Una pancarta, colocada en un paso elevado sobre una autovía madrileña, suscita la siguiente reflexión en medio de una caravana debida a un embotellamiento a la entrada de la gran ciudad en una llamada hora punta: “Me encanta ir a trabajar en bici”.
Seguro que más de un conductor de utilitario, es decir, un chófer de su propio auto, que es quien le exige utilizarlo y sacarlo de paseo y aparcarlo aquí y acullá, se ha cabreado al leerla.
Sí, sobre todo porque hubiera bastado para suscitar la sonrisa reflexiva de la intención irónica que dijera: “Me encanta ir en bici”. Sin más. No hacía falta especificar a dónde.
Porque, vamos a ver, a mí, aunque no soy un vago redomado ni un perezoso indecente, no me gustaba ir a trabajar, ni que me recordaran que tenía que ir... ¡Uf, qué sudores fríos me entran de sólo recordarlo! ¡Afortunadamente ya estoy jubilado! Y me encanta ir en bici a cualquier sitio, aunque no practicar el ciclismo, que es un deporte, cosa harto distinta y, como tal deporte, un trabajo, por supuesto. Pero lo primero que dice la pancarta es "Me encanta ir a trabajar..." y eso no le gusta a casi nadie, salvo a los masoquistas. No pone "Me encanta ir en bici" sin más. Reza: "Me encanta ir a trabajar en bici". Es como si hubiera puesto: "Me encanta ir al matadero en bici". Y eso no. Ahí precisamente no le encanta ir a nadie de ninguno de los modos.
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