martes, 18 de febrero de 2020

Reflexión tras el campeonato mundial

Parece que se oye un poco de silencio, ahora.  Bienvenido sea, porque ya iba siendo hora. ¡Qué cansino ha sido todo! Parece que han enmudecido, víctimas de la resaca, las estruendosas vuvuzelas chovinistas que sólo sabían decir: "je suis Chauvin, je suis Chauvin". O para el caso: "Soy español, soy campeón." 

Parece que se han callado los sones machacones de los tantanes tribales. Pero después de este mundial de balompié, y a pesar de que seamos campeones del mundo mundial, nos han metido, por usar la metáfora futbolística,  los goles de todos los nacionalismos y gregarismos, fomentados desde arriba a través de todos los medios de masificación. 


Hordas pintarrajeadas con los colores nacionales y abanderadas han invadido las calles esparciendo sus hormonas juveniles alcoholizadas y vociferantes. No hay argumentos, sólo sentimientos gregarios de rebaño y aborregamiento  masivo.

El vecino ha colgado la bandera nacional en el balcón, donde sigue izada todavía;  mejor sería colgarla en el tendal,  donde se secan al sol, recién lavados, los trapos sucios. Las banderas nacionales son trapos ensangrentados.

lunes, 17 de febrero de 2020

Fúzbol

Ya está la hinchada de forofos fanáticos del  fúzbol con zeta, sí, de zoquete que rebuzna,  preparada para montar el numerito: Campeones. Oé oé oé. ¡Paña! ¡Barsa! ¡Lo que sea! Todos a hacer la ola y a montar la bronca padre en el estadio y fuera de él, o en el bar, donde se hace un silencio sepulcral, hasta que entra el gol en portería: ¡gooooool! Sólo un partido de balompié, parece mentira, puede paralizar la vida de un país. Todo gira en la España de María Santísima en torno al esférico coronado: la pelota de Parménides que es, como el Ser, omnipresente. Y ya se sabe que el mundo es redondo como un balón reglamentario, según los periódicos deportivos, los que más se leen en un país ágrafo y funcionalmente analfabeto, donde lo único que importa es poder graznar con chulería: ¡Les hemos ganao por goleada! 



Todos en casa, aborregados, con los amigotes o la familia, porque queda muy triste y no poco soso y sin gracia eso de ver un partido solo. Sería un placer onanista y solitario. Y eso no puede ser. El balompié es una celebración orgiástica, colectiva, un fenómeno de eyaculación seminal masiva, arsénica, en el sentido etimológico de la palabra, o sea, masculina.  Hay que comentar las jugadas y la actitud partidista del árbitro y discutir con los otros y exudar adrenalina de la más rancia testosterona.  

El fúzbol es un asunto de interés nacional, creo que lo dijo un ministro o un presidente del gobierno de las Españas, como demuestra tanto incremento de patriotismo y tanta españolez, tanta fiesta nacional, tanta proliferación de metros y metros de banderas rojigualdas o de los colores que defiendan, sean azulgrana, rojiblanco o los que sean,  y de toros bravos de negra y astifina silueta, tanto  “podemos” y “a por ellos”, tanta banderita pintada en la cara, tanto “pan y circo”, tanta monarquía  presidiendo el fausto. 

No puedo evitar las ganas de vomitar ante tanta hinchazón de fuzbolerío. Los que sudan la camiseta son los jugadores en el campo, los demás, en el estadio, o ante la pantalla estupefaciente de la televisión, somos espectadores pasivos unidos por un patriotismo de pacotilla. Y me la trae más que floja que gane o pierda España: allá ella, sea quien sea esa señora. 

Se nota que a mí no me gusta el fúzbol, pero no se trata de gustos personales, de lo que no se discute, sino de balompié. Vamos a hablar, precisamente, un poco de foot-ball, en la lengua del imperio, con la osadía del lego en la materia.  El interés por el resultado final de un partido hace que el propio partido pierda su interés. Deja de haber juego, deja de mandar el balón en el campo de juego, como dicen los adictos, que ya se ve como campo de batalla donde los dos ejércitos o selecciones rivales que representan sus colores se disputan, como en un tablero de ajedrez, los laureles de la victoria.

