La noticia de la reciente muerte del dibujante francés Jean-Jacques Sempé (1932-2022), célebre por su personaje El Pequeño Nicolás, me ha llegado junto con la imagen de su último dibujo publicado hace una semana en una revista ilustrada francesa. Podría titularse perfectamente: Paisaje con figuras humanas.
Presenta una composición abigarrada donde se entremezclan por una parte la naturaleza exuberante -árboles, montañas, plantas, nubes, pájaros, un río...- y la obra de factura humana por otra (un puente medieval, una barca, un pueblecito, un castillo, caseríos diseminados aquí y allá...), con dos diminutas figuras humanas: En la parte inferior central una mujer tumbada sobre la yerba que posa a cierta distancia para el artista, y en el margen inferior derecho el pintor, quizá el propio dibujante, justamente encima de su apellido “Sempé” con el que firmaba siempre sus trabajos.
El artista se enfrenta a la tarea descomunal de reflejar en su lienzo con sus acuarelas toda la infinita y lujuriosa belleza que se despliega ante sus ojos: un paisaje del que él se excluye pero del que forma parte inevitablemente a nuestra vista, y que incluye la figura diminuta en comparación con el marco incomparable que le sirve de referencia de la mujer que ocupa un lugar central casi microscópico bajo la arboleda y que le dice al artista “No te olvides de incluirme a mí en el cuadro que estás pintando”. Y estas palabras son como si fueran las últimas del autor ante la inminencia de su muerte.
¡Qué insignificante resulta la figura humana de uno mismo ante la grandeza y la belleza de todo lo que nos rodea! ¿Cómo puede el pintor centrar su mirada solo en el retrato de la persona humana?
Revisando algunas imágenes del libro de Sempé “La grande panique” (1965) me encuentro con esta confesión que un paciente, quizá el propio Sempé, le hace al psicoanalista que lo trata: un hombre adulto reconoce que tiene mucho miedo, pánico incluso, a que suceda lo que más deseaba cuando era joven: que todo salte por los aires. El joven rebelde se ha convertido en un viejo que teme la revolución que tanto había codiciado. Real como la vida misma.
Tomo también del mismo libro estas cuatro viñetas que presento en formato gráfico animado de un niño y una niña que ven en la televisión imágenes horribles de guerra, asesinatos espeluznantes y la explosión de la bomba atómica, y no se inmutan ante tanta violencia circundante. Sin embargo se horrorizan ante la imagen del lobo de los cuentos y fábulas infantiles. Así es el miedo humano: nos causa pánico lo desconocido, cuando es lo conocido lo que debería espantarnos. Nos dicen: ¡Que viene el lobo!, esa pobre criatura en peligro de extinción que no ha querido resignarse a ser un perro doméstico, y nos llevamos las manos a la cabeza muertos de miedo, como cuando nos dijeron que un virus iba a matarnos a todos... Tememos más la ficción que la realidad.
La crítica de Sempé suele ser bastante amable, a veces algo ingenua, como los dibujos, que nos ha dejado y aquí quedan despidiendo siempre el aroma de la bonhomía de su autor.
Sencillamente precioso. Gracias.
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