miércoles, 6 de mayo de 2020

Cuarentena

El término “cuarentena”, como se sabe y se le ocurre enseguida a cualquiera fácilmente, está relacionado, igual que "cuarentón", con el número cuarenta. Deriva del latín quadraginta, que era el nombre de este número cardinal que multiplicaba diez por cuatro e indicaba, por lo tanto, cuatro decenas (al igual que el ordinal quadragesima (dies) es el origen de la religiosa "cuaresma" por la duración de cuarenta días de este período religioso). 

Su importancia, sin embargo, no procede del mundo romano, sino de la tradición judeocristiana. En efecto, si vamos al Antiguo Testamento, concretamente al libro del Génesis, que es el origen de todo, se nos habla del Diluvio Universal que decretó Dios. Leamos, por ehjemplo Génesis 6.5: Viendo Yavé cuanto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba sino aviesos designios todo el día, se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra, doliéndose grandemente en su corazón, y dijo: “Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la haz de la tierra, y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta las aves del cielo, pues me pesa haberlos hecho”. (Cito como de costumbre por la traducción de Nácar-Colunga) 




Leemos, pues, que Yavé, o sea, Dios se arrepintió de haber creado al hombre y decidió el exterminio, pero exceptuó a Noé, al único que encontró justo en esa generación, y a toda su casa, y le ordenó que construyera un arca de madera, porque iba a arrojar sobre la tierra un diluvio que haría perecer todo lo que había creado. Asimismo le dice: “dentro de siete días (otro número mágico, origen de la semana) voy a hacer llover sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches”. Y así fue, según el relato bíblico: Se rompieron todas las fuentes del abismo, se abrieron las cataratas del cielo, y estuvo lloviendo sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches.

Ahí tenemos, por primera vez, la mención de este número en la Biblia. La segunda aparición la leemos en el libro del Éxodo 24, 18, donde se nos dice que Moisés subió solo a la cumbre del monte Sinaí y permaneció “cuarenta días y cuarenta noches” antes de bajar con las Tablas de la Ley de los Diez Mandamientos, el famoso Decálogo. 

Cuarenta años vivió también Moisés como pastor en la tierra de Madián y cuarenta años duró el éxodo judío vagando por el desierto. Igulamente la esclavitud de los hebreos en Egipto había durado cuarenta décadas. 

 Autorretrato de Edvard Munch tras sufrir la gripe española, 1919

Asimismo, en el Nuevo Testamento hallamos que Jesucristo permaneció ayunando durante "cuarenta días y cuarenta noches" en el desierto hasta que al fin tuvo hambre (Mateo, 4, 1). Esto nos lleva a relacionarlo con la cuaresma, que rememora las seis semanas que van del domingo de Cuaresma al de Resurrección. La cuaresma (quadragesima dies) el cuadragésimo día antes de la Pascua. Comienza, en el rito latino, el Miércoles de Ceniza y termina en la tarde del Jueves Santo.​  

El número cuarenta, contabilizando días o años, simboliza en la tradición bíblica los períodos de retiro y aislamiento, pero también está relacionado con la purificación de la mujer después del puerperio. Así tenemos que María presenta a Jesús en el Templo cuarenta días después del parto navideño, el día 2 de febero, festividad de La Candelaria. 

Según Levítico 12, 1-5 Cuando dé a luz una mujer y tenga un hijo, será impura durante siete días; será impura como en el tiempo de su menstruación. El octavo día será circuncidado el hijo, pero ella quedará todavía en casa durante treinta y tres días en la sangre de su purficación; no tocará nada santo ni irá al santuario hasta que se cumplan los días de su purificación

Estas referencias judeocristianas impregnaron al número cuarenta de un halo mágico, lo que hizo que el gobierno de la Serenísima República de Venecia, en el año 1348 declarara el aislamiento preventivo de los buques que llegaban a su puerto ante el primer brote de la Peste Negra. Estos no podían desembarcar hasta que se cumpliera el periodo de “quaranta giorni” (cuarenta días). 

Hoy en día el término cuarentena alude al aislamiento preventivo ante enfermedades contagiosas, pero la duración de ese período varía según los casos y los gobiernos.

Las personas infectadas eran separadas del resto para evitar la propagación de la enfermedad entre los antiguos israelitas bajo la ley mosaica, como se establecía en el Antiguo Testamento.​ Por ejemplo, leemos en Números 5: Habló Yavé a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que hagan salir del campamento a todo leproso, a todo el que padece flujo y a todo inmundo por un cadáver. Hombres y mujeres, todos los haréis salir del campamento para que no contaminen el campamento en que habitan

Lo que no se había visto hasta ahora es que toda la población fuera puesta en cuarentena o confinada ante una virulenta irrupción de un virus.

lunes, 4 de mayo de 2020

Seguiriyas contra el encierro, que es palabra más popular que confinamiento.

Si insisten, me pongo 
mascarilla ahora, 
pero mordaza no voy a ponerme
 que calle mi boca. 

Maldigo el Estado
 que nos acuartela, 
que dice velar por nuestra salud 
mientras nos apesta. 

No estoy encerrado
 por mi voluntad; 
me estabularon igual que al ganado,
 muy a mi pesar. 

 

 Me dejan salir
 a que haga las compras,
 pero no me dejan, niña, ir a verte,
 y a besar tu boca.

 Algunos dan palmas
 y fuertes aplausos, 
a encerrarse en casa como Dios manda: 
la claque del teatro.

 Por causa de un virus,
 por culpa de un bicho
 nos meten miedo en el alma y el cuerpo
 y de él nos morimos.

 Peor que la gripe
 del año pasado, 
esta, que es la actual, la que nos lleva
 hasta el otro barrio. 

 Los amantes, René Magritte (1928)

 Un virus muy malo
 que mata a la gente,
 peor que el virus coronado: el miedo, 
peor que la peste. 

Que use el cirujano
 mascarilla y guantes, 
que a nosotros, ay, maldita la falta, 
 niña, que nos hacen. 

 El cordero siempre
 se cuidó del lobo,
 no del pastor, que devoró al cordero, 
ay, después de todo. 

 No tiene sentido
 vivir así, mira, 
que por querer librarnos de la muerte 
 perdamos la vida. 

Aunque nos levanten
 el confinamiento,
 seguiremos en verdad encerrados;
 no nos engañemos.

 Fotografía de Gabriel Pérez-Juana (2020)


 Por miedo a enfermar, 
enfermé de miedo. 
Por miedo a la muerte, sólo una idea, 
de miedo me muero.

domingo, 3 de mayo de 2020

Encuentro fortuito con Epicteto

Me llega casualmente vía correo electrónico una cita sobre la muerte atribuida a Epicteto (50-125?). Se trata de una máxima, es decir de una frase que en pocas palabras dice muchas e importantes  cosas, vulgarizada hasta la saciedad en la Red, que dice así: "La fuente de todas las miserias para el hombre no es la muerte, sino el miedo a la muerte". 


Investigando sobre ella, descubro que pertenece a las Disertaciones por Arriano, libro III, 26, 38 de Epicteto, el esclavo que llegó a ser filósofo estoico. Hay que decir que Epicteto como otros maestros de la antigüedad no escribió nada, y que sus enseñanzas fueron orales. Fue su discípulo, el historiador Arriano de Nicomedia, quien puso por escrito el pensamiento de su maestro en las dos obras que nos han llegado, el Manual y las Disertaciones. Hay traducción española de esta obra, publicada por la Bilioteca Clásica Gredos, núm. 185, de Paloma Ortiz García con introducción y notas.

La frase en su original griego no es una afirmación sino una pregunta retórica: ἆρ᾽ οὖν ἐνθυμῇ, ὅτι κεφάλαιον τοῦτο πάντων τῶν κακῶν τῷ ἀνθρώπῳ (καὶ ἀγεννείας καὶ δειλίας) οὐ θάνατός ἐστιν, μᾶλλον δ᾽ ὁ τοῦ θανάτου φόβος; que podríamos traducir literalmente más o menos así: ¿Acaso no entiendes que el fundamento precisamente de todos los males para el hombre (tanto de la falta de nobleza como de la cobardía) no es la muerte, sino más bien el miedo a la muerte? 

Lo que suele traducirse por “la fuente”, “la raíz”, o aquí "el fundamento" se dice en griego κεφάλαιον τοῦτο que propiamente significa "el punto capital" (así en la traducción de Paloma Ortiz: ¿No te das cuenta de que lo capital de todos los males para el hombre y de la falta de nobleza y de la cobardía no es la muerte, sino más bien el miedo a la muerte?), o, lo que es lo mismo, "lo más importante", relacionado como está con la cabeza ἡ κεφαλή. 

