estaría alentando a la insumisión fiscal; si decía que era lícito, sus seguidores lo tacharían de cobarde. Entonces salió del paso dando una respuesta ambigua. Señala la moneda que tenía la efigie del César. Pregunta quién está allí representado. Le responden que el César de Roma. Entonces contesta. «Pues dádselo a él». Pero a Dios había que darle lo que era de Dios, es decir, según su concepción: la tierra prometida de Israel, su pueblo elegido. 
 
    ¡Qué diferentes e incompatibles son el Jesús histórico y el Cristo de «la fe de nuestros mayores»! En esa contradicción entre el uno y el otro radica quizá el éxito del mito. Si hubiera que quedarse con uno de ellos ¿con quién nos quedaríamos? ¿con el líder guerrillero y visionario que dijo literalmente «No creáis que he venido a meter paz en la tierra. No he venido a meter paz, sino espada» (Mateo, 10, 34), donde, por cierto, algunos han traducido mal a veces «cizaña» por «espada» para suavizar la violencia del dicho? ¿o con el maestro espiritual pacifista que predica el amor universal y la paz? 
 
      
 
    Os dejo con la pregunta en el aire y con una hermosa canción del cantante canadiense Rufus Wainwright, Agnus Dei («cordero de Dios»), que interpeta magistralmente al piano en directo en un concierto en Central Park, cuya letra está basada en la liturgia cristiana. El cantante considera, no sin razón, esta canción una canción pacifista contra la guerra, una canción siempre muy oportuna, ahora mismo, por ejemplo, cuando hay tantas guerras en el mundo. La letra dice en latín, : «Agnus Dei / qui tollis peccata mundi, / dona nobis pacem»: Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo, danos la paz. Divinas palabras, que diría Valle Inclán.
 
    Un libro fundamental y muy recomendable sobre el tema, del que he sacado todo lo anterior, es «El mito de Cristo», de Gonzalo Puente Ojea, publicado por Siglo Veintiuno de España, Madrid, 2000.

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