Ya casi nadie cree en la vieja Europa en la idea utópica de la emancipación social y el fin de la dominación del hombre por el hombre que predicaban el marxismo y anarquismo decimonónicos. Sin embargo muchos sustituyen el viejo credo por nuevas creencias y defienden a capa y espada lo que consideran la esencia de su propia identidad, o sea, lo que antes se llamaba idiosincrasia, ya sea nacional, sexual, lingüística, religiosa, étnica o de la clase que sea, sin percatarse de que no hay nada más opresor que la propia identidad, cualquiera que sea, por muy oprimida que haya estado o esté.
La antigua lucha por la justicia social se ha transformado en múltiples reivindicaciones por el reconocimiento de las identidades oprimidas, identidades que, una vez reconocidas, acaban convirtiéndose oficialmente en opresoras, víctimas que se trasforman en verdugos; pero que también, por el simple hecho de ser identidades, nos obligan a ser iguales a nosotros mismos, y, por lo tanto, nos esclavizan y privan de la libertad de no reconocernos en el espejo.
La identidad se ha convertido en un concepto abstracto que, buscando integrar a unas minorías, excluye a las mayorías, de forma que si alguna vez se enarboló como bandera para la liberación es hoy, como el DNI electrónico o digital, una camisa de fuerza, un arma de dominación, de sometimiento de esas mismas minorías a una categoría ideológica, a una casilla o compartimento estanco que se impone como un fetiche para que la defendamos como paladines, a fin de que se nos vaya la vida, ay, que se nos va, en ese empeño de defensa de etiquetas.
El carácter represor y no liberador de las identidades se percibe en la orden ejecutiva del policía que, identificado él por su uniforme y por su placa, que lo acredita como miembro de las fuerzas armadas y cuerpos represivos del Estado, nos detiene y nos exige que nos identifiquemos ante él: “Identifíquese”.
El principio de identidad suele expresarse A=A. Pero nada más formularlo caemos en la cuenta de que no puede ser verdad porque no podemos decirlo ni escribirlo sin que A, que era uno, se nos desdoble inmediatamente y se convierta en dos: A y A.
La lucha por la liberación consiste, por lo tanto, no en ser fieles a lo que somos defendiendo nuestras raíces y peculiaridades, no consiste en conocernos a nosotros mismos, empresa que se revela enseguida harto imposible, sino en desconocernos y liberarnos de nuestras señas identitarias, de nuestra propia identidad y del documento pertinente que la acredita. Deberíamos abandonar el viejo lema del oráculo de Delfos de "Conócete a ti mismo" y sustituirlo por su contrario: ἀγνῶθι σεαυτóν: "Desconócete a ti mismo". Ni más ni menos.
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