 Detalle del Triunfo de la Muerte, Brueghel el Viejo (1562)

Más conocida entre las obras de Epicteto es el Manual entre nosotros, en cuyo capítulo quinto insiste de otra manera sobre la misma idea. A fin de cuentas, como dice Paloma Ortiz, Epicteto, "maestro de profesión, no podía verse libre de la más tiránica de las servidumbres pedagógicas: la repetición": Ταράσσει τοὺς ἀνθρώπους οὐ τὰ πράγματα, ἀλλὰ τὰ περὶ τῶν πραγμάτων δόγματα· οἷον ὁ θάνατος οὐδὲν δεινόν ἐπεὶ καὶ Σωκράτει ἂν ἐφαίνετο, ἀλλὰ τὸ δόγμα τὸ περὶ τοῦ θανάτου, διότι δεινόν, ἐκεῖνο τὸ δεινόν ἐστιν.  Así traduce la frase Paloma Ortiz: Los hombres se ven perturbados no por las cosas, sino por las opiniones sobre las cosas. Como la muerte, que no es nada terrible -pues entonces también se lo habría parecido a Sócrates- sino que la opinión sobre la muerte, la de que es algo terrible, eso es lo terrible.

Otra versión, mucho más antigua del mismo texto en nuestra lengua: Conturban a los hombres, no las cosas, sino las opiniones que de ellas tienen. Por exemplo, la muerte no es un mal, porque si lo fuera, así lo habría sentido Sócrates. Es un mal, sí, la opinión de la muerte, que un mal la juzga. (Traducción de don José Ortiz, publicada en Valencia en 1816, del Enchiridion o Manual de Epicteto, de la que nos ofrece también su propia versión latina “atada en lo posible al texto griego”: Perturbant homines non ipsae res, sed opiniones quas de rebus habent. Exempli gratia: mors malum non est, alioquin et Socrati talis visa foret; sed opinio de morte, quae malum eam iudicat, malum est). 

La deuda con Sócrates, a través de Platón en este caso, es evidente. Epicteto sostiene, al igual que Sócrates, que nadie hace mal a sabiendas, que sólo se obra el mal por ignorancia: "Cuando alguien asiente a lo falso, sábete que no quería asentir a lo falso -pues toda alma se ve privada de la verdad contra su voluntad-, sino que la mentira le pareció verdad". (Disertaciones I, 28, 4-5).   



Lo que te mata no es el virus, perfecta alegoría de la Muerte que todos llevamos dentro, sino el miedo. El miedo te mata porque no te deja vivir. No se puede vivir con miedo. No porque no se pueda, porque de hecho se puede y es como vivimos habitualmente, o, mejor dicho, como sobrevivimos y existimos. No se puede vivir con miedo porque el miedo es lo que no nos deja vivir, lo que nos mata. El miedo es nuestra muerte cotidiana. 

El enemigo, por otra parte, ya no es el otro. El infierno ya no son los otros, como dijo Sartre. Somos nosotros mismos. O mejor: el enemigo soy yo mismo, está latente o patente dentro de mí. El bicho o virus coronado como el rey soy yo. El miasma de la peste está dentro de mí, que soy a la vez fuente y susceptible de contagio. Ya lo dice la letra de la canción del Dúo Dinámico que entonan a modo de himno: Resistiré: Cuando mi enemigo sea yo. 

Pero la verdadera peste, el verdadero virus que mata es el miedo, el miedo a la muerte, una muerte de la que no tenemos ninguna experiencia propia, que siempre nos es ajena. Son los demás los que se mueren, no nosotros. Todavía. Porque nuestra muerte -mors certa, hora incerta; muerte cierta, hora incierta- está inscrita en el futuro, es una amenaza que pende sobre nuestra cabeza como la espada de Damoclés. Nunca está presente ni es mía. Sino siempre ajena. 

