jueves, 30 de abril de 2020

Timón, el filántropo misántropo (I)

Una cita de Luciano de Samósata extraída de Timón o El filántropo (43), en traducción castellana de Manuela García Valdés: “Miembros de tribu”, de “clan”, de “demo” y “patria” son nombres fríos e inútiles, vanagloria de hombres insensatos. φυλέται δὲ καὶ φράτορες καὶ δημόται καὶ ἡ πατρὶς αὐτὴ ψυχρὰ καὶ ἀνωφελῆ ὀνόματα καὶ ἀνοήτων ἀνδρῶν φιλοτιμήματα. 

“Tribu, clan o fratría, demo y patria” son agrupaciones de carácter socio-político de los ciudadanos atenienses, de las que entre nosotros sólo pervive la última:
Φυλέται eran los miembros de una misma tribu. Atenas estaba dividida en cuatro tribus. Desde Solón, la tribu se dividía en tres fratrías, por lo que en Atenas había doce fratrías. 
Φράτορες son los miembros de una misma fratría. La fratría o clan estaba compuesta de treinta familias, por lo que en Atenas había trescientas sesenta familias. 
Δημόται miembros de un demo o cantón en Atenas. Subdivisión de la tribu. En tiempos de Heródoto había cien demos por cada tribu. 
Πατρίς la patria o tierra paterna: un adjetivo que significa “propio del padre” y que acompañaba al sustantivo “tierra” al que acabó sustituyendo, sustantivándose como en latín “patria (terra)”: la tierra del padre de uno
 


Timón, el filántropo que se volvió un acérrimo misántropo, tan cerca están el amor y el odio, reniega de todas ellas porque son denominaciones vacías de significado, frías, dice él (ψυχρὰ, en griego, esto es, glaciales como el hielo, nombres que le dejan a uno helado porque no le dicen nada más que lo que dicen, meros flatus uocis o soplos de voz, pero con la connotación de inútiles, improductivas, vanas, nulas, estériles; en griego el calor se asocia a la idea de fecundidad) que sólo son valoradas por los ignorantes. 

Lo que dice Timón es como si, mutatis mutandis, dijéramos hoy en día cualquiera de nosotros, renegando de todas las patrias, incluso de las patrias chicas, que por lo pequeñas que son parecen insignificantes, y haciendo nuestro aquel auténtico patriotismo que consiste en odiar todas las patrias,  algo así como: Ser de una ciudad o de otra, de un pueblo o de otro, de una u otra nación es tener una denominación de origen fría e inútil, que no aporta nada más que unas señas de identidad que, aunque nos clasifican, no dicen nada verdadero ni sensato de nosotros. De esas señas identitarias -falsas, porque cualquier identidad es una falsa identidad- sólo pueden enorgullecerse los ignorantes, es decir, los que creen que por ser reales son verdaderas, los que no se percatan de la falsedad de la realidad, los que están privados de la facultad de razonar y de inteligencia porque sólo tienen prejuicios, nociones preconcebidas, típicos tópicos, ideas. 

Pero Timón no sólo reniega de su pertenencia a una tribu, a una fratría, a un demo, y, en definitiva a una patria, a Atenas, reniega también de su pertenencia al género humano, apartándose de toda humana sociedad. Luciano pone estas palabras en su boca: Solitaria sea mi vida como la de los lobos, y un solo amigo tenga: Timón (μονήρης δὲ ἡ δίαιτα καθάπερ τοῖς λύκοις, καὶ φίλος εἷς Τίμων). Todos los demás sean enemigos y conspiradores (οἱ δὲ ἄλλοι πάντες ἐχθροὶ καὶ ἐπίβουλοι). Y hablar con alguno de ellos sea contaminación (καὶ τὸ προσομιλῆσαί τινι αὐτῶν μίασμα). Y si veo a uno sólo, sea ese día nefasto (καὶ ἤν τινα ἴδω μόνον, ἀποφρὰς ἡ ἡμέρα). En una palabra, en nada ellos se diferencien para mí de las estatuas de piedra o bronce (καὶ ὅλως ἀνδριάντων λιθίνων ἢ χαλκῶν μηδὲν ἡμῖν διαφερέτωσαν). No recibiré embajadores de su parte ni haré tratados con ellos (καὶ μήτε κήρυκα δεχώμεθα παρ᾽ αὐτῶν μήτε σπονδὰς σπενδώμεθα). El desierto sea mi frontera con ellos (ἡ ἐρημία δὲ ὅρος ἔστω πρὸς αὐτούς).  (Timón o El Misántropo 42,43, Luciano de Samósata, Traducción de Manuela García Valdés).

miércoles, 29 de abril de 2020

La casa de Bernarda Alba o la España confinada.

La Casa de Bernarda Alba es la perfecta radiografía lorquiana de la España encerrada bajo confinamiento durante el Estado de Alarma. 

Al morir su marido, Bernarda Alba declara oficialmente el luto en su casa, imponiéndoselo a sus cinco hijas: En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle

Martirio le pregunta a su hermana Adela, la más joven de todas: ¿Qué piensas, Adela? Y Adela le responde que el luto declarado a raíz de la muerte de su padre la ha cogido en la peor época de su vida para pasarlo. A lo que Martirio le dice: Ya te acostumbrarás. Pero Adela rompe a llorar desgarradoramente y solloza no sin ira: No me acostumbraré. Yo no puedo estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras; no quiero perder mi blancura en estas habitaciones; mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle. ¡Yo quiero salir!
 
Bernarda sabe que sus hijas, en el fondo, son, como ella misma dice: “Mujeres ventaneras y rompedoras de su luto”, y que, como es natural, tiran al monte como cabras. Pero ella, el Gobierno,  no va a consentirlo.

María Josefa, la vieja, la madre de Bernarda y la loca de la casa, es la única que, paradójicamente no ha perdido la razón y puede dar constancia de la realidad en la que viven: Aquí no hay más que mantos de luto.

Adela, como heroína rebelde de una tragedia griega, acabará ahorcándose porque no puede tener a Pepe el Romano, del que estaba embarazada, que ha sido prometido a Angustias, su hermana mayor. 

Tras su muerte, Bernarda declara un luto riguroso y sobrevenido -luto sobre luto- y, mintiendo, porque no hay Gobierno que no se base en la mentira y se sostenga sobre ella, proclamará que Adela ha muerto virgen. Como una santa. Y, acto seguido, decretará Nos hundiremos todas en un mar de luto, condenándonos a todos los espectadores a la catarsis de esa tragedia.

martes, 28 de abril de 2020

La prueba de la carga y la carga de la prueba

La prueba de la carga. Según la inevitable Güiquipedia el onus probandi o carga de la prueba en derecho penal es “la base de la presunción de inocencia de cualquier sistema jurídico que respete los derechos humanos.” Toda persona es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad. 

Para nuestro sistema sanitario, y a raíz de la importación del virus coronado y del Estado de Alarma decretado por el Gobierno, no sucede lo mismo, sino que resulta al revés: toda persona está infectada mientras no se demuestre convenientemente, mediante las adecuadas pruebas sanitarias, lo contrario. 


Lo lógico sería que quien nos acusa demostrase su acusación: el acusado no tiene que demostrar su inocencia, ya que partimos de ella. Pero el sistema sanitario ejerce un poder omnímodo que restringe nuestros derechos y libertades en nombre de los fantasmas de la salud pública y de la seguridad nacional. Ahí hemos visto la conchabanza entre el Ministerio de la Salud y el de la Guerra, como se llamaba antaño al que ahora le dicen de Defensa: Ya lo dijo el otro: “Por mi propio bien” / me dijeron al hacer-/ me una gran maldad”. 

Pero ya nos advirtió Huxley el siglo pasado: Todos estamos enfermos, mientras no se demuestre lo contrario. Si no presentamos síntomas de enfermedad, no significa que estemos sanos, ya que podemos ser enfermos asintomáticos, que no padezcamos la enfermedad, o que la padezcamos sin enterarnos, con unos síntomas muy leves, y podemos contagiar a los demás, incluso a los seres queridos y más allegados, lo que no nos perdonaríamos nunca. 