Ni los espectadores pueden gozar del juego ni los propios jugadores entregarse a él despreocupadamente: abrumados por la enorme responsabilidad de representar unos colores, es decir, unas ideas. Por ello no atienden a la pelota: juegan mal. No pueden jugar bien. No puede haber buen juego. 

Los defensores del deporte rey dicen que ellos disfrutan, que se divierten viendo un partido y nadie va a negárselo. Será verdad, si ellos lo dicen. Es más: debe de ser verdad. Pero, frente a la diversión y al disfrute, está el auténtico gozo, que no es lo mismo, de descubrir la mentira de la realidad en que vivimos.  Nadie, en su sano juicio, puede gozar viendo un partido de balompié en la televisión estupefaciente: podrá divertirse, exaltarse, disfrutar, o lo que quiera, podrá incluso darle un infarto, como me consta que le ha pasado ya a alguno, pero gozar, gozar... es otra cosa. Y eso lo sabemos todos. Así no se goza. Pero no voy a ser yo quien vaya a decirle a nadie cómo se goza. Se supone que ya somos mayorcitos.

domingo, 16 de febrero de 2020

Buenos y malos recuerdos

Los investigadores de una Universidad española, de cuyo nombre no quiero acordarme, víctimas de un ataque agudo de alopecia, se han quedado calvos y  herniado descubriendo el Mediterráneo al asegurar que la predisposición psíquica de las personas ante los eventos pasados, las vivencias presentes o las expectativas futuras, influye en su salud y calidad de vida, de modo que quienes tienen una actitud negativa, por ejemplo, hacia los hechos pasados de su biografía, porque no consiguen olvidar los  malos recuerdos y los tienen siempre presentes como experiencias traumáticas, tienen mayores problemas en sus relaciones con los demás y presentan los peores indicadores en calidad de vida y en salud tanto física como mental. 

La conclusión que se desprende del sesudo estudio,  para el que se evaluaron 50 personas adultas de ambos sexos de una muestra aleatoria, es que los recuerdos negativos deterioran la salud, y, por lo tanto, se impone la conclusión de Perogrullo de que para vivir es mejor olvidarlos. Las personas que no logran olvidar quiénes son, marcadas por este lastre negativo, reportan dificultades para esforzarse en actividades cotidianas y presentan limitaciones físicas para el rendimiento en la esclavitud laboral del trabajo asalariado; perciben mayor dolor corporal y tienen mayor predisposición a enfermar.  Además, están abocadas a sufrir estados depresivos, ansiosos y alteraciones de la conducta en general. 

 

Los tres perfiles temporales encontrados entre los participantes del estudio corresponden a los siguientes modelos: uno predominantemente negativo e influido por el pasado, otro predominantemente orientado al futuro, los dos más extremos,  y un tercero, más equilibrado, que sería el intermedio, por aquello de los clásicos de que en el término medio está la virtud. 

El perfil equilibrado sería el de las personas que aprenden positivamente de las experiencias pasadas, se orientan al cumplimiento y autoexigencias de metas en el futuro, pero no descuidan la posibilidad de vivir emociones y experiencias agradables y placenteras intensamente en el presente. Asimismo, estas personas contarían con una mayor puntuación en las capacidades de esfuerzo físico, mejor salud mental general, menos tendencia a enfermar y menor percepción de molestias o dolores corporales. 

Por otro lado, las personas que viven pendientes de la espada de Damoclés del futuro, es decir, que se olvidan de vivir experiencias agradables presentes y guardan poca conexión con sus experiencias pasadas gratificantes, no son la alegría de la huerta,  porque no viven, atentos sólo como están al incierto día de mañana que, por definición, no llega nunca porque está siempre... por venir, porvenir que no llega nunca.  

Para este viaje, como suele decirse, no necesitábamos alforjas. Para llegar a estas conclusiones de estos investigadores carpetovetónicos no  necesitábamos ningún estudio científico de psicología barata, quién sabe si tesina de la que surja como por arte de magia una futura tesis, de ninguna Universidad que se precie, porque cualquiera -y cualquiera es lo mismo que decir todo el mundo-  sabe en su fuero interno que  tanto el pasado como el futuro y el tránsito del presente son el trampantojo de una fantasmagoría. No vamos a decir que no existan, porque si ponemos empeño en ello haremos que conjurándolos existan, y será peor para nosotros, pero sí afirmaremos que no son verdad.

sábado, 15 de febrero de 2020

Baja en el sindicato

Estuve afiliado a un sindicato hasta que decidí dejar de pagar la cuota sindical, desgravable en la declaración de la renta a Hacienda, y, acto seguido, llamé por teléfono para comunicar mi decisión y las razones que me empujaban a darme de baja. Me parecía lo correcto después de diez años de "militancia". 


Le comuniqué mis razones a la compañera que me atendía al otro lado del hilo telefónico: Los sindicatos que como aquel, de cuyo nombre no voy a hacer mención, porque da igual un nombre que otro y porque todos los nombres son pseudónimos,  participan en las elecciones sindicales, da igual su supuesta ideología, son la voz de su amo, es decir, del Estado que los subvenciona, y aunque pretendan ir contracorriente como aquél le hacen el juego al Señor, porque son una parte y no poco importante del sistema, como el perro hambriento y agradecido que no muerde sino que besa la mano que le da de comer. Los sindicatos se han convertido, le dije, en meras gestorías laborales que defienden el trabajo asalariado y el "por lo menos tienes un trabajo y eres funcionario, no te quejes".



El Estado del Bienestar, que paradójicamente nos genera malestar, mantiene los medios de producción en manos de unos pocos, que son los que manejan el cotarro del dinero, empresarios y ejecutivos de Dios, e implanta el trabajo obligatorio entre quienes no los poseen, que somos la inmensa mayoría democrática de la gente, o ciudadanía, como nos llaman ahora con no poco recochineo, asegurándonos la satisfacción de las necesidades básicas y un nivel mínimo de bienestar.

¿Cuál es el papel que juegan los sindicatos orgánicos? Ellos son los paladines defensores de ese nivel mínimo de bienestar, de modo que su consecución parece a simple vista una conquista del sindicalismo, cuando en realidad no es un logro sindical, sino una graciosa concesión del poder político, que es, huelga decirlo, el poder económico del dinero. De este modo los sindicatos aseguran el equilibrio y la subsistencia del sistema. Ellos, todos y cada uno, son los cancerberos del sistema que dicen combatir.

Estos que hay ahora no son los sindicatos obreros decimonónicos que pretendían la revolución social, han traicionado su misión originaria para convertirse en meros apéndices del Estado y del Capital, que garantiza su existencia y subsistencia. Primera consecuencia paradójica: los sindicatos han servido para debilitar el movimiento obrero del que nacieron.

El Estado garantiza su función parasitaria subvencionándolos y convirtiendo a sus dirigentes en una especie de delegados del poder establecido y el Gobierno, a los que libera temporalmente de la servidumbre del trabajo: son los privilegiados, dentro de la clase obrera, los "liberados", como la compañera que estaba al otro lado del teléfono escuchándome en silencio. 

Los sindicatos no dependen de las aportaciones de sus afiliados, ridículas cuotas como la que yo y otros cuatro más pagábamos religiosamente todos los meses, sino de las cuantiosas subvenciones del Estado. Sirven, además, para ayudar al partido o coalición política que defienden -una vez consumado el divorcio en el siglo pasado entre el partido y el sindicato obrero- en la conquista del poder, logrando en definitiva que todos seamos unos perfectos consumidores en esta sociedad de consumo que a todos nos consume.