¿Qué es la muerte, entonces? Si la muerte es algo es una idea, falsa como todas las ideas, que nos hacemos de algo. Real, si se quiere, sí, pero falsa. La muerte, ese miedo sustancial, constitutivo y constitucional, lo llevamos dentro, es nuestro ser. Dondequiera que vayamos la llevaremos con nosotros. Contagiaremos todo lo que toquemos. Contra ese virus nada puede la ciencia ni la medicina, ni las mascarillas ni los guantes ni los antivirales. Y no porque lo diga Epicteto, ni ningún otro maestro, sino porque tiene razón.

sábado, 2 de mayo de 2020

Timón, el filántropo misántropo (y 2)

La radicalidad del mensaje del Timón de Luciano, de la que se hará eco William Shakespeare en su tragedia Timón de Atenas, estriba en su apuesta por la soledad y la renuncia a toda amistad. Ello se debe, según Hermes en el diálogo de Luciano, a que su filantropía y su compasión por los necesitados lo ha arruinado. Él era un hombre rico que lo compartía todo con los demás, y no se daba cuenta de que no muchos, sino todos sus pretendidos amigos no eran tales, sino aduladores interesados, por lo que, según el mensajero de los dioses, "no comprendía que estaba haciendo beneficios a cuervos y lobos". 


El dinero, que él poseía en gran cantidad, hizo que, cuando se arruinó por su humanitaria generosidad y fue a pedir ayuda a sus antiguos amigos, se convirtiera  en un acérrimo misántropo, en un enemigo de toda comunidad que se refugia como antídoto en el último reducto que le queda, al que se aferra como a un clavo ardiendo, el solipsismo del individuo personal, su propio ego. Por eso decía, en el fragmento que leíamos el otro día: "Un solo amigo tenga: Timón. Todos los demás sean enemigos y conspiradores".

Precisamente ese poder del dinero llamó la atención del joven Carlos Marx, que en sus Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, comentaba estos versos del Timón de Atenas, de William Shakespeare, (IV, 3, 28-29), donde el "much of this" se refiere a mucho oro, es decir, mucho dinero: Así que mucho dinero hará lo negro blanco, lo feo hermoso, lo falso verdadero, al plebeyo noble, al viejo joven, al cobarde valiente.  

Thus much of this will make black white, foul fair, 
Wrong right, base noble, old young, coward valiant.

Y comenta Marx al hilo de estos versos que el dinero “es la divinidad visible, la transmutación de todas las propiedades humanas y naturales en su contrario, la confusión e inversión universal de todas las cosas; hermana las imposibilidades” y, en segundo lugar, “es la puta universal, el universal alcahuete de los hombres y lo pueblos”.  Más adelante: "El dinero es, al hacer esta mediación, la verdadera fuerza creadora. (…) Como tal potencia inversora, el dinero actúa también contra el individuo y contra los vínculos sociales, etc., que se dicen esenciales. Transforma la fidelidad en infidelidad, el amor en odio, el odio en amor, la virtud en vicio, el vicio en virtud, el siervo en señor, el señor en siervo, la estupidez en entendimiento, el entendimiento en estupidez. Como el dinero, en cuanto concepto existente y activo del valor, confunde y cambia todas las cosas, es la confusión y el trueque universal de todo, es decir, el mundo invertido, la confusión y el trueque de todas las cualidades naturales y humanas."

viernes, 1 de mayo de 2020

Que por mayor era, por mayo

En estos tiempos de cuarentena -ya pasa de cuarenta días y cuarenta noches y va para cincuentena, y suma y sigue- en los que todo el país se ha convertido en una enorme cárcel voluntaria desde el momento en que el Gobierno decretó que nuestras viviendas fueran nuestras mazmorras, y la población, mayoritariamente engañada, acató esa decisión resignadamente y aprobando dichas medidas de confinamiento porque eran, se suponía, por nuestro bien; y aquellos que se lo saltaron fueron en primer lugar escarnecidos por sus vecinos desde ventanas y balcones, y en segundo lugar multados y detenidos por los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado o de orden público o como quiera que se llamen; en esta situación auténticamente kafkiana, me vienen a la cabeza los más hermosos versos de la lírica castellana: el romance del prisionero. La poesía nos recuerda la prosaica cárcel en la que vivimos y a la vez nos consuela de ella:





Que por mayo era, por mayo, 
cuando hace la calor, 
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor, 
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor,
sino yo, triste y cuitado,
que yago* en esta prisión, 
que ni sé cuándo es de día,
ni cuándo las noches son,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor;
matómela un ballestero; 
déle Dios mal galardón. 