Las autoridades sanitarias juegan a hacernos chantaje emocional con eso para que nos resignemos a ser considerados y tratados todos como pacientes, en el sentido médico del término. Por eso todos, por real decreto, estamos confinados. Todos estabulados. Todos enfermos. 

El Estado Terapéutico, con la Organización Mundial de la Salud a la cabeza, vela por todos nosotros. Nos han impuesto la enfermedad. Nos han contagiado a todos. Los adultos "sanos" no pueden tomar las decisiones que desean, ni los enfermos rechazar las que no desean, porque todos somos un peligro para los demás. El prójimo se ha convertido en una fuente de contagio. Han decretado el confinamiento de toda la población: y ha sido peor el remedio que la enfermedad. Y lo más gracioso de todo, si no fuera bastante preocupante,  dramático y sarcástico, es que la mayoría de la población aplaude. Aunque no todos. Nunca todos. Afortunadamente.

lunes, 27 de abril de 2020

Pintadas callejeras

Las pintadas en las paredes ya no son, si es que lo han sido alguna vez, la expresión anónima, clandestina y desgarrada del sentido común y de la voz popular. Son otra cosa. Muy colorida a veces, no cabe duda de ello. Pero muy poco significativa. 

¿Qué dicen las paredes? En lugar de las viejas pintadas, los jóvenes hacen grafitos, rotuladores o aerosoles en mano, estampando su firma personal, la expresión redundante en letras mayúsculas, lo más grandes posibles, y a todo color, de su personalidad  bajo el logotipo de su nombre o alias propio, como si fueran una marca comercial. 

Los grafiteros neoyorquinos, por ejemplo, estampan su firma en letras enormes, las más grandes que nunca se hayan visto, y vivos colores en vagones de trenes y estaciones de metro, y repiten el diseño monotemático hasta la saciedad. Nada que decir, sólo la expresión del ego, la firma de la personalidad: aquí estoy yo, este es el logotipo de mi marca. Utilizan colores y diseños llamativos. Quieren ser originales. Su originalidad radica en expresar su individualidad, su soledad atómica, su personalidad. 



Creo recordar que fue un tal Muelle el que empezó esta moda, en los años ochenta, rubricando las paredes y vallas publicitarias madrileñas con su firma acompañada de una espiral que recordaba, por su diseño similar al del rabo de un cerdo, la forma de un muelle, finalizada en una flecha característica. Encerraba, además, una erre en un círculo, desde que inscribió su firma en el registro industrial. Muelle se hizo un nombre: convirtiendo un nombre común, pseudónimo o alias, que se sugería con el anagrama de un jeroglífico, en nombre propio. 

Son los grafiteros urbanos, cuyas firmas van cargadas de símbolos que quieren definir su personalidad. Su firma no está ligada a ningún producto comercial: no es una marca de tejanos, por ejemplo: el único producto comercial es el realizador de la firma: ellos mismos: Ego, Sociedad Anónima o, tal vez  mejor, Sociedad Limitada.    

El grafitero se considera, supongo, un artista, y sus productos, los grafitos se consideran arte urbano, por eso deja su artística firma en la pared. Pero ¿qué dicen las pintadas? ¿Qué significan esos gritos? ¿Qué comentan las paredes? ¿Qué expresan? ¡El nombre del que lo escribió! Como dice un refrán escolar, cuando un discípulo se dedica a estampar su nombre propio compulsivamente en paredes y pupitres, en aras de afirmar su personalidad, “el nombre de los burros (o de los tontos) aparece por todas partes”. Ni siquiera el típico e infantil “Tonto el que lo lea”. ¿Qué dicen los jóvenes? Nada: sólo: aquí estoy yo: esta es mi firma: una celebración egoísta del individuo masificado. 



¿Dónde están las pintadas anónimas, la voz del pueblo? Parece que sustituyen, parafraseando a McLuhan, el mensaje por el emisor (que debería ser lo que menos importa). El emisor es el mensaje: aquí estoy yo. Claro que la culpa no la tienen ellos, los jóvenes. Divino tesoro, la juventud... Si es más importante que un dibujo anónimo de Picasso, la firma de éste estampada en él, ¿por qué no prescindir del dibujo y rubricar sólo la firma picassiana? 

¡Qué pena! Sus nombres propios estampados en colores sólo sirven para decorar vagones de tren, paredes grises, murales... igual que la publicidad. Es verdad que le dan una nota colorista a la ciudad, pero poco o nada más. ¡Qué tristes están los muros con esas firmas y diseños de color! No dicen nada, no tienen nada que decir: sólo aquí estoy yo, yo y nadie más que yo, viva yo, solo yo. 

Expresan la frustración onanista y solipsista del autor. Emiten el más simple de todos los mensajes, el más elemental: el nombre propio como si fuera una ventosidad. Aquí no hay contenidos políticos, nombres comunes que puedan ofender a nadie por sus textos inmorales, pero resulta que la mayor inmoralidad de todas es la afirmación de la propia personalidad, nuez vana, cáscara vacía.

domingo, 26 de abril de 2020

Spectatores, plaudite! (Los aplausos de las ocho)

Las comedias latinas de Plauto solían acabar con la fórmula “spectatores, (ad)plaudite!”: un vocativo que, en boca de los actores, interpela al público, poniéndolo en su lugar -¡espectadores!-, que rompe la magia de la ficción teatral y establece la ruptura de la convención cómica, y un imperativo -¡aplaudid!-, que es una petición de aclamación como reconocimiento de la labor realizada que clausura la función teatral. 

Los aplausos televisados de las ocho son otra cosa. Esos aplausos no están dirigidos hacia afuera sino hacia dentro, hacia los propios aplaudidores, pero esto no quiere decir que salgan de dentro: no nacen de nuestros adentros sino que nos vienen impuestos desde fuera, mandados. Son como las palmas de los bailarines rusos del Ballet Bolshoi, que correspondían a las ovaciones que recibían una vez acabada la función, aplaudiendo al público que les aplaudía a ellos. No vienen de abajo, del pueblo llano y soberano, sino de arriba, de las autoridades que están, como ellos dicen con vacía retórica rimbombante, "gestionando la emergencia de la crisis sanitaria".

No son espontáneos porque vienen de alguna manera prescritos y determinados a una hora fija. No son públicos sino privados y particulares. No son altruistas, sino egoístas. No están motivados por una interpretación musical o poética que nos haya llegado al alma, hiriéndonos en el corazón. 

Son como las risas enlatadas de las comedias de televisión, que indican a los telespectadores la supuesta gracia de un chiste o una situación cómica. Son como los aplausos que los realizadores de los programas de la tele ordenan al público invitado presente en el plató diciéndoles cuándo deben aplaudir para iniciar el comienzo o marcar el final y salir en la pequeña pantalla,  igual que las claques profesionales de antaño.

Son, en efecto, los aplausos de la claque, esos grupos de individuos contratados para animar al resto del público e incitarles al aplauso gregario que asegure el éxito del espectáculo, que aplauden y vitorean a rabiar en momentos señalados o al final de la representación en los estrenos teatrales u operísticos.
 

La Claque, Guido Messer (1987)

Los aplausos “solidarios” -¡se abusa tanto de este adjetivo que ya no se sabe ni lo que significa!- de las ocho suenan a falso y a convención social, a un guardar las apariencias bastante hipócrita. No aplauden a los médicos ni a los enfermeros ni, como dicen los periodistas, al sufrido personal sanitario, que cumplen con su obligación y desempeñan normalmente su trabajo a menudo en pésimas condiciones. 

No aplauden a los ancianos, confinados habitualmente en residencias a modo de reservas, silenciados y escarnecidos por una sociedad y una publicidad que exalta el modelo adolescente de la juventud a ultranza. No aplauden y cantan al vecino, al que ayer ignoraban por completo y apenas saludaban en la escalera. No aplauden a la policía, guardia civil, ejército o fuerzas de orden público, o como se llamen: aplauden el encierro del que son víctimas y verdugos, los cuarenta días y sus noches de Noé en el arca hasta que pasó el diluvio-, la cuarentena, que en nuestro caso ya va para cincuentena, y suma y sigue. 