Como me parecía un poco duro de escuchar la chapa que le estaba metiendo a mi interlocutriz, le di la oportunidad de rebatir mis argumentos. Ni siquiera se molestó en contestarme. Sólo obtuve la callada por respuesta. No tenía nada que decirme. Ni  siquiera las gracias por comunicárselo.

jueves, 13 de febrero de 2020

Tres cuestiones judías

1ª.- ¿Cristiano? El último cristiano que en el mundo ha sido murió en la cruz, condenado a muerte, hace dos mil años –Nietzsche dixit. Dijo "el último", pero quizá debería haber dicho "el único" cristiano; y ni eso, porque ni siquiera Él era cristiano, sino judío. 

2ª.- De cómo la condición de víctima es reversible y complementaria de la de verdugo. Así los judíos, que históricamente han sido las víctimas de los nazis se convierten ellos mismos ahora en los nazis, es decir, los verdugos, de estos nuevos “judíos de los judíos”, como los denomina con acierto el escritor libanés Elias Khoury, que son los palestinos. 

3ª.- Los judíos israelíes sionistas nos están dando una lección de dominación y nos están enseñando cómo se escribe la Historia Universal y, en concreto, cómo se construye un moderno Estado democrático y liberal en Oriente Medio entre tantas teocracias machistas musulmanas, con guetos como el de Varsovia en la Franja de Gaza, con un vergonzoso muro segregacionista en Cisjordania, con una guerra que ni siquiera se llama así, sino lucha antiterrorista, con la matanza y la muerte de los palestinos que originariamente vivían en esos territorios, todo bajo la atenta mirada de un dios justiciero, pendenciero y veterotestamentario como Él solo, un dios de la guerra, Jehová, que designa a Israel como Su pueblo elegido para la gloria: ad maiorem Dei gloriam. El mismo Dios, por cierto, en el que confían los Estados Unidos de América.

lunes, 10 de febrero de 2020

Mercadillo solidario

Las damas de la caridad, que durante muchos años fueron profesoras de un centro educativo sostenido con fondos públicos, ya jubiladas, colaboran en la actualidad con una Organización No Gubernamental que promueve el desarrollo y el progreso del África Subsahariana. 

Partidarias del sedicente "comercio justo", que no deja de ser mal que les pese una justificación del comercio y del capitalismo, expían así sus pecados profesionales y su mala conciencia de funcionarias del Estado, como voluntarias de una oenegé, poniendo a la venta bagatelas y fruslerías artesanales africanas, así como donaciones particulares en el tenderete del mercadillo solidario que montan al efecto y despachan con devota entrega como parte de su proyecto misionero en el instituto donde impartieron sus clases durante muchos años, destinando la recaudación obtenida íntegramente a proyectos de cooperación con el mal llamado Tercer Mundo. 
 

De esta forma subvencionan la pobreza con su limosna no ya caritativa cristiana, sino laica y solidaria. Hay en su dedicación un espíritu altruista de consagración, no poco egoísta por otra parte, fomentado por el empeño de conseguir la salvación individual de sus almas monjunas tras la redención de sus faltas que dé sentido a sus vidas a la vez que mejoran las condiciones económicas de otras personas,  y hay sobre todo muchísima fe, la vieja virtud teologal, que unida a su espíritu caritativo, las convierte en Hermanitas de la Solidaridad.
 
Y como no hay dos sin tres, no les falta tampoco sino que les sobra, en concomitancia con las otras dos virtudes teologales que albergan, la tercera, la esperanza descomunal en que lo que hacen, su granito de arena, como dicen ellas, por poco que sea, sirve para algo.

Creen, no poco ingenuas, que con pequeños cambios pueden conseguir grandes logros, como, por ejemplo, la transformación del mundo. Hay un innegable espíritu de lucro en ellas. No en el sentido de que vayan a beneficiarse económicamente con los escasos beneficios obtenidos del rastrillo, no sugiero yo ni por lo más remoto tal cosa, sino de lucro espiritual: lograr su salvación mientras colaboran para que el mundo siga con algunos pequeños retoques cosméticos igual. 

