La palabra democracia une dos cosas contrapuestas: ‘pueblo’,
demo, y ‘poder’, kratos en griego. ¿Cómo hay que entenderlo?
Hay dos posibilidades: poder, fuerza o soberanía que se ejerce sobre el pueblo,
tomando a este como objeto, como súbdito gobernado, o poder, fuerza o soberanía ejercida por el pueblo,
tomándolo como sujeto, esto es, como gobernante.
El problema de esta
última interpretación, que es la políticamente correcta, es que si
el pueblo está compuesto exclusivamente de gobernantes... ya no hay
gobernados, lo que significaría que tampoco hay gobierno y
viviríamos en la más perfecta edad de oro de la acracia y en la
república de la anarquía, lo que salta a la vista enseguida
que no es en modo alguno cierto porque no es el caso, y es lo que produce
sin duda no ya la sonrisa irónica, sino la franca carcajada de
Mafalda.
Nada más lejos de la realidad, porque lo cierto es que en las democracias modernas
hay gobierno, no puede faltar, y no deja de haberlo, lo que quiere
decir que hay gobernantes y gobernados. ¿Quiénes son los
gobernantes? Al no poder serlo efectivamente todos los ciudadanos que
entran en la definición de “pueblo”, estos eligen a sus
representantes mediante el sufragio universal, no a los representantes de todos, porque eso es
imposible, sino a los de la mayoría, una mayoría que hará valer su
elección imponiéndosela a todos.
¿Quiénes
son los gobernados? El pueblo. “Pueblo”, en efecto, sólo puede
definirse como ‘gobernado’ (súbditos, o, más insidiosamente,
ciudadanos, contribuyentes o votantes, objetos, en definitiva, de la
administración del gobierno y sus ministerios).
El engaño que entraña la
palabra democracia consiste en
definir al pueblo como “gobernante” también, como si así
pudiera anularse la contraposición gobernante/gobernado y
disimularse el hecho de que hay gobierno, y no un gobierno Dei
gratia, impuesto por la gracia soberana de Dios, sino, digamos, populi gratia, por la gracia
aquiescente, resignada y sumisa, del pueblo. El pueblo sería el
gobernante/gobernado, desdoblado esquizofrénicamente a
la vez en sujeto y objeto del gobierno.
Y aquí es donde reside el éxito del engaño de la palabra: hay una tercera forma de entender el significado de "democracia", que en principio habíamos descartado por la contradicción lógica que entrañaba, pero es la que se ha impuesto y es la políticamente correcta: sería el poder o fuerza ejercida por el pueblo, tomado como sujeto, sobre el propio pueblo tomado al mismo tiempo como objeto.
Y aquí es donde reside el éxito del engaño de la palabra: hay una tercera forma de entender el significado de "democracia", que en principio habíamos descartado por la contradicción lógica que entrañaba, pero es la que se ha impuesto y es la políticamente correcta: sería el poder o fuerza ejercida por el pueblo, tomado como sujeto, sobre el propio pueblo tomado al mismo tiempo como objeto.
Es lo que reza la cacareada
definición de Abraham Lincoln (democracy is "government
of, by and for the people"), en su primera parte: "el gobierno del pueblo". Como gramáticos debemos preguntarnos si people's government o, lo que es lo mismo government of the people
es un genitivo objetivo o subjetivo, y llegaremos a la perplejidad de
que pretende ser ambas cosas a la vez estableciéndose una escandalosa
anfibología o ambigüedad pretendida de doble sentido o disemia: gobierno
por el pueblo (genitivo subjetivo, el pueblo gobierna) y gobierno para
el pueblo (genitivo objetivo, el pueblo es objeto de gobierno y
gobernado).
Lo que nos lleva al credo quia absurdum, a
creerlo porque es ilógico y carece de sentido. La democracia se ha
cargado al pueblo: ya no hay pueblo que valga: ya no hay gobernados: sólo
gobernantes, sólo gobierno, sólo cracia. Estamos, pues, ante el régimen más
dictatorial y totalitario, y en ese sentido el más "perfecto", que se ha podido inventar y que nos ha tocado padecer.
Supongamos que todos somos soberanos: todo hombre es un rey y toda
mujer una reina: todos reyes y reinas. ¿Sobre quiénes
gobernaríamos? ¿De qué reino seríamos monarcas? ¿Quién sería
el pueblo sobre el que ejerceríamos nuestro reinado y monarquía? ¿Sobre nosotros
mismos? Bien, pues hagámoslo, pero eso significaría que nadie más
que yo mismo podría gobernar sobre mí mismo, por ponerme como
ejemplo y por no pasar al plural, y por supuesto, yo no podría pretender gobernar a nadie más
(“De nadie soy siervo, de nadie señor” como cantaba Zorrilla, a lo que añadiríamos: "ni de mí tampoco"). ¿Qué necesidad tengo
de elegir entonces a un representante para que me gobierne a mí en
mi nombre y a todos en nombre de una mayoría totalitaria introduciendo una papeleta en una urna electoral que acabará yendo tras el recuento a la papelera?
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