Se aplauden a sí mismos, aplauden su resignación, su sometimiento a las autoridades gubernativas y sanitarias. Aplauden un confinamiento que disfrazan de heroísmo. Aplauden su enorme sacrificio, que ya no consiste en rebelarse contra el Amo, sino en someterse a sus designios. El héroe moderno ya no es el Prometeo romántico que se rebela contra Zeus, sino el ciudadano solidario y sumiso, el sufrido contribuyente y votante democrático. Además, hay que asomarse a la ventana y salir a aplaudir, no sea que los vecinos, si no lo hacemos, vayan a pensar y a decir algo de nosotros, tachándonos de insolidarios -otra vez el  maldito adjetivo-, y nos excluyan de su trato y consideración social.

sábado, 25 de abril de 2020

Poeta en Londres

Bajo el cielo plomizo cubierto de nubes de Londres,
-un firmamento que no sobrevuelan pájaros ni aves,
sino que surcan millares de aviones de día y de noche-,
la urbe voraz, gran bestia que todo lo traga y devora
entre sus fauces, se abren mil ojos que no parpadean
nunca, los ojos de Argo, panóptico monstruo gigante,
siempre vigía. De día y de noche captan sus luces
múltiples, ciegas y raudas, imágenes so pretexto
vano de seguridad. Hay cosas que pasan a veces
y el circuito cerrado de televisión y sus cámaras
no consiguen grabar: escapan por arte de magia
clandestinas, igual que si nunca hubieran pasado,
del control del ojo de Dios, que no ve, por ejemplo, 
cómo solloza en un rincón del Museo Británico
una cariátide a solas que quiere volver de su exilio
con sus hermanas a Grecia, y cómo al caer de la tarde
cuando la gente regresa cansada al hogar del trabajo 
y se refugia en la celda de su apartamento y la vida
propia privada, y los autos escasos, ruedan nocturnos
y la ciudad oscura enciende ya el alumbrado
público, surge furtiva, venida de no sabe nadie
dónde, silueta en el este de Londres con harto sigilo
de un animal. Merodea buscando, sin duda, comida
en la basura, y no es un perro ni gato doméstico
que entre neumáticos de los coches que están aparcados
en las aceras busca cobijo, sino un personaje
de una fábula literaria, el zorro rabioso, 
de un bermejo pelaje de fuego, que huyó de milagro
de una batida de caza de antaño y de fiera jauría
de un británico lord, si no es la vieja raposa
grecolatina, que, cuentan, halló una careta por caso
máscara carnavalesca en el suelo un día y se dijo: 
"¡Cuánta belleza, y carece de seso! Mira, no tiene
nada detrás". Merodea ahora en el este de Londres,
va solitaria en la noche cerrada bajo la sombra,
cruza la calle, añora el bosque lejano en la jungla
negra de asfalto... No lejos, un hombre va dando tumbos, 
se tambalea y cae al suelo, parece borracho.
Sin embargo no huele a vino ni a güisqui. Diríase 
oficinista, que está sufriendo un ataque cardíaco
o ictus acaso. La gente a su lado pasa de largo,
fijos los ojos en micropantallas, y nadie se para
hasta que alguien intenta alzarlo. Al fin se incorpora,
pero se vuelve a caer desmayado, y su cráeno suena
roto contra el bordillo. Y sale la sangre al encuentro
de agua de la alcantarilla; aúllan las ambulancias
pero ninguna viene a buscarlo. Al fin y a la postre,
es un hombre cualquiera que muere tirado en la calle,
muere, y no se oye ninguna sirena estridente que venga
ya a destiempo a salvarle la vida, sin duda perdida
bajo el celaje plomizo de Londres. Las cámaras ciegas
no han visto al hombre que muere, ni a la cariátide triste
que sollozaba, ni al zorro astuto que merodea...
¡Caiga, ojalá, piadosa, la niebla que todo lo anegue,
desdibujando contornos precisos, y cubra, maldita,
esta ciudad, y la borre del mapa del orbe del mundo
de una vez para siempre! ¡Oh niebla, ven, nebulosa
nube, diluye edificios, y los rascacielos altivos,
torres babélicas que se elevan al cielo vacío;
borra las calles y plazas y todos los rótulos, nombres
propios que tienen, y los monumentos históricos, borra 
esos reclamos turísticos que vienen ingenuos
a retratar los turistas: la Torre, borra, de Londres, 
borra a Su Majestad, el Big Ben, que gobierna la vida
de esta maldita ciudad y de los londinenses, sus súbditos,
y es quien manda y no como creen algunos, el pueblo,
víctima siempre de todo gobierno. La Reina, la Reina
es el cronófago que devora segundos, minutos,
horas y así hace que el tiempo se vuelva, cronometrado
oro de ley que defeca esterlinas libras, dinero
vil, contante y sonante, auténtica mierda, que a eso
toda la vida reduce. ¡Que vuelva, vieja, la niebla
y difumine los bancos, y borre la city de Londres,
y el maldito caudal que crían los intereses
del Capital! ¡Que la niebla diluya y hunda en olvido
el maldito week-end, a fin de que así la semana
de una vez para siempre se acabe, y el fin de semana
sea al fin el final de la cuenta, cesando vicioso
círculo! ¡Crezca el Támesis y desborde su cauce
y que se lleve al mar a su paso todo y lo arrastre! 

