sábado, 20 de agosto de 2022

¡Comámonos los unos a los otros!

    La Balsa de la Medusa, pintada por Théodore Géricault entre 1818 y 1819, se hace eco del naufragio de la fragata de la marina francesa Méduse, encallada frente a la costa de Mauritania el 2 de julio de 1816. Un centenar y pico de personas quedaron a la deriva en una balsa construida apresuradamente que se iba al garete a merced del viento, de la corriente y el oleaje de la mar salada. 

La balsa de la Medusa, Théodore Géricault (1818-1819)
  
     Sólo quedaron quince supervivientes del largo centenar de náufragos, que debieron soportar el hambre, la deshidratación, el canibalismo y la locura durante los trece días que tardaron en ser rescatados. Los demás habrían muerto de inanición, o habrían sido asesinados o arrojados por la borda por sus propios camaradas, si no se habían ellos lanzado al mar desesperadamente. 

    Este incidente, que dio mucho que hablar en la época, se convirtió en una enorme vergüenza pública para la monarquía francesa, recientemente restaurada después de la derrota definitiva de Napoleón.​  

    El cuadro de Géricault presenta a los quince náufragos que sobrevivieron, y se contempla de izquierda a derecha, en el sentido occidental de nuestra escritura, ascendiendo desde el cadáver que hunde las piernas en el mar hasta el náufrago que agita un trapo al barco que se adivina en la lejanía y acude finalmente en su rescate; desde la oscuridad de los negros nubarrones a la luz en el horizonte; desde la desesperación a la esperanza. 

    Recuerdo que en los años 70 del pasado siglo un avión se estrelló en la Cordillera de los Andes, y que los supervivientes, que fueron dados por muertos, tuvieron que enfrentarse al frío y al hambre durante dos meses y medio hasta que accidental- y finalmente fueron rescatados. Dieciséis lograron sobrevivir en unas condiciones excepcionalmente rigurosas, viéndose obligados, como confesaron, a comer la carne de sus compañeros muertos para alimentarse.

 

Mujer caníbal, Leonhard Kern (c. 1560)

     El Milagro de los Andes, como se llamó, despertó en su momento una larga polémica sobre si era lícito en condiciones extremas romper el tabú de la antropofagia. La postura de la Iglesia Católica no podía dejar de recordar la teofagia de Jesucristo en la Última Cena que ofrece su carne y su sangre, el pan y el vino, a sus discípulos en la sagrada comunión del banquete, ofreciéndose como víctima expiatoria o cordero de Dios que quita los pecados del mundo.

    El periódico neoyorquino New York Times se preguntaba recientemente, medio en serio medio en broma, si no habría llegado el momento de pensar en la antropofagia como opción alternativa ante la crisis alimentaria -complementaria de la sanitaria y la energética que forman el misterio inextricable de la Santísima Trinidad crítica- que dicen que se avecina. No hace apología el rotativo del consumo de carne humana, pero dedica un artículo a un tema que se consideraba tabú y que podría ser decisivo para acabar con el hambre en el mundo, abriendo la ventana de Overton. 

 

Saturno devorando a uno de sus hijos, Goya (1820-1823)

     Uno podría plantearse como en la película Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, según su título original en inglés) de Richard Fleischer (1973) que la carne humana, consumida en forma de galletas verdes, podía ser una buena alternativa a la carne de otros animales para alcanzar un futuro elemental sostenible. Los que han catado nuestra carne dicen que tiene un sabor muy similar a la del cerdo. 

     Acostumbrarse a comer alimentos a los que no estamos habituados, como la carne humana de los cadáveres, no significa que debamos matar a nuestros semejantes para alimentarnos de ellos... Consumir, carnívoros que somos, carne humana no nos obliga a sacrificar a nuestros semejantes, dado que hay una prohibición más tajante que la de la antropofagia, un mandamiento de la ley de Dios que dice "No matarás". ¿Qué haríamos, sin embargo, abramos un poco más la ventana de Overton, en caso de necesidad?

    Cuando incorporamos mediante trasplante órganos de otra persona en nuestro organismo, hay algo de antropofagia en sentido figurado.  Cuando uno dona su cadáver para la ciencia o sus órganos para trasplantes, no espera que vengan antes de que le llegue la hora a quitárselos en vida. Pero si la demanda es urgente...

    Recuerdo a propósito una escena particular- y sarcásticamente divertida de la película The meaning of life o 'El sentido de la vida' de los Monty Python (1983), que me impresionó mucho cuando la vi, donde se aborda cómica- y sarcásticamente el tema del trasplante de órganos vivos:

          La novela de Kazuo Ishiguro "Nunca me abandones" (2005), cuyo título en inglés es Never let me go, literalmente Nunca dejes que me vaya, llevada a la gran pantalla por Mark Romanek en 2010 narra el descubrimiento que hacen tres jóvenes Kathy, Tommy y Ruth, cuya infancia transcurre en Hailsham, un internado inglés aparentemente idílico, sobre lo que les espera en el futuro, que no es otra cosa más que la muerte, abocados como están a sacrificarse donando sus órganos en vida para que otros sobrevivan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario