El 29 de enero del año pasado, día del docente en la comunidad autónoma de Cantabria, se rindió homenaje a los 250 docentes que se habían jubilado a lo largo del curso 2019-2020, entre los que me cuento. El acto conmemorativo, mucho más reducido que en años anteriores como consecuencia de la pandemia, reunió en el patio central del Parlamento a una pequeña selección de representantes institucionales y miembros de la comunidad educativa de Cantabria. Además del presidente de Cantabria, el señor Revilla, y la consejera de Educación, la señora Lombó, convocaron a seis docentes en representación de los jubilados, de los que sólo se dio la palabra al exdirector del IES “Villajunco” de Santander en representación del estamento, quien centró su halagüeña intervención, según leo en la prensa, en el hecho de que la educación en España en general y en Cantabria en particular "no ha hecho más que mejorar", y aunque no todo en los últimos 40 años ha sido bueno, dijo, el balance "es muy positivo". Aseguró que los alumnos "salen mejor preparados" de los centros que antes, lo que desde mi punto de vista es harto discutible. Finalmente agradeció a las autoridades allí presentes su "esfuerzo y desvelo porque la educación fuese la adecuada".
En la información periodística se leía además que el Gobierno de Cantabria entregaría a los 250 docentes jubilados, un regalo institucional que no hemos recibido (bueno, al menos yo) consistente en una acuarela de la pintora campurriana Alicia Cañas y un ejemplar del libro “Vidas maestras”, en el que previametne habíamos sido invitados a participar los docentes jubilados enviando una colaboración escrita cuyo contenido se dejaba (cito textualmente de la convocatoria) “totalmente a la voluntad de los participantes, siempre que tenga relación con el mundo de la educación. Y podrá ser la descripción de la trayectoria profesional del propio docente, o alguna reflexión concreta sobre la enseñanza y su evolución, o alguna anécdota, o cualquier cosa que el profesor o profesora considere oportuna”.
Yo envié mi colaboración titulada “Maestros vs. pedagogos”. No sé si habrá sido publicada, no me consta, pues, puesto al habla con la Consejería de Educación este verano se me dijo en primer lugar que podía pasarme a recogerlo para acto seguido telefonearme y decirme que había sido un error, que el volumen estaba en la imprenta, de donde parece que no ha debido de salir todavía. No tengo constancia de que este año, se haya celebrado ningún homenaje institucional a los docentes jubilados durante el curso 2020-2021, supongo que debido a la sexta ola de la pandemia que nos invade. Ante lo cual, ofrezco aquí el texto que escribí para "Vidas maestras" y que puede servir como contrapunto al panegírico vertido por el exdirector del Instituto santanderino en el acto solemne al que no se nos dio la oportunidad de asistir.
Agradezco
la invitación a participar en el libro Vidas Maestras 2020 que he
aceptado con la intención de hacer una breve reflexión sobre la
evolución de la enseñanza en lo que me ha tocado vivir desde mi
trayectoria profesional como profesor de lenguas clásicas,
desarrollada íntegramente en Cantabria, salvo los dos cursos que
estuve destinado en Cuenca, mi primer destino definitivo, que al
principio sentí como un destierro pero que acabé agradeciendo al
MEC, enamorado enseguida de esa ciudad encantadora.
He conocido siete leyes educativas si no me confundo haciendo la cuenta, en los últimos cuarenta años, cosa que se dice enseguida. Me entero, además, de que ya se está preparando una nueva reforma que no parece que vaya a ser mejor que las anteriores.
La generalización de la escolarización obligatoria hasta los dieciséis años que conllevó la LOGSE (1990) lejos de haber sido una conquista social y un progreso como pretenden sus defensores no significó una mayor y mejor alfabetización de la población sino lo contrario desde mi punto de vista: una devaluación de la enseñanza. Es ilustrador el cambio de nombre de los antiguos Institutos Nacionales de Enseñanza Media, como el de Camargo donde yo estudié, que ahora se denominan IES Institutos de Educación Secundaria, modificación trivial en lo que concierne al adjetivo “secundaria”, pero significativa en la sustitución de “Enseñanza” por “Educación”.
Lo que he ido viendo a lo largo de estos años es cómo la figura del pedagogo ha ido ganando relevancia hasta el punto de constituirse casi en un cargo directivo de los centros educativos, en detrimento de las figuras del maestro y el profesor.
El pedagogo era en la antigua Roma un esclavo generalmente griego, que se ocupaba de llevar a los niños a la escuela (scholé es palabra griega que significa ocio, tiempo libre, correlato latino de ludus y de lo lúdico) y se encargaba de su educación, pero no como profesor de determinadas materias sino como supervisor de su proceso.