oOo

*NOTA.- Hay versiones del romance que dicen "que vivo en esta prisión". Hoy nadie diría "que yago", que es una forma verbal que nos suena rara al oído y quizá incomprensible. Se trata, sin embargo, de la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo "yacer", que ofrece las siguientes formas alternativas: yazco, yazgo y yago (latín iaceo). El primer significado que da el diccionario de la Academia es, referido a una persona, "estar echada o tendida", como en latín, donde se oponía a sto "estoy de pie", origen de nuestro estoy, y a sedeo "estoy sentado", cuyo infinitivo sedere es el origen de nuestro "ser", pero el segundo significado, relativo a un cadáver, "estar en la fosa o en el sepulcro" le conviene más a nuestro prisionero del romance, que no vive propiamente en una prisión, sino que yace en ella como si estuviera muerto porque está privado de libertad.

jueves, 30 de abril de 2020

Timón, el filántropo misántropo (I)

Una cita de Luciano de Samósata extraída de Timón o El filántropo (43), en traducción castellana de Manuela García Valdés: “Miembros de tribu”, de “clan”, de “demo” y “patria” son nombres fríos e inútiles, vanagloria de hombres insensatos. φυλέται δὲ καὶ φράτορες καὶ δημόται καὶ ἡ πατρὶς αὐτὴ ψυχρὰ καὶ ἀνωφελῆ ὀνόματα καὶ ἀνοήτων ἀνδρῶν φιλοτιμήματα. 

“Tribu, clan o fratría, demo y patria” son agrupaciones de carácter socio-político de los ciudadanos atenienses, de las que entre nosotros sólo pervive la última:
Φυλέται eran los miembros de una misma tribu. Atenas estaba dividida en cuatro tribus. Desde Solón, la tribu se dividía en tres fratrías, por lo que en Atenas había doce fratrías. 
Φράτορες son los miembros de una misma fratría. La fratría o clan estaba compuesta de treinta familias, por lo que en Atenas había trescientas sesenta familias. 
Δημόται miembros de un demo o cantón en Atenas. Subdivisión de la tribu. En tiempos de Heródoto había cien demos por cada tribu. 
Πατρίς la patria o tierra paterna: un adjetivo que significa “propio del padre” y que acompañaba al sustantivo “tierra” al que acabó sustituyendo, sustantivándose como en latín “patria (terra)”: la tierra del padre de uno
 


Timón, el filántropo que se volvió un acérrimo misántropo, tan cerca están el amor y el odio, reniega de todas ellas porque son denominaciones vacías de significado, frías, dice él (ψυχρὰ, en griego, esto es, glaciales como el hielo, nombres que le dejan a uno helado porque no le dicen nada más que lo que dicen, meros flatus uocis o soplos de voz, pero con la connotación de inútiles, improductivas, vanas, nulas, estériles; en griego el calor se asocia a la idea de fecundidad) que sólo son valoradas por los ignorantes. 

Lo que dice Timón es como si, mutatis mutandis, dijéramos hoy en día cualquiera de nosotros, renegando de todas las patrias, incluso de las patrias chicas, que por lo pequeñas que son parecen insignificantes, y haciendo nuestro aquel auténtico patriotismo que consiste en odiar todas las patrias,  algo así como: Ser de una ciudad o de otra, de un pueblo o de otro, de una u otra nación es tener una denominación de origen fría e inútil, que no aporta nada más que unas señas de identidad que, aunque nos clasifican, no dicen nada verdadero ni sensato de nosotros. De esas señas identitarias -falsas, porque cualquier identidad es una falsa identidad- sólo pueden enorgullecerse los ignorantes, es decir, los que creen que por ser reales son verdaderas, los que no se percatan de la falsedad de la realidad, los que están privados de la facultad de razonar y de inteligencia porque sólo tienen prejuicios, nociones preconcebidas, típicos tópicos, ideas. 