De alguna manera padecen el síndrome de Viridiana, aquella novicia santurrona, beata meapilas sin sangre en las venas a punto de ordenarse monja, atenta sólo a sus obras egoístas de caridad, que realiza por el único  afán de salvarse personalmente y redimir así su alma individual, que retrató magistralmente Buñuel en una película inolvidable. 

sábado, 8 de febrero de 2020

Orgullo nacional

La nacionalidad nos viene dada por derecho de nacimiento, como la raza y el sexo. ¿A qué fin voy a sentirme yo orgulloso de ser blanco, por ejemplo, español y macho o hembra? ¿Acaso las ratas parduscas españolas macho pueden sentirse orgullosas de ser españolas, pardas y machos y no portuguesas, albinas y hembras, por ejemplo? 

Puedo sentirme orgulloso de lo que hago o de lo que dejo de hacer, porque eso depende de mi voluntad, pero no de lo que soy, de mis señas de identidad o huella dactilar, porque eso sería un orgullo ontológico, y metafísico, ajeno por completo a mí. 

Por la historia española o por la de cualquier otra nación, por cierto, no puede sentir uno mucha simpatía tampoco sin avergonzarse también bastante. Podría enorgullecerme de la corte de Toledo, donde convivieron bajo Alfonso X el Sabio moros, judíos y cristianos en paz y armonía, pero no me enorgullezco, sino todo lo contrario, de la España de los Reyes Católicos, que expulsaron –excluyeron, diríamos hoy- a moros  y judíos de la península ibérica, y patrocinaron el genocidio del descubrimiento de América subvencionándolo. 

En la historia de España hay tantos episodios y tan diversos unos de otros que resulta imposible hacer una suma y un balance y decir si sentimos más orgullo o vergüenza de ser españoles.



La nacionalidad no es algo que se elija, nos viene dado genéticamente de nacimiento. Lo mismo que resultaría absurdo decir que me siento orgulloso de ser europeo, porque eso no tiene ningún mérito. Yo no he hecho nada para nacer en Europa ni para sentirme orgulloso de ser europeo. 

La nacionalidad no se puede elegir, pero se puede elegir ser nacionalista o no. Eso sí que depende de nosotros. Y yo, desde luego, no soy nacionalista, sino todo lo contrario: me declaro antinacionalista. Y, en ese sentido, soy español, sí, eso no puedo negarlo, pero no españolista, ni siento ningún orgullo patriotero de ser español, sino todo lo contrario. Me enorgullezco de no ser españolista. 

Y es que yo me avergüenzo de España. A mí también me duele España. Es más, me jode España, lo mismo que me joden Francia y Portugal, y no digamos las patrias chicas que, no contentas con la grandeza de su pequeñez, aspiran a ser estados y naciones, es decir, cárceles como las otras. 

Porque me duele que haya naciones y nacionalidades y nacionalismos, que no dejan de ser jaulas del zoológico de estos monos pelones que somos los seres humanos. Me duele que haya patrias. Sólo tengo cierto cariño por las patrias que son tan chicas, tan minúsculas que no existen.

viernes, 7 de febrero de 2020

¿Quién que no esté loco?

El catolicismo sólo concebía la salvación definitiva en el otro mundo si previamente nos resignábamos y padecíamos en este valle de lágrimas y no nos aliábamos con el Diablo, bendito sea, vendiéndole nuestra alma, que ojalá se pudra para siempre. El sufrimiento, lejos de ser una desgracia para los cristianos, era la mayor bendición y máxima prueba de virtud que Dios todopoderoso podía enviarnos a sus humanas criaturas. Las vidas ejemplares de los mártires y los santos, así como la pasión del propio Jesucristo -Dios encarnado- señalaban el camino del martirio.