Según Corominas, la palabra entró en nuestra lengua hacia 1490 con el significado de “ayo, preceptor”, propiamente “acompañante de niños”. El término, desde el punto de vista etimológico, es similar a “demagogo”, ese insulto que los políticos profesionales se lanzan a la cara unos a otros a menudo no sin fundamento, y por eso está teñida de un fuerte matiz despectivo: el demagogo sería el político que, so pretexto de encarnar y representar la soberanía popular, conduce al pueblo en su propio provecho, y no guiado por el bien común: el que lo manipula, el que sólo busca su voto para aprovecharse de él y traicionarlo.
Y es que “agogós” quiere decir conductor en la lengua de Homero; “ped-” es niño, como en pediatra, y “demo” pueblo, como en democracia. Pueden relacionarse, por lo tanto, desde el punto de vista etimológico ambos helenismos, la pedagogía y la demagogia, los pedagogos y los demagogos, por el elemento que tienen en común, que es la "agogé". El niño, en el primer caso, y el pueblo, en el segundo, serían las dos caras de la misma moneda, caracterizada por ser algo que debe ser manipulado y conducido a alguna parte por algún experto, llámese líder, pedagogo o demagogo. Quizá no sería mala cosa que abandonásemos la pretensión pedagógica de insertar a los niños en el sistema convirtiéndolos en adultos, y la pretensión demagógica, que viene a ser la misma que la otra, de gobernar a nuestros semejantes.
La connotación positiva de la que se ha impregnado la palabra pedagogo, al contrario de demagogo, ya le chirriaba un poco a don Antonio Machado. El poeta de los campos de Castilla y las soledades, a través de su heterónimo Juan de Mairena, dejó escrito: Un pedagogo hubo: se llamaba Herodes. Y es que el pedagogo es el que conduce al niño hacia la madurez, el Mentor que lo educa y saca de él lo mejor que tiene y lleva dentro para que se autorrealice. El pedagogo sabe muy bien a dónde lleva al niño, conoce la meta, que es la integración en la sociedad tal como está organizada, para lo que el niño debe labrarse un futuro que no existe más que como promesa o amenaza, dejar de ser un niño y convertirse en un adulto, lo que no deja de ser una forma de adulteración y, hasta cierto punto, si se me permite la hipérbole, de crimen. Ya lo dijo Jean Genet en alguna parte: "Vivir es sobrevivir a un niño muerto". Y según Machado, los pedagogos son los modernos ejecutores de la matanza de los inocentes.
Los modernos pedagogos suelen arrimar el ascua a su sardina y amoldan la etimología del término “educación” al campo semántico propio de su especialidad, previamente definido. Suelen decir que se remonta al latín educere que significa educir, es decir, sacar algo, hacer que salga. Ellos no pretenden instruir al niño como nosotros, los maestros y los profesores, sino orientarlo según sus intereses y despertar su vocación. Pero resulta que la acción de educere es en latín no la educatio, sino la eductio, es decir, en castellano, la educción o acción de educir, término recogido en el diccionario de la RAE., con el significado de “sacar algo de otra cosa, deducir”, a imagen y semejanza de inducción, deducción, conducción y demás compuestos.
Hay en latín otro verbo muy parecido que es educare, cuya acción es, propiamente, la educatio, de donde deriva nuestra educación. Ambos verbos, educere y educare no son sinónimos sino antónimos. Un romano como Varrón nos explica la diferencia: educit obstetrix, educat nutrix: La comadrona u obstetra educe, ayuda al parto; la nodriza alimenta.
La educación, pues, está más relacionada etimológicamente con la gastronomía y el campo semántico de la alimentación que con la tocología y la mayéutica socrática o el psicoanálisis. Prueba de ello son los términos alumno y alma mater, los dos emparentados precisamente con el verbo alere, que significa “alimentar”: alumnus es el alimentado, el nutrido, el criado, y alma mater, la madre nutricia o nodriza, como se denominó en principio a la Iglesia y posteriormente a la Universidad de Bolonia, la más vieja de Europa. La metáfora es evidente: la Universidad sería la madre que amamanta culturalmente a sus hijos, que son los estudiantes.
