Debo decirles con todo mi respeto que no me emociona en absoluto nada el himno nacional, sino que, por el contrario, me repatea mucho cada vez que oigo sus primeras rimbombantes notas. Afortunadamente no tiene letra (y es mejor que sea así y que carezca de palabras).
Y es que no me siento español, aunque sin embargo, lo soy, por suerte o quizá por desgracia.
Asimismo, no me dice nada ni me infunde ningún respeto tampoco ese otro sacrosanto símbolo de la patria que es la bandera rojigualda, colores que dicen que nos representan pero que para mí no representan absolutamente nada. Una vez tuve yo que jurarle fidelidad a esa bandera y besarla, y, vive Dios, ni besé ese trapo ni juré hasta la última gota de mi sangre por ella derramarla. Tampoco me merecen ningún respeto los diecisiete pendones autonómicos en los que se ha vertebrado la madre patria. Y es que no me gusta esta España que antaño se quiso una, grande y libre, pero tampoco esta que ahora se desmiembra en diecisiete autonomías o reinos de taifas.
Y es que no me siento español, aunque sin embargo, lo soy, por suerte o quizá por desgracia.
Perdón, señor presidente y señor rey de España, pero no me siento orgulloso tampoco de esta democracia, heredera de la dictadura de Franco, por la que dicen que tantos lucharan. Siento, además, vergüenza ajena de los candidatos que prometen puestos de trabajo, el oro y el moro para que les demos el cheque en blanco de nuestro voto, y así poder hacer carrera política al amparo del capital y del Estado y a nuestras espaldas, todo a fin de que las cosas no cambien para nada, o que si cambian lo hagan sólo para poder seguir igual: que lo que quieren es que todo cambie para que no cambie nada.
Y es que no me siento español, aunque sin embargo, lo soy, por suerte o quizá por desgracia.
Perdón, señor presidente y señor rey de España, pero soy consciente de que tenemos un pasado con el que no me identifico en absoluto de religiones monoteístas de moros, judíos y cristianos –cuando el único y solo Dios verdadero que hay es don Dinero, el más todopoderoso de todos los caballeros-, y de un imperio donde no se ponía nunca el sol, y, de hacerle caso a usted, sé que también tenemos mucho futuro por delante, pero a mí el futuro me importa todavía menos que el pasado, o sea: nada.
Y es que no me siento español, aunque sin embargo, lo soy, por suerte o quizá por desgracia.
Perdón, señor presidente y señor rey de España, pero a mí el grito de ¡que viva España! me la trae más que floja, flojísima, ¿qué le voy a hacer?. Ni me pone la monarquía borbónica ni su despotismo tan poco ilustrado. Para mí no hay más reyes, de hecho, que los cuatro de la baraja. Que se entere, pues, Su Majestad de por qué este menda no se calla: porque no le da la real gana.
Y es que no me siento español, aunque sin embargo, lo soy, por suerte o quizá por desgracia.
Me duele España. Me ahogo, me ahogo, me ahogo en este albañal y me duele España en el cogollo del corazón, Unamuno scripsit. A mí no solo me duele España, como a don Miguel, sino que también me jode, hablando claro y castellano. España es el problema, porque España no es una entidad natural, sino una abstracción real y existente en el mapamundi, pero falsa, que sólo sirve para subyugar a todos los españoles, que no nacemos españoles, sino que nos hacemos (o nos hacen) españoles. España, se vista de rojo o de azul, se vista como se vista, igual que la mona, mona se queda. España es el problema, una abstracción real como una casa, pero falsa como Judas, o más falsa que Judas, si cabe, todavía.
Y es que no me siento español, aunque sin embargo, lo soy, por suerte o quizá por desgracia.
Por mucho que quiera dar otra imagen, señor presidente y señor rey de España, en este país de María Santísima, en esta vieja y curtida piel de toro que es el rabo de Europa, sólo hubo un don Quijote, y era un personaje literario, pero muchos, muchísimos, demasiados Sanchopanzas.
Y es que no me siento español, aunque sin embargo, lo soy, por suerte o quizá por desgracia.