La Casa de Bernarda Alba es la perfecta radiografía lorquiana de la España encerrada bajo confinamiento durante el Estado de Alarma.
Al morir su marido, Bernarda Alba declara oficialmente el luto en su casa, imponiéndoselo a sus cinco hijas: En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle.
Martirio le pregunta a su hermana Adela, la más joven de todas: ¿Qué piensas, Adela? Y Adela le responde que el luto declarado a raíz de la muerte de su padre la ha cogido en la peor época de su vida para pasarlo. A lo que Martirio le dice: Ya te acostumbrarás. Pero Adela rompe a llorar desgarradoramente y solloza no sin ira: No me acostumbraré. Yo no puedo estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras; no quiero perder mi blancura en estas habitaciones; mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle. ¡Yo quiero salir!
Bernarda sabe que sus hijas, en el fondo, son, como ella misma dice: “Mujeres ventaneras y rompedoras de su luto”, y que, como es natural, tiran al monte como cabras.
Pero ella, el Gobierno, no va a consentirlo.
María Josefa, la vieja, la madre de Bernarda y la loca de la casa, es la única que, paradójicamente no ha perdido la razón y puede dar constancia de la realidad en la que viven: Aquí no hay más que mantos de luto.
Adela, como heroína rebelde de una tragedia griega, acabará ahorcándose porque no puede tener a Pepe el Romano, del que estaba embarazada, que ha sido prometido a Angustias, su hermana mayor.
Tras su muerte, Bernarda declara un luto riguroso y sobrevenido -luto sobre luto- y, mintiendo, porque no hay Gobierno que no se base en la mentira y se sostenga sobre ella, proclamará que Adela ha muerto virgen. Como una santa. Y, acto seguido, decretará Nos hundiremos todas en un mar de luto, condenándonos a todos los espectadores a la catarsis de esa tragedia.