En castellano la palabra educación es un neologismo documentado en el siglo XVII, aunque debió de comenzar a usarse a finales del XVI, según Corominas, como sinónimo de crianza, instrucción y adoctrinamiento. Los primeros educadores fueron los obispos en el seno de la Iglesia, que se veía a sí misma como la Madre Iglesia, de la que los fieles, concebidos como alumnos, no deberían destetarse porque fuera de la Alma Mater no había ninguna salvación: extra ecclesiam nulla salus. Es ahora el Estado el que ha adquirido la función de madre nutricia, y ha considerado que toda la ciudadanía debe ser educada obligatoriamente: extra scholam nulla salus: fuera de la escuela no hay ninguna salvación.
Los modernos pedagogos han minusvalorando los contenidos, e intentando enseñar a los maestros y profesores a hacer su labor, presentando como novedoso lo que se venía haciendo desde siempre mejor o peor, y proclamando consignas tales como que lo importante no era enseñar algo en concreto, fuera lo que fuere, sino enseñar a aprender, y que, por lo tanto, los estudiantes no tenían que aprender nada en particular que no fuera “aprender a aprender” (sic), como si no supieran hacerlo, intentando elevar lo que es de sentido común a la categoría de ciencia, utilizando un lenguaje críptico para los profanos y reservado a los iniciados, con lo que se pierde, irremediablemente, el sentido común.
El principal problema de la enseñanza primaria y de la secundaria, que yo conozco mejor, es que ya no se enseña prácticamente nada, sino que so pretexto de impartir educación se imparte poca enseñanza, promocionándose la devaluación continua de los contenidos y apoyándose en sofisticados argumentos propios de los sofistas griegos, que podían argumentar una cosa y, acto seguido, la contraria.
Frente a esta situación, me gustaría anteponer la nobleza de la figura y del término “maestro”, que procede del latín “magister”, y que está formado sobre el adverbio “magis” que significa “más”, por lo que el magister era el más importante, porque enseñaba, frente a su contrario, que era el “minister”, de donde deriva nuestra palabra “ministro”, formada sobre el adverbio “minus” que quiere decir menos, por lo que significaba el que es menos, el sirviente. La etimología determina la distancia que va del magisterio al ministerio.
No quisiera acabar esta reflexión sin recordar al filósofo Platón, quien dijo que “la educación no es como la proclaman algunos sofistas que afirman que, cuando la ciencia no está en el alma, ellos la ponen, como si en unos ojos ciegos pusieran la visión”. Al contrario, en todos y cada uno de nosotros reside la facultad de aprendizaje. No hace falta que nadie nos la inculque, pero quizá sí que alguien, un maestro, nos abra los ojos, nos enseñe.
A merced de los "minister" hemos alcanzado las cotas más altas de la idiocia, esos logros del progresismo emocionable y satisfecho, sumido en el eco de las modas democráticas del imperio para que no falte el entretenimiento y dar curso libre a las emociones de los educandos, esa fuente de derechos y oportunidades para el espectáculo de la barbarie.
ResponderEliminarRecurriendo a los términos en que ya lo hizo Ferlosio: “los conocimientos no conocen a nadie, ni llaman por su nombre de pila a cada quisque, ni tan siquiera saben advertir si alguno los alcanza, si hay alguien que los esté enseñando o aprendiendo. A la propia naturaleza de los conocimientos pertenece esa absoluta y radical impersonalidad, que es, por lo tanto, la que se corresponde estrechamente con los fines de la enseñanza misma”. Y sin embargo hemos progresado con “la privatización más bien modal y psicopedagógica de los conocimientos, para adaptarlos a la «personalidad única e irrepetible» de cada individuo, y una privatización de los conocimientos delimitando los propios contenidos según la «identidad» de los alumnos de cada Comunidad Umbilical”, recurriendo a ese “virtuosismo propio de «asignatura», que enmascara y hasta suplanta cualquier cabal contenido de saber”. Eso sí, hemos alcanzado “la mística devoción onfaloscópica con los diecisiete ombligos autonómicos hechos aisladamente objeto de autocontemplación”, donde “los efectos de la onfaloscopia venían a concretarse en la enseñanza en una especie de «privatización territorial de los contenidos», sin duda bajo el criterio pedagógico de orientar el interés de los estudiantes hacia lo que les fuese personalmente más propio, esto es, hacia lo que sintiesen más próximo a su ombligo (…). Pero ambas formas de adaptación a la particularidad del individuo no hacen más que debilitar el sentimiento de exterioridad y de extrañeza que es adecuado a todo conocer y por tanto atentar contra la radical impersonalidad del conocimiento en cuanto tal”.
"Borriquitos con chándal": https://iesalagon.educarex.es/web/biblioteca_web/documentos/Ferlosio.pdf
Gracias por traer a cuento el artículo -imprescindible- de Ferlosio.
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