Pero Timón no sólo reniega de su pertenencia a una tribu, a una fratría, a un demo, y, en definitiva a una patria, a Atenas, reniega también de su pertenencia al género humano, apartándose de toda humana sociedad. Luciano pone estas palabras en su boca: Solitaria sea mi vida como la de los lobos, y un solo amigo tenga: Timón (μονήρης δὲ ἡ δίαιτα καθάπερ τοῖς λύκοις, καὶ φίλος εἷς Τίμων). Todos los demás sean enemigos y conspiradores (οἱ δὲ ἄλλοι πάντες ἐχθροὶ καὶ ἐπίβουλοι). Y hablar con alguno de ellos sea contaminación (καὶ τὸ προσομιλῆσαί τινι αὐτῶν μίασμα). Y si veo a uno sólo, sea ese día nefasto (καὶ ἤν τινα ἴδω μόνον, ἀποφρὰς ἡ ἡμέρα). En una palabra, en nada ellos se diferencien para mí de las estatuas de piedra o bronce (καὶ ὅλως ἀνδριάντων λιθίνων ἢ χαλκῶν μηδὲν ἡμῖν διαφερέτωσαν). No recibiré embajadores de su parte ni haré tratados con ellos (καὶ μήτε κήρυκα δεχώμεθα παρ᾽ αὐτῶν μήτε σπονδὰς σπενδώμεθα). El desierto sea mi frontera con ellos (ἡ ἐρημία δὲ ὅρος ἔστω πρὸς αὐτούς).  (Timón o El Misántropo 42,43, Luciano de Samósata, Traducción de Manuela García Valdés).

miércoles, 29 de abril de 2020

La casa de Bernarda Alba o la España confinada.

La Casa de Bernarda Alba es la perfecta radiografía lorquiana de la España encerrada bajo confinamiento durante el Estado de Alarma. 

Al morir su marido, Bernarda Alba declara oficialmente el luto en su casa, imponiéndoselo a sus cinco hijas: En ocho años que dure el luto no ha de entrar en esta casa el viento de la calle

Martirio le pregunta a su hermana Adela, la más joven de todas: ¿Qué piensas, Adela? Y Adela le responde que el luto declarado a raíz de la muerte de su padre la ha cogido en la peor época de su vida para pasarlo. A lo que Martirio le dice: Ya te acostumbrarás. Pero Adela rompe a llorar desgarradoramente y solloza no sin ira: No me acostumbraré. Yo no puedo estar encerrada. No quiero que se me pongan las carnes como a vosotras; no quiero perder mi blancura en estas habitaciones; mañana me pondré mi vestido verde y me echaré a pasear por la calle. ¡Yo quiero salir!
 
Bernarda sabe que sus hijas, en el fondo, son, como ella misma dice: “Mujeres ventaneras y rompedoras de su luto”, y que, como es natural, tiran al monte como cabras. Pero ella, el Gobierno,  no va a consentirlo.

María Josefa, la vieja, la madre de Bernarda y la loca de la casa, es la única que, paradójicamente no ha perdido la razón y puede dar constancia de la realidad en la que viven: Aquí no hay más que mantos de luto.

Adela, como heroína rebelde de una tragedia griega, acabará ahorcándose porque no puede tener a Pepe el Romano, del que estaba embarazada, que ha sido prometido a Angustias, su hermana mayor. 

Tras su muerte, Bernarda declara un luto riguroso y sobrevenido -luto sobre luto- y, mintiendo, porque no hay Gobierno que no se base en la mentira y se sostenga sobre ella, proclamará que Adela ha muerto virgen. Como una santa. Y, acto seguido, decretará Nos hundiremos todas en un mar de luto, condenándonos a todos los espectadores a la catarsis de esa tragedia.

martes, 28 de abril de 2020

La prueba de la carga y la carga de la prueba

La prueba de la carga. Según la inevitable Güiquipedia el onus probandi o carga de la prueba en derecho penal es “la base de la presunción de inocencia de cualquier sistema jurídico que respete los derechos humanos.” Toda persona es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad. 

Para nuestro sistema sanitario, y a raíz de la importación del virus coronado y del Estado de Alarma decretado por el Gobierno, no sucede lo mismo, sino que resulta al revés: toda persona está infectada mientras no se demuestre convenientemente, mediante las adecuadas pruebas sanitarias, lo contrario. 


Lo lógico sería que quien nos acusa demostrase su acusación: el acusado no tiene que demostrar su inocencia, ya que partimos de ella. Pero el sistema sanitario ejerce un poder omnímodo que restringe nuestros derechos y libertades en nombre de los fantasmas de la salud pública y de la seguridad nacional. Ahí hemos visto la conchabanza entre el Ministerio de la Salud y el de la Guerra, como se llamaba antaño al que ahora le dicen de Defensa: Ya lo dijo el otro: “Por mi propio bien” / me dijeron al hacer-/ me una gran maldad”. 