El capitalismo global, que es el catolicismo del dinero, supuso un giro curioso. El sufrimiento ya no es una muestra de virtud, sino de fracaso individual. La felicidad ya no se inscribe en el más allá, sino en el más acá: tiene precio y fecha de caducidad. Las vidas ejemplares o modelos que debemos imitar son ahora las figuras del mundo del espectáculo y del espectáculo del mundo: deportistas triunfadores, bellos actores, ricachones, banqueros, empresarios...Pero esta nueva moral, lejos de ser tan nueva como parece, no deja de ser una refinada versión y perversión de la otra, de la vieja moral paleocristiana del sacrificio.



El que no alcanza la felicidad en el más acá de la vida cotidiana es porque está enfermo de la mente. Según ha evolucionado la sociedad, el loco del tarot ha sido progresivamente encerrado, uniformado y desarmado. La noción de “enfermedad mental” surge en el siglo XIX, una noción que es fruto de la sociedad en la que se produce, se consolida en el XX, tras los embates de la contrapsiquiatría, que en lugar de acabar con la psiquiatría la fortaleció, - lo mismo que hizo la contracultura con la cultura oficial, que la asimiló como nueva forma de cultura enseguida- y se ve robustecida en el XXI en el que nos hallamos.


La noción de salud mental quedó así ligada indisolublemente a la de propiedad privada y a la responsabilidad individual. Cada cual es responsable o culpable de lo que tiene. Pero, ¿cómo redefinir la normalidad psíquica?


La Biblia de la psiquiatría, que es el DSM (Diagnostic and Statistical Manual, o sea, Manual Diagnóstico y Estadístico) de los trastornos mentales, editado por la Asociación Estadounidense (ellos dicen Americana) de Psiquiatría, en la que se categorizan y clasifican los "mental disorders", ha simplificado extraordinariamente las clasificaciones para los trastornos mentales. La homosexualidad, por ejemplo, ya no es una enfermedad mental. El vademécum de los psiquiatras ha procurado vincular a los enfermos mentales a las soluciones farmacológicas en la medida en la que le ha sido posible, algo a lo que no son ajenos los intereses de la todopoderosa industria farmacéutica.


Son los demonios interiores los que nos impulsan al desorden mental. Frente a ellos, la psicofamarcología y los libros de autoayuda ofrecen soluciones (?) sencillas, rápidas y cada vez más baratas, insistiendo siempre en la responsabilidad/culpabilidad individual, sin cuestionar nunca el sistema de dominio vigente.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Si la Candelaria plora...

El refrán más cacareado de los muchos que hay en torno al día 2 de febrero, festividad de la Candelaria, es: "Si la Candelaria llora (o sus formas antiguas, chora o plora), el invierno es fora", que quiere decir que si llueve el día de la Candelaria se acabó el invierno.

Coincide este día de la Candelaria con el día de la Marmota, el Groundhog day, que celebran allende el Atlántico los granjeros norteamericanos para predecir el fin del invierno, basándose en el comportamiento del roedor esciuromorfo, que despierta de su letargo precisamente el día 2 de febrero. 

Marmota, fuente Getty images

Según la creencia popular, si al salir de su madriguera la marmota no puede ver su sombra por estar el cielo nublado, dejará la guarida, porque significa que el invierno concluirá pronto. Por el contrario, si la marmota puede contemplar su sombra porque es un día soleado y resplandece el astro rey en los cielos, se meterá de nuevo en su agujero a dormir como una marmota, o, si se prefiere cambiar de animal, como un lirón, porque el invierno durará por lo menos seis semanas más.​  

El día de la Marmota delimita la mitad del periodo que va del solsticio de invierno al equinoccio de primavera. Recojo un refrán en lengua catalana que se hace eco de una tradición parecida  del siguiente repertorio sobre el tema, en el que figura el oso porque era creencia popular que el 2 de febrero el plantígrado comenzaba a despertar también de su letargo invernal: "Per la Candelera l'ós surt de l’ossera, i, si troba que fa bo, se'n torna a fer un gaitó": Por la Candelaria el oso sale de la guarida, y, si cree que hace buen tiempo, vuelve a echar una cabezada. 

