Ya Heródoto, el padre de la historiografía, había dejado escrito que todos los egipcios no tenían las mismas creencias, porque estas no son universales, sino particulares. Para algunos de ellos, por ejemplo, los cocodrilos eran sagrados, y los veneraban eligiendo algunos ejemplares desde pequeños para amaestrarlos y volverlos mansos. Llegaban a adornar a los elegidos con colgantes de piedras
engastadas y oro, y brazaletes en sus patas delanteras,
suministrándoles alimentos selectos y víctimas y brindándoles, mientras
vivían, toda suerte de cuidados y atenciones, embalsamándolos a su
muerte y sepultándolos en féretros sagrados. Pero para otros egipcios, escribía Heródoto, eran animales aborrecibles que de ningún modo
consideraban divinos, sino que llegaban incluso a darles
caza con un lazo, arriesgando algunos temerarios su vida en el intento,
para luego comérselos, algo que a los ojos de los primeros era sin duda un
sacrilegio imperdonable.
A propósito de la rivalidad religiosa entre los egipcios, refiere el poeta satírico latino Juvenal un curioso episodio entre los habitantes de dos ciudades del alto Egipto, no lejos de Tebas, en la margen occidental del Nilo, Ombos -¿actual Kom Ombo?-, y Téntira, la de umbrosos palmerales, actual Déndera, que mantenían encendida una antigua animadversión a causa de sus creencias religiosas. Escribe el poeta satírico que ambas localidades rinden culto a sus dioses y odian a los de sus vecinos pues creen que solo hay que considerar dioses a los propios que ellos adoran y no a los ajenos.
Es más que probable que el casus belli del episodio que narra Juvenal fuera, aunque él no lo mencione expresamente, el cocodrilo del Nilo.
En Ombos, en efecto, se veneraba al dios-cocodrilo, Sobek. Se han encontrado incluso momias de estos reptiles que son indicio de la extensión y relevancia de su culto. Los tentiritas, sin embargo, no solo no deificaban al cocodrilo, sino que lo aborrecían, le daban caza y se alimentaban de él, algo que creó una hostilidad ancestral entre ambas comunidades.
Durante un festival al que asistían ombitas y tentiritas, escribe Juvenal cargando sin duda las tintas, después de un copioso banquete y de mucho vino, al séptimo día, hubo por un lado danzas de hombres al son de un flautista negro, ungüentos de todo tipo, flores y muchas guirnaldas en las frentes, pero por el otro un odio famélico, insatisfecho (ieiunum odium, un odio hambriento porque está ayuno) que acaba en un enfrentamiento verbal y en los primeros insultos cuando se caldean los ánimos, y comienza la bronca. Y cuando las palabras y los gritos no son suficientes, se llega a las manos y comienzan los puñetazos, patadas y empujones.
Lo que al principio parecía una pelea entre niños, un juego, acaba recrudeciéndose. Empieza a correr la sangre de narices y dientes rotos. Y a alguno se le ocurre tomar una piedra del suelo y arrojársela a alguien a la cabeza. Unos y otros, imitándole, se acribillan a pedradas. Nadie es capaz de mediar para que cese la violencia, que va en aumento. Uno echa meno entonces de la espada, y comienza a herir con ella. Otros entonces recurren abiertamente ya a las armas, que estaban esperando sin duda su momento, ávidas de su uso: sacan flechas de sus aljabas, las ponen en los arcos, los tensan y disparan. Los tentiritas huyen a la estampida.
Bajorrelieve de Sobek, el dios cocodrilo, en el templo de Kom Ombo.
Aquello ya no es una pelea de niños, sino una batalla campal. Los tentiritas se dan a la fuga. Uno de ellos, en su precipitada carrera, resbala y, muerto de miedo, cae al suelo y es capturado por los perseguidores. En un arrebato de crueldad sin límite lo descuartizan y despedazan vivo como si fueran bacantes enloquecidas, lo matan y devoran su carne cruda en un alarde de antropofagia brutal, ya que ni siquiera esperan a guisarla en una cazuela hirviendo o a asarla al fuego como se hace con otras carnes, lo que repugna más todavía, royendo hasta los huesos y lamiendo la sangre derramada por la tierra. A tal grado de locura puede llevar el fanatismo religioso.
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