 

viernes, 24 de abril de 2020

Contactos y contagios

La palabra “contagio”, tomada del latín CONTAGIVM tiene una curiosa historia detrás, como casi todas las palabras. La tenemos en castellano desde comienzos del siglo XVII con el significado de “transmisión de una enfermedad”. Procede del verbo latino CONTINGERE, que a su vez es un compuesto con apofonía vocálica de TANGERE, que significa tocar, con el preverbio CON-, que le da un valor de convergencia y de reunión, un valor sociativo y de acción recíproca y confluencia: Si TANGERE es sólo tocar, CONTINGERE es tocarse. Algo parecido a lo que sucede con LOQVOR, que es hablar, y CON-LOQVOR, que con el prefijo delante se convierte en conversar: el monólogo se convierte en diálogo o coloquio. 

El verbo simple TANGERE, que evoluciona a tañer -un instrumento de cuerda o el tañido de las campanas, por ejemplo-, por lo que nos atañe, contiene un infijo nasal -N- en el tema de presente que desaparece yéndosenos por la tangente a la hora de formar el participio de perfecto, quedando su raíz reducida a TAG-: al añadir el sufijo del participio -TVS se ensordece el fonema oclusivo gutural sonoro G en contacto con el  dental sordo T, se contagia de su "sordera" y pierde la sonoridad característica que le proporcionaba la vibración de nuestras cuerdas vocales convirtiéndose en C, pronunciado como en “casa” o “cosa”, de modo que lo que debería ser *TAGTVS acaba siendo TACTVS, tacto: aquí lo tenemos en nuestra lengua también.

Y de ahí uno de nuestros sentidos corporales, el del tacto, cuyo órgano es la piel extendida a lo largo y ancho de todo nuestro cuerpo. Con el prefijo negativo IN-, tenemos intacto, con lo que nos referimos a lo que no ha sido tocado y permanece puro, casto, virgen, sin mezclar, inalterado. 


Es curioso que nuestra palabra tacto, además de referirse a uno de los cinco sentidos corporales y a la acción de tocar o palpar, también signifique entre nosotros “prudencia para proceder en un asunto delicado”, como en la expresión “andarse con tacto”, donde es prácticamente sinónima de “cuidado”. 

Esto nos lleva a la siguiente contingencia: contagio y contacto son desde un punto de vista estrictamente etimológico esencialmente lo mismo. Pero si el contagio en el sentido de transmisión de una enfermedad es un resultado del contacto, no se puede decir, sin embargo, al revés, que todo contacto conlleve siempre un contagio. Hay contactos por ejemplo virtuales, los que se producen a través de una pantalla táctil, de las personas que rehúyen los contactos epidérmicos, reales, físicos. 