Es decir, que ni el oso ni la marmota norteamericana se fían del buen tiempo que pueda hacer el 2 de febrero, cuando despiertan de su letargo, porque precisamente, si hace bueno, vuelven a amodorrarse, y sólo se desesperezan de su larga hibernación cuando el cielo está nublado y llueve. 

Pero también recojo en el mismo sitio  otro refrán como contrarréplica del canónico citado al principio,  que le contradice: A Candelera ha plorau, pero l’ivierno no s’h’acabau.  

¿En qué quedamos? ¿Se acaba el invierno el día de la Candelaria dependiendo del estado del cielo o el invierno sigue adelante? Se ha dicho muchas veces que los refranes son la expresión del sentir popular por su carácter anónimo y sapiencial, pero precisamente por esa misma presunción de saber (lo que no se sabe) no puede fiarse la razón mucho de ellos pues los hay además para todos los gustos: Al que madruga Dios lo ayuda, pero No por mucho madrugar amanece más temprano.

martes, 4 de febrero de 2020

Placer electoral

Echar a los que están. Es el único placer que puede brindarnos el sistema democrático vigente de dominación electoral que padecemos: votar contra el gobierno actual, desalojarlos del Poder. ¿A qué precio? Al precio de tener que alojar a otros en su lugar. Eso es lo malo. No nos dejan desalojar a los que están sin más, sin un pronto recambio como contrapartida, como si lo único que importase fuera el que no se queden vacantes nunca a ningún precio las poltronas del Poder que ocupan, los escaños del parlamento.


“Otro vendrá que bueno me hará” dice la sabiduría popular desengañada, lo que significa que el otro que venga no va a ser mejor. Si era bueno, el ejercicio del Poder lo echará a perder, corrompiéndolo y maleándolo para siempre. Si era malo empeorará. 





El placer electoral de echar a los que están se enturbia con la necesidad de tener que poner a otros enseguida en su lugar que ocupen sus puestos y sus cargos, otros que acabarán siendo expulsados y recambiados por otros que a su vez acabarán echados...  Siempre hay que alojar a alguien para desalojar a otro: a rey muerto, rey puesto. 

Eso es lo que envenena el placer de ir a votar: no nos dejan votar en contra sin más, no nos dejan votar en negro, nos exigen que votemos en blanco o que propongamos a otros que, lo sabemos, estamos seguros e íntimamente convencidos, acabarán haciéndolo igual de mal o peor que los que ahora están.


 El voto en blanco suele interpretarse como un voto de confianza en el sistema, lo que le lleva al ciudadano a participar en el proceso electoral, a la vez que denota desonfianza en los partidos que concurren. Si el blanco es el color que se produce por la unión de todos los colores, y por eso su luz es más pura, el voto en blanco es votar a todos los partidos, mostrando una indiferencia total por el que pueda salir y ganar:  voto y participo en la farsa electoral pero no sé a quién elegir, no me aclaro. Frente al blanco, el negro es la ausencia de color y, por lo tanto, la negación de la luz. El voto de castigo, por lo tanto, del elector que niega su apoyo a un partido debería llamarse voto negro.

¿Llegará el día en que desalojemos a todos los inquilinos de La Moncloa, La Zarzuela, la Casa Blanca y demás Palacios de Invierno, y que para ello no tengamos que sustituir a reyes de rancias dinastías y obsoletas monarquías, a dictadorzuelos tercermundistas y a presidentes  de viejas repúblicas por otros reyes y presidentes y jefes de Estado de recambio?


sábado, 1 de febrero de 2020

De cómo Su Señoría nos vende la moto

Ha dicho S. S.:  “En el último trimestre de este año estaremos creciendo como la media de la UE”. Pero ella ¿qué sabe? ¿Quién es ella para asegurar una cosa así? Ya sé que es la ministra, Su Señoría, pero eso no significa que sepa, sino, más bien, todo lo contrario: no sabe nada de nada pero cree -y está convencida de ello- que sabe mucho, por eso es lo que es. Y habla como si fuera verdad lo que dice.