Pero ya nos advirtió Huxley el siglo pasado: Todos estamos enfermos, mientras no se demuestre lo contrario. Si no presentamos síntomas de enfermedad, no significa que estemos sanos, ya que podemos ser enfermos asintomáticos, que no padezcamos la enfermedad, o que la padezcamos sin enterarnos, con unos síntomas muy leves, y podemos contagiar a los demás, incluso a los seres queridos y más allegados, lo que no nos perdonaríamos nunca. 

Las autoridades sanitarias juegan a hacernos chantaje emocional con eso para que nos resignemos a ser considerados y tratados todos como pacientes, en el sentido médico del término. Por eso todos, por real decreto, estamos confinados. Todos estabulados. Todos enfermos. 

El Estado Terapéutico, con la Organización Mundial de la Salud a la cabeza, vela por todos nosotros. Nos han impuesto la enfermedad. Nos han contagiado a todos. Los adultos "sanos" no pueden tomar las decisiones que desean, ni los enfermos rechazar las que no desean, porque todos somos un peligro para los demás. El prójimo se ha convertido en una fuente de contagio. Han decretado el confinamiento de toda la población: y ha sido peor el remedio que la enfermedad. Y lo más gracioso de todo, si no fuera bastante preocupante,  dramático y sarcástico, es que la mayoría de la población aplaude. Aunque no todos. Nunca todos. Afortunadamente.

lunes, 27 de abril de 2020

Pintadas callejeras

Las pintadas en las paredes ya no son, si es que lo han sido alguna vez, la expresión anónima, clandestina y desgarrada del sentido común y de la voz popular. Son otra cosa. Muy colorida a veces, no cabe duda de ello. Pero muy poco significativa. 

¿Qué dicen las paredes? En lugar de las viejas pintadas, los jóvenes hacen grafitos, rotuladores o aerosoles en mano, estampando su firma personal, la expresión redundante en letras mayúsculas, lo más grandes posibles, y a todo color, de su personalidad  bajo el logotipo de su nombre o alias propio, como si fueran una marca comercial. 

Los grafiteros neoyorquinos, por ejemplo, estampan su firma en letras enormes, las más grandes que nunca se hayan visto, y vivos colores en vagones de trenes y estaciones de metro, y repiten el diseño monotemático hasta la saciedad. Nada que decir, sólo la expresión del ego, la firma de la personalidad: aquí estoy yo, este es el logotipo de mi marca. Utilizan colores y diseños llamativos. Quieren ser originales. Su originalidad radica en expresar su individualidad, su soledad atómica, su personalidad. 



Creo recordar que fue un tal Muelle el que empezó esta moda, en los años ochenta, rubricando las paredes y vallas publicitarias madrileñas con su firma acompañada de una espiral que recordaba, por su diseño similar al del rabo de un cerdo, la forma de un muelle, finalizada en una flecha característica. Encerraba, además, una erre en un círculo, desde que inscribió su firma en el registro industrial. Muelle se hizo un nombre: convirtiendo un nombre común, pseudónimo o alias, que se sugería con el anagrama de un jeroglífico, en nombre propio. 

Son los grafiteros urbanos, cuyas firmas van cargadas de símbolos que quieren definir su personalidad. Su firma no está ligada a ningún producto comercial: no es una marca de tejanos, por ejemplo: el único producto comercial es el realizador de la firma: ellos mismos: Ego, Sociedad Anónima o, tal vez  mejor, Sociedad Limitada.    

El grafitero se considera, supongo, un artista, y sus productos, los grafitos se consideran arte urbano, por eso deja su artística firma en la pared. Pero ¿qué dicen las pintadas? ¿Qué significan esos gritos? ¿Qué comentan las paredes? ¿Qué expresan? ¡El nombre del que lo escribió! Como dice un refrán escolar, cuando un discípulo se dedica a estampar su nombre propio compulsivamente en paredes y pupitres, en aras de afirmar su personalidad, “el nombre de los burros (o de los tontos) aparece por todas partes”. Ni siquiera el típico e infantil “Tonto el que lo lea”. ¿Qué dicen los jóvenes? Nada: sólo: aquí estoy yo: esta es mi firma: una celