domingo, 1 de diciembre de 2024

Domingo de adviento

    Ya se acerca para los católicos apostólicos y romanos el tiempo del Adviento, palabra que significa “advenimiento”, o, lo que es lo mismo, “llegada” en la que fuera la lengua sagrada de la Iglesia.
 
    ¿Qué esperan que llegue con tanto afán año tras año, siglo tras siglo, los cristianos? Pues ni más ni menos que el propio Cristo renacido, hecho hombre o resucitado, ese mito que brota de un personaje probablemente histórico, que murió condenado a muerte, reo de pena capital y fracasado, aunque sus seguidores subliman su estruendosa derrota en triunfo sobrenatural. Los cristianos esperan a Cristo con actitud vigilante y amorosa, lo esperan en vano desde hace casi dos mil años, y Cristo no llega, no acaba de llegar nunca definitivamente. En su lugar, lo que llega por estas fechas, año tras año, son las empalagosas y comerciales navidades. 
 
 

     Eso es el Adviento: una esperanza desesperada, valga la contradicción, que se alimenta de una fe irracional y ciega. Tienen, en efecto, fe contra toda evidencia lógica, en la vuelta de Jesucristo a este mundo, coronado de inmensa gloria divina y resucitado de entre los muertos, victorioso después de su descenso a los infiernos de la realidad, para instaurar el reino de Dios, etcétera. 
 
    Según palabras de Mateo: “Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor”. No saben, pero están convencidos de que su Señor vendrá… algún día, el menos pensado, a la hora menos pensada. 
 
    Por eso año tras año, siempre por estas fechas, se preparan para celebrar simbólicamente lo que en la realidad ni ha sucedido nunca, ni sucede ahora ni sucederá jamás. 
 
 
 
    Es hermosa esta esperanza desesperada e irracional que atesoran. Son, los cristianos, como las solteronas de antaño que, mientras aguardan al príncipe azul de sus sueños, se pudren en la flor de la vida, dejando que se marchite una virginidad que guardan sólo para Él, para el que, igual que el futuro, no acaba nunca de llegar. 
 
    Y, sin embargo, sin embargo, algo les decía a aquellas solteronas, refunfuñando en señal de protesta por lo bajo, que valía más que disfrutaran los cristianos de lo que habían de comerse los gusanos, o sea, el virgo, es decir, la castidad, que etimológicamente no deja de ser un castigo divino, pues castigar es  obligarlo a uno a ser casto e ir por el que dicen que es el buen camino, y que, quizá, no hace falta decirlo, sea el peor y más impuro de todos los caminos.

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