Veamos: ¿Qué significa eso de crecer? ¿La talla de los españolitos, bajos que somos, va a aumentar como por arte de magia 10 pulgadas, pongamos por caso, de aquí a final de año? ¿Vamos a ser espigados y rubicundos y de ojos azules como los nórdicos? 


¿Qué engendro es ese de la UE? ¿Europa? Y ¿qué es Europa? Supongamos que el resto de esa UE, como dice la ministra, no crezca mucho de aquí a allá, quedan dos semestres, como diría ella o sea, dos períodos de seis meses, y en ese tiempo, la verdad, mucho, mucho no creo que vayamos a crecer o a menguar ni ellos ni nosotros.


¿Qué lenguaje es este que utilizan los políticos en general? Es un idioma abstruso y una jerga abstracta que se caracteriza porque carece de significado concreto. El sujeto de esa frase es “nosotros”: la primera persona del plural, y el predicado es que vamos a crecer igual que la media de la UE… al final de este año, es decir, en un futuro inalcanzable, inexistente. Es un mensaje, por lo tanto, falso, cuyo efecto es sedante o, mejor dicho, anestesiante. 



La Voz de Su Amo nos está diciendo: no os preocupéis, a final de año vamos a estar bien. Ahora, por lo pronto, no, todavía.  El objetivo de sus palabras es tranquilizar nuestros nervios porque lo que es obvio y evidente es que ahora no estamos bien, o, dicho con sus palabras, ahora “estamos creciendo por debajo de la media de la UE”.


Observa también esta otra maldad intrínseca de esa afirmación subliminal: “estamos creciendo por debajo”. Es un mensaje en positivo de una realidad negativa, para no crear alarma social en el caso de que no exista o para no agravar, dado que ya existe, la creciente preocupación. Es un mensaje-lenitivo que pretende edulcorar la realidad de que “no estamos creciendo al mismo nivel que la UE, que va por delante de nosotros”.


Son mensajes ansiolíticos, hablan de una realidad inexistente que conjuran con sus palabras mágicas, que crean de la nada como si fueran Dios, como auténticos expertos que son en creación de naderías, fabulaciones de humo, castillos en el aire, huera palabrería. 


Se ve que no quiere la ministra que nos preocupemos por la situación económica. Ella, que es la supuesta experta, asegura que a fin de este año todo se habrá arreglado. Eso mismo es lo preocupante: que ella lo diga, que diga ella que no nos preocupemos. 


 

Yo, de todas maneras, voy a hacerle caso a Su Señoría, y no voy a pre-ocuparme. Yo sólo me ocupo de los problemas cuando se presentan. Ahora hay un problema: me ocupo de él. Me dicen que no me pre-ocupe. No me pre-ocupo, sólo me ocupo de un problema cuando está aquí y ahora. Que no me diga que ese problema habrá desaparecido a fin de año, en el último trimestre como por arte de magia, porque eso no lo sabe nadie a ciencia cierta y si alguien pretende saberlo es un embustero que está faltando a la verdad.


¿Se ha vuelto futuróloga Su Señoría? ¿Qué sabe ella ni nadie del futuro, de lo que todavía no ha pasado? ¿En qué se basan sus predicciones? ¿A qué ciencia o pseudociencia o bola e cristal recurre para hacer esos pronósticos alegremente?  ¿Qué sabe nadie? ¿Qué saben sus (vice)secretarios y (vice)secretarias, asesores y asesoras? Absolutamente lo mismo que yo y que el vecino de enfrente: nada de nada. Pero Su Señoría habla como si supiera, como si entendiera, sienta cátedra: dan ganas de aplicarle aquello del magister (o,  en su caso, magistra) dixit, y, acto seguido, vomitar.