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lunes, 27 de abril de 2020

Pintadas callejeras

Las pintadas en las paredes ya no son, si es que lo han sido alguna vez, la expresión anónima, clandestina y desgarrada del sentido común y de la voz popular. Son otra cosa. Muy colorida a veces, no cabe duda de ello. Pero muy poco significativa. 

¿Qué dicen las paredes? En lugar de las viejas pintadas, los jóvenes hacen grafitos, rotuladores o aerosoles en mano, estampando su firma personal, la expresión redundante en letras mayúsculas, lo más grandes posibles, y a todo color, de su personalidad  bajo el logotipo de su nombre o alias propio, como si fueran una marca comercial. 

Los grafiteros neoyorquinos, por ejemplo, estampan su firma en letras enormes, las más grandes que nunca se hayan visto, y vivos colores en vagones de trenes y estaciones de metro, y repiten el diseño monotemático hasta la saciedad. Nada que decir, sólo la expresión del ego, la firma de la personalidad: aquí estoy yo, este es el logotipo de mi marca. Utilizan colores y diseños llamativos. Quieren ser originales. Su originalidad radica en expresar su individualidad, su soledad atómica, su personalidad. 



Creo recordar que fue un tal Muelle el que empezó esta moda, en los años ochenta, rubricando las paredes y vallas publicitarias madrileñas con su firma acompañada de una espiral que recordaba, por su diseño similar al del rabo de un cerdo, la forma de un muelle, finalizada en una flecha característica. Encerraba, además, una erre en un círculo, desde que inscribió su firma en el registro industrial. Muelle se hizo un nombre: convirtiendo un nombre común, pseudónimo o alias, que se sugería con el anagrama de un jeroglífico, en nombre propio. 

Son los grafiteros urbanos, cuyas firmas van cargadas de símbolos que quieren definir su personalidad. Su firma no está ligada a ningún producto comercial: no es una marca de tejanos, por ejemplo: el único producto comercial es el realizador de la firma: ellos mismos: Ego, Sociedad Anónima o, tal vez  mejor, Sociedad Limitada.    

El grafitero se considera, supongo, un artista, y sus productos, los grafitos se consideran arte urbano, por eso deja su artística firma en la pared. Pero ¿qué dicen las pintadas? ¿Qué significan esos gritos? ¿Qué comentan las paredes? ¿Qué expresan? ¡El nombre del que lo escribió! Como dice un refrán escolar, cuando un discípulo se dedica a estampar su nombre propio compulsivamente en paredes y pupitres, en aras de afirmar su personalidad, “el nombre de los burros (o de los tontos) aparece por todas partes”. Ni siquiera el típico e infantil “Tonto el que lo lea”. ¿Qué dicen los jóvenes? Nada: sólo: aquí estoy yo: esta es mi firma: una celebración egoísta del individuo masificado. 



¿Dónde están las pintadas anónimas, la voz del pueblo? Parece que sustituyen, parafraseando a McLuhan, el mensaje por el emisor (que debería ser lo que menos importa). El emisor es el mensaje: aquí estoy yo. Claro que la culpa no la tienen ellos, los jóvenes. Divino tesoro, la juventud... Si es más importante que un dibujo anónimo de Picasso, la firma de éste estampada en él, ¿por qué no prescindir del dibujo y rubricar sólo la firma picassiana? 

¡Qué pena! Sus nombres propios estampados en colores sólo sirven para decorar vagones de tren, paredes grises, murales... igual que la publicidad. Es verdad que le dan una nota colorista a la ciudad, pero poco o nada más. ¡Qué tristes están los muros con esas firmas y diseños de color! No dicen nada, no tienen nada que decir: sólo aquí estoy yo, yo y nadie más que yo, viva yo, solo yo. 

Expresan la frustración onanista y solipsista del autor. Emiten el más simple de todos los mensajes, el más elemental: el nombre propio como si fuera una ventosidad. Aquí no hay contenidos políticos, nombres comunes que puedan ofender a nadie por sus textos inmorales, pero resulta que la mayor inmoralidad de todas es la afirmación de la propia personalidad, nuez vana, cáscara vacía.