Hay que lamentar que se haya perdido entre nosotros el componente táctil físico a la hora de contactar con alguien o a la hora de relacionarse uno con sus contactos, como se dice en las redes sociales. Gracias (de nada) a la tecnología, hemos sustituido el calor humano del contacto físico por la frialdad del virtual o telemático. 

Ahora, además, gracias (de nada también) al miedo que nos han metido en el cuerpo a la plaga del virus coronado,  no nos queda otra, nos aseguran, que evitar el contacto físico si queremos evitar contagiarnos, por lo que nos autoimponemos el distanciamiento social: guardamos las distancias. Pero es inhumano. 


Perdemos las caricias, el calor efusivo de un abrazo o de un apretón de manos por miedo a que el otro nos contagie, por el miedo a contagiarle nosotros o por el miedo recíproco a contagiarnos mutuamente. El no miedo sino pánico al pestífero contagio hace que nos apartemos de todo contacto, de todo tacto

Una cosa es tener cuidado con lo que se toca, siempre nos lo han dicho, desde pequeños, así como que hay cosas que no se tocan, intangibles, las cuales eran precisamente las que queríamos tocar, y otra es tocar sólo asépticas pantallas táctiles, como si estas fueran inofensivas, o tocar otras cosas y personas con la mediación sanitaria de un guante profiláctico.

jueves, 23 de abril de 2020

Dos epigramas de Luca Gaurico

Os presento dos epigramas latinos en dísticos elegíacos de Luca Gaurico (1476-1558), astrónomo y matemático italiano, en los que figuran dos claras referencias horacianas a la "pallida mors", la muerte demacrada que golpea con idéntico pie las chabolas de los pobres y los casoplones de los ricos -Bate la muerte pálida con pie de igual pujanza / las torres de los reyes y el rancho del pastor, en la traducción de Aurelio Espinosa Pólit-, y el "puluis et umbra sumus" que aparece en la celebración de la primavera que leíamos aquí

 
Aurum quid prodest homini? Quid gloria? Quid uis?
 Pallida mors dira     singula falce metit.
 Nil aurum, nil pompa iuuat; nihil sanguis auorum.
 Excipe uirtutem,     cetera mortis erunt. 

¿Qué le reportan al hombre el oro, el poder y la gloria? 
Pálida muerte con su hoz     todo cercena brutal. 
Valen nada el oro, la pompa, el rancio abolengo. 
Salva virtud, lo demás     pasto de muerte será. 

Puluis et umbra sumus; puluis nihil est nisi fumus; 
sed nihil est fumus;     nos nihil ergo sumus. 
Hora fugit, celeri properat Mors improba passu; 
et tegitur coelo     quidquid acerba rapit. 

Somos polvo y sombra; el polvo no es sino humo; 
nada es el humo; así      nada nosotros también;
 Huye el tiempo, la Muerte atroz corre a paso ligero;
 y bajo el cielo lo que hay     nos arrebata feroz.

miércoles, 22 de abril de 2020

Arnold Böcklin y la Muerte

Arnold Böcklin, autor del cuadro La Peste, del que hablábamos el otro día a propósito de una cita de Tucídides, estuvo bastante obsesionado con la Muerte, hasta el punto de que su autorretrato representa a ésta detrás del artista en forma de un esqueleto que toca el violín al oído, como si fuera su sombra, mientras Arnold está, pincel en mano, pintando un cuadro con una mirada que indica su preocupación, que le trasmite al espectador del cuadro. 

 Autorretrato, Arnold Böcklin (1873)

Pero su obra más célebre es sin duda Die Toteninsel: La isla de los muertos, que ejerce una gran fascinación sobre quien la contempla. Pintó varias versiones, a modo de variaciones musicales del mismo tema. Esta es la tercera. 

 La Isla de los Muertos, Arnold Böcklin (1880)

Representa el último viaje en la barca de Caronte, y la travesía de la laguna Estigia. En el pequeño islote hay altos y oscuros cipreses, árboles fúnebres presentes en numerosos cementerios, así como lo que parecen nichos de sepulcros horadados en la roca. 

En esta obra Arnold Böcklin pinta a un remero y una figura blanca de pie y de espaldas al espectador sobre una pequeña barca que se dirige sobre aguas tranquilas hacia una pequeña isla rocosa. En el bote hay un ataúd blanco. 

Caronte sería el remero, y la figura blanca podría ser el alma del muerto frente al ataúd igualmente blanco, o podría ser también el propio Caronte.  

El simbolismo de la obra multiplica su misterio. El cuadro fascinó a muchos pensadores (Freud, Nietzsche) y artistas (Munch, Dalí), así como al músico Sergey Rachmaninoff (1873-1943) que compuso un poema sinfónico, inspirado por la visión de la obra, del mismo título. Disfrutadla.


Böcklin pintó también una Medusa, que deja petrificado al espectador por su mortecina palidez y su apagada mirada.  Resulta interesante la iconografía de este motivo mitológico, que puede verse en esta página electrónica dedicada a la Gorgona y a la belleza medusea. Asimismo puede resultar interesante la opinión que le merecía su simbolismo a Sigmund Freud, que tratamos en otra ocasión  aquí.

La mirada de la Medusa de Böcklin nos deja petrificados, como la de la Gorgona, nos horroriza más que las serpientes que tiene por cabellos. Sus ojos muertos, sin brillo, sin la luz de las pupilas que los iluminen, nos matan. 
 
Medusa, Arnold Böcklin (c.1878)

martes, 21 de abril de 2020

Una pregunta de Giorgio Agamben

El filósofo italiano, que ya había denunciado a propósito de la lucha contra el terrorismo que cualquier ciudadano era para el Estado un terrorista virtual, un presunto terrorista que tiene que demostrar su inocencia cuando no es culpable de nada, y que la excepcionalidad del Estado de Alarma se había convertido en la regla, denuncia ahora en su artículo Una pregunta del 13 de abril del corriente año publicado en quodlibet la irresponsabilidad de aquellos que deberían haber velado por la dignidad humana, y no lo hicieron, a raíz de la emergencia sanitaria del virus coronado: “En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la sierva de la ciencia, que se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha renunciado radicalmente a sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un Papa llamado Francisco, ha olvidado que Francisco abrazó a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de misericordia es visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar su vida antes que la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe”. 

 

En segundo lugar denuncia al poder legislativo, que ha enmudecido ante la prepotencia del ejecutivo: “Otra categoría que ha fallado en sus deberes es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso imprudente de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han superado todos los límites y se tiene la impresión de que las palabras del Primer Ministro y del Jefe de Protección Civil se han convertido inmediatamente en ley, como se decía para las del Führer. Y no vemos cómo, habiendo agotado el plazo de validez de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad pueden ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Por qué medios legales? ¿Con un estado de excepción permanente? Es tarea de los juristas verificar que se respeten las reglas de la constitución, pero los juristas permanecen en silencio. Quare silete iuristae in munere vestro? (¿Por qué calláis, juristas, en el desempeño de vuestro oficio)".

 Giorgio Agamben

Y concluye con esta aseveración: “Una norma que establece que hay que renunciar al bien para salvar el bien es tan falsa y contradictoria como una que, para proteger la libertad, requiere que se renuncie a ella”. 

Esto me recuerda a mí a aquel oximoro que dijo y dio la vuelta al mundo un comandante de infantería después de la batalla de Bến Tre, en el delta del río Mekong, reducida a escombros tras los ataques norteamericanos durante la guerra del Vietnam: "it became necessary to destroy the village in order to save it" (se hizo necessario destruir la aldea para salvarla). 

Otro celebérrimo oximoro fue, allá por el verano de 2002, el del por aquel entonces presidente de los Estados Unidos George W. Bush que propuso, a raíz de la ola devastadora de incendios veraniegos, la tala de árboles para acabar con los fuegos forestales (sic).  Suena contradictorio, fuera de contexto.  El presidente no sólo quería eliminar la maleza que arde enseguida, sino también árboles adultos, muy codiciados por la industria maderera, a fin de reducir así la masa forestal. Parece contradictorio. Y lo es. Dentro y fuera de contexto.