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viernes, 25 de junio de 2021

Por caridad (Dos mendigos)

    ¿Qué nos dicen desde su mutismo estos “dos mendigos en las afueras de un pueblo”, pintados por David Teniers el Joven? Son dos indigentes que piden limosna “por Dios”: pordioseros que apelan a la caridad, convertida en una virtud por el cristianismo, que la hermana con la fe y la esperanza, formando las tres llamadas virtudes teologales, de las que San Pablo en la carta primera a los corintios, afirma que la más grande de las tres es la caridad. 
 
Dos mendigos en las afueras de un pueblo, David Teniers el Joven (1610-1690)
 
     El término griego ἀγάπη (agápe), que es el original paulino, se vertió al latín como caritas, y este a su vez se ha vertido al español como “caridad”, así, por ejemplo en la traducción citada de la Biblia que manejo que es la de Nácar-Colunga. Sin embargo, hay quien traduce el término caritas legítimamente por “amor”: Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor; pero la más excelente de ellas es el amor
 
    No es ningún disparate: Según Corominas, el término “caridad” entró en castellano, tomado directamente del latín caritate(m), hacia el año 1140. El significado latino es, efectivamente, amor, relacionado como está con el adjetivo carus -a -um “querido, amado”.  La caridad, interpretada como amor al prójimo, es término que ya ha quedado un tanto obsoleto y recluido prácticamente a la sacristía, por lo que ha perdido su barniz religioso y se ha convertido en la laica y moderna solidaridad: un comportamiento altruista, opuesto en principio al egoísmo que sólo mira por su propio beneficio. 
 
     Una traducción más moderna y laica de esta sentencia paulina debería decir, sin embargo: Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la solidaridad; pero la más excelente de ellas es la solidaridad.  
 
    Pero el altruismo de la solidaridad o la caridad o el amor y el egoísmo no están tan divorciados como puede parecer a simple vista, sino que, por el contrario, son un matrimonio muy bien avenido. Forman una pareja perfecta como las dos caras de la misma moneda que son. El que ayuda al necesitado dándole, por ejemplo, una limosna obtiene el beneficio interior de la satisfacción egoísta, en el sentido de que espera que Dios se lo pagará, porque lo hace por el amor de Dios, o que, al menos, la sociedad laica y humanitaria se lo reconocerá aceptándolo entre los elegidos como uno de sus miembros predilectos. 
  

    Los dos mendigos, volviendo a ellos, con su silencio y con su mirada nos están diciendo: Hemos heredado todo lo que tenemos, todo aquello que vosotros poseéis y de lo que nosotros carecemos. O mejor aún: Nuestras pertenencias, que son lo que veis, es lo que nosotros hemos heredado, nuestra herencia son todas nuestras carencias. Dos pobres hombres que, a su modo, nos recuerdan como Proudhon, el anarquista: La propiedad es un robo.
 
    Ellos son los desheredados, los expropiados, los parias de la tierra, famélica legión, los desahuciados, los excluidos que llevan consigo todas sus escasas o nulas pertenencias. No tienen un techo que los proteja de las inclemencias del tiempo. Ni un hogar que los acoja: son homeless en la lengua del Imperio. Son "sin techo" en la nuestra.  Su techo es el cielo. Pero el cielo mismo, se preguntan más de una vez mirando las nubes pasar por el día delante de sus ojos o las estrellas que titilan en la fría bóveda de la noche, ¿tiene techo propiamente dicho? Ellos no lo tienen.
     

lunes, 10 de febrero de 2020

Mercadillo solidario

Las damas de la caridad, que durante muchos años fueron profesoras de un centro educativo sostenido con fondos públicos, ya jubiladas, colaboran en la actualidad con una Organización No Gubernamental que promueve el desarrollo y el progreso del África Subsahariana. 

Partidarias del sedicente "comercio justo", que no deja de ser mal que les pese una justificación del comercio y del capitalismo, expían así sus pecados profesionales y su mala conciencia de funcionarias del Estado, como voluntarias de una oenegé, poniendo a la venta bagatelas y fruslerías artesanales africanas, así como donaciones particulares en el tenderete del mercadillo solidario que montan al efecto y despachan con devota entrega como parte de su proyecto misionero en el instituto donde impartieron sus clases durante muchos años, destinando la recaudación obtenida íntegramente a proyectos de cooperación con el mal llamado Tercer Mundo. 
 

De esta forma subvencionan la pobreza con su limosna no ya caritativa cristiana, sino laica y solidaria. Hay en su dedicación un espíritu altruista de consagración, no poco egoísta por otra parte, fomentado por el empeño de conseguir la salvación individual de sus almas monjunas tras la redención de sus faltas que dé sentido a sus vidas a la vez que mejoran las condiciones económicas de otras personas,  y hay sobre todo muchísima fe, la vieja virtud teologal, que unida a su espíritu caritativo, las convierte en Hermanitas de la Solidaridad.
 
Y como no hay dos sin tres, no les falta tampoco sino que les sobra, en concomitancia con las otras dos virtudes teologales que albergan, la tercera, la esperanza descomunal en que lo que hacen, su granito de arena, como dicen ellas, por poco que sea, sirve para algo.

Creen, no poco ingenuas, que con pequeños cambios pueden conseguir grandes logros, como, por ejemplo, la transformación del mundo. Hay un innegable espíritu de lucro en ellas. No en el sentido de que vayan a beneficiarse económicamente con los escasos beneficios obtenidos del rastrillo, no sugiero yo ni por lo más remoto tal cosa, sino de lucro espiritual: lograr su salvación mientras colaboran para que el mundo siga con algunos pequeños retoques cosméticos igual. 

De alguna manera padecen el síndrome de Viridiana, aquella novicia santurrona, beata meapilas sin sangre en las venas a punto de ordenarse monja, atenta sólo a sus obras egoístas de caridad, que realiza por el único  afán de salvarse personalmente y redimir así su alma individual, que retrató magistralmente Buñuel en una película inolvidable.