Publicaba nuestro ilustre premio Nobel don Mario Vargas Llosa el domingo 20 de febrero de
2022 en El País una tribuna titulada La muerte de Sócrates. Decía
que había leído recientemente el libro de Antonio Tovar La vida de
Sócrates, que había comprado en los años ochenta porque le dijeron
que era un libro magnífico, que lo es, pero que no había leído hasta ahora
porque también le advirtieron de que su autor era “un franquista”, que probablemente lo fue.
A raíz de la reciente lectura de este libro, se aprovecha nuestro premio Nobel para publicar en el periódico oficial del Régimen un artículo donde reivindica la dignidad de la muerte de Sócrates. En el subtítulo que le pone sentencia de un plumazo que lo único que importa de Sócrates no
es su vida, ni qué es lo que defendía o atacaba el filósofo griego, sino su
suicidio, dejándonos perplejos a sus lectores.
En primer lugar, hay que decir que Sócrates no se
suicidó. Fue condenado a muerte por un tribunal democrático en el
año 339 antes de Cristo. Sentencia Vargas Llosa que su muerte es más
importante que su vida, y que de Sócrates lo que queda es su
ejemplo. Lo repite varias veces en su penoso artículo: Lo
realmente ejemplar en él tuvo que ver más con su muerte que con su
vida. Ese es el mayor ejemplo que nos ha dejado. Al final lamenta, no sé si haciendo uso de la ironía socrática, que no hayan seguido ese ejemplo muchos dictadores que en el mundo han sido, aunque se me escapa por completo la comparación de Sócrates con los déspotas de este mundo.
Sócrates había vivido setenta años cuando fue
juzgado en Atenas de los cargos de corromper a los jóvenes y de no
creer en los dioses de la ciudad. Se había dedicado toda su vida a preguntarse qué
son las cosas, una pregunta que cuestiona la realidad y que cuando
afecta a la política y al gobierno puede
resultar muy molesta a los gobernantes, independientemente del
régimen político.

La pregunta socrática de ¿qué es...? inicia un diálogo
interminable con el que no se trata de responder al problema que
plantea y dar por zanjado el asunto llegando a una conclusión y anulando la preguntacon el cierre en falso de la respuesta, sino
haciendo que la interrogación viva y se renueve constantemente. Practicaba un diálogo
filosófico, lo cual quiere decir que perseguía apasionadamente la verdad que no poseía y que, en consecuencia, tampoco creía poseer, lo que resultaba una provocación pública cuando chocaba como hacía habitualmente con los numerosos creyentes poseedores de ella.
Es cierto que una vez pronunciada la sentencia que lo condenaba a la pena capital podía haberse zafado de la muerte. Tuvo la oportunidad de
recurrir y proponer una contrapropuesta consistente en pagar una
elevada multa aceptando el dinero que le ofrecían sus jóvenes
discípulos a los que, a diferencia de los sofistas, que eran los
intelectuales de su época, nunca había cobrado un céntimo. Prueba
de ello era su pobreza.
Ya Jenofonte, que es una
de las fuentes junto con Platón que tenemos sobre su vida, nos dice que Sócrates
comparaba a los sofistas con prostitutos que vendían su sabiduría
por dinero, lo que le parecía poco decente, tan poco honroso como
vender la hermosura por dinero, como hacían algunos efebos, cuando
lo decoroso era que un muchacho se entregara a su amante gratis et
amore. No me entretengo ahora en el tema de la pederastia homosexual
ateniense.
Sócrates, pues, rechazó el dinero de sus acaudalados
discípulos en aquel trance como lo había rechazado durante toda su vida. El jurado
seguramente lo hubiera aceptado. Pero él, en su discurso de
apelación, proclamó que la ciudad, en cambio, debería pagarle una
pensión como agradecimiento por sus servicios, lo que a la mayoría
le pareció una provocación intolerable. Finalmente, se avino, para evitar la condena, a pagar una multa acorde con sus haberes, que eran pocos y que resultaba, por lo tanto,
ridícula a oídos de sus jueces. La segunda y definitiva votación arrojó una mayoría
mucho más aplastante que la primera a favor de la pena de muerte.
La muerte de Sócrates, Jacques-Louis David (1787)
Todavía en la cárcel, pues trascurrió un mes
entre la sentencia de muerte y la ejecución consistente en la bebida
de una pócima de cicuta, Sócrates siguió recibiendo a sus
discípulos y charlando con ellos como si no pasara nada,
preguntándose interminablemente por las cosas. Y claro está,
preguntándose, cómo no, qué era la muerte a la que sus
conciudadanos lo habían condenado, y reconociendo que “aquello que
no sé tampoco creo saberlo”, como bien dice en su discurso de
defensa ante el jurado que nos ha trasmitido Platón.
Conviene, por cierto, desmentir aquí aquello que
todos hemos oído alguna vez que dijo Sócrates de “Sólo sé que
no sé nada”. Comparándose con otros conciudadanos suyos, como, por ejemplo, con algún prestigioso sofista que cobraba y mucho por sus enseñanzas, Sócrates decía, que era probable que
ninguno de los dos, ni él ni el otro, supiese nada de provecho “pero ése se cree que lo sabe, no
sabiéndolo. Mientras que yo, así como no lo sé, tampoco me lo
creo.” En ese pequeño punto podría decirse que Sócrates era el
hombre más sabio, como había proclamado el oráculo de Delfos, no
porque supiera mucho, ni siquiera porque sólo supiera, como se ha hecho proverbial,
que no sabía nada, sino porque, sencillamente, no creía saber lo
que no sabía. Saber, incluso que uno no sabe nada, es mucha
presunción sapiencial. Por eso, en su último discurso ante el jurado, cuando
ya conoce la sentencia condenatoria de los jueces, sus últimas
palabras fueron: “Pero, sí, ya es hora de
que nos marchemos, yo a morir, vosotros a vivir; pero cuáles de
nosotros vamos a mejor negocio, cosa es oscura para todo ser, salvo
si acaso para el dios”.
Sócrates, pues, no se suicidó. Su muerte,
obligado a suicidarse, fue una ejecución. No puede ser, pues, ningún ejemplo para nadie. Afirma
Vargas Llosa que sus ideas no convencerían a nuestros
contemporáneos, pero ¿qué ideas tenía Sócrates, alguien que
cuestionaba constantemente todas las ideas?, sin embargo todos,
prosigue nuestro ilustre Nobel, reverencian cómo murió. Esa reverencia, señor Vargas Llosa, es una manera de
renovar su condena a muerte, y solo sirve para certificar su defunción y desentenderse de su vida, que es lo único que importa.
Parece que está disponible en Youtube la espléndida película que Roberto
Rossellini rodó en 1970 para la RAI sobre el proceso y la muerte de
Sócrates, que le recomendaría ver al señor Vargas Llosa si no la ha visto. Hasta la fecha sólo
disponíamos de la versión original italiana (nunca estrenada en España, a
pesar de haber sido rodada en un pueblecito de Madrid, Patones de
Arriba), pero ahora podemos verla en V.O. subtitulada en español.
También le ofrezco, por mi parte, aunque usted no va a leer esto probablemente porque tendrá cosas mucho más importantes que leer, el dossier que preparé en su día para los alumnos de segundo curso de bachillerato sobre la figura de Sócrates, donde aparece entre otros materiales el oportunísimo texto "¡Viva Sócrates!" que Agustín García Calvo publicó en El País en 1999, en el que, al contrario que usted, pretendía reivindicar la vida y no la muerte del último de los presocráticos.