Dos propuestas: Frente a la inmensa tarea del aprendizaje que nos propone el sistema de enseñanza o educativo que quier alargarse a toda la vida, hay que reivindicar la tarea del largo desaprendizaje para liberarnos del lastre de lo que hemos aprehendido. Por otra parte, frente a la propuesta de emprendimiento que nos inculca el sistema capitalista de producción que padecemos, reclamamos el desprendimiento. Hay que ser emprendedor, nos dicen para ocultar la vergüenza que les da decir que hay que ser empresario.
Creación
de sentimiento de culpa: La religión católica nos hacía creer que teníamos lo que nos merecíamos, que éramos pecadores, estigmatizados como estábamos por el pecado original más los que luego nosotros cometíamos, y culpables
-mea
culpa, mea maxima culpa-,
según la terminología cristiana, o responsables, según la religión laica imperante hoy en día,
de nuestra propia desgracia por causa de nuestra poca inteligencia,
capacidades o esfuerzo. Logran así que nosotros, en vez de
rebelarnos como deberíamos hacer contra el sistema y romper las
cadenas que nos subyugan, nos volvamos contra nosotros mismos,
anulando nuestro amor propio, cayendo en la depresión y en la
inhibición de nuestro sentido crítico y acción, y acabemos yendo
al piscólogo o al pisquiatra para que resuelva "nuestro"
problema con sesiones de psicoterapia, psicoanálisis y toda suerte de
fármacos antidepresivos. Nos han hecho además sentirnos responsables de nuestra propia salud en el colmo del delirio sanitario.
Del sentido de la historia: La
historia de la humanidad no tiene ningún sentido, es un sinsentido,
como nuestra propia vida. Ni la sociedad ni la ciencia avanzan hacia
ninguna meta por ningún camino. Nosotros tampoco.
Una paradoja: Antoine de Saint Exupéry en El principito escribió que lo esencial era invisible a los ojos. Es verdad. Yo me digo: Si quieres ver, cierra los ojos.
Muriendo
lentamente. Nos estamos muriendo nosotros y las cosas
continuamente, deshaciéndonos sin cesar. Ahora mismo.
Convirtiéndonos en otro, en otra cosa. La ilusión en que nos hacen
vivir es un matrimonio entre la fe en el futuro y en el pasado, la
historia, y el continuo pasar que está fuera de la realidad.
Entenderlo es sentirlo. Para entenderlo y sentirlo habría que romper la ilusión de nosotros mismos, tan
falsa pero tan poderosa.
Una cosa es la realidad, el nombre propio y nuestro personaje real, y
otra la verdad. Lo único que se puede decir de la realidad, a parte de
la tautología perogrullesca de que es real, como su nombre indica, es
que es falsa, porque si fuera verdadera no necesitaría pedirnos, como
hace a cada paso, que creamos en ella: no necesitaría de nuestra fe para
poder existir y proclamar su verdad. Eso es lo que nos hace por lo
menos desconfiar de ella y por lo más sospechar que no es verdadera.
Por otra
parte, creo que todos guardamos más o menos el vivo recuerdo en algún
lugar de nuestra memoria de cuando siendo niños vimos por primera vez
nuestra propia imagen reflejada en un espejo, y alguien o algo nos dijo:
"¡Ése eres tú!". Lo que yo recuerdo de ese momento es mi estupefacción y
mi rechazo: "No, ese no soy yo". O mejor: "Yo no soy ese" (es decir, yo
tampoco soy el que creo que soy). No sé quién soy, pero desde luego no
soy ese que veo al otro lado del espejo, mi propia imagen.
Uno no se libera nunca definitivamente de la ilusión del engaño, y nunca llega, por lo tanto, a la verdad sobre sí mismo ni, huelga decirlo, sobre lo demás tampoco, primero porque no hay verdad (en la realidad) y segundo porque yo, como persona real que soy, soy conservador por esencia y también necesito creer que soy el que soy y que me llamo como me llamo, aunque en mi fuero interno sepa, como mi niño antiguo, que no soy ése, que no es verdad que yo sea el que soy
Uno no se libera nunca definitivamente de la ilusión del engaño, y nunca llega, por lo tanto, a la verdad sobre sí mismo ni, huelga decirlo, sobre lo demás tampoco, primero porque no hay verdad (en la realidad) y segundo porque yo, como persona real que soy, soy conservador por esencia y también necesito creer que soy el que soy y que me llamo como me llamo, aunque en mi fuero interno sepa, como mi niño antiguo, que no soy ése, que no es verdad que yo sea el que soy
Odi et amo. El llamado
delito de odio, del que tanto se oye hablar últimamente, es una
amenaza contra la libertad de expresión. Se han
tipificado determinados ejercicios de la libertad de expresión como
“delitos de odio”, como si el odio fuera de por sí un delito, como
si no fuera la otra cara del amor, como nos recordaba Catulo en su
célebre odi et amo. Bajo la acusación de
“discurso del odio” se esconde, camuflada de buenos sentimientos,
la vieja censura inquisitorial, ese intento totalitario que quiere
privarnos de la libertad de pensar y de sentir y de decir lo que
sentimos y pensamos. Ambos, odio y amor, amor y odio, son
sentimientos muy humanos, dos caras de la misma moneda. Y así como antaño se reivindicaba el amor
libre, deberíamos proclamar ahora la urgencia del odio igualmente
libre y despenalizado.
La
penalización del odio responde al nuevo paternalismo de Estado basado en el
consumo y la ilusión de libertad de elección:
frente al capitalismo salvaje en que nos hemos instalado
confortablemente existe un proteccionismo moral y cultural reforzado por
las redes (anti)sociales, en las que puedes mentir,
engañar publicitar y vender a tu propia madre pero no enseñar un pezón o
decir que las vacunas no son tales vacunas, sino experimentos
genéticos de nula eficacia o seguridad.
Declaran ilegales los discursos que incitan al odio y los penalizan para fomentar el amor al sistema, y para que el mensaje contestatario llegue al menor número de gente posible y puedan contener la infección.
Políticamente incorrecto. Hay un
discurso políticamente correcto que se basa en un sistema de
verdades oficiales que se repiten obsesiva- y machaconamente a modo de mantras perniciosos en los
medios de conformación de masas, en la escuela y demás
instituciones académicas, que están coartando la libertad de
expresión. De hecho la palabra “libertad” se está convirtiendo
en un término maldito: nadie menciona a la bicha, porque todos dan
por sentado que no hace falta mencionarla, que hay libertad, que existe, como dicen ellos, igual que Dios. Y es
precisamente, dime de qué presumes y te diré de qué careces,
aquello que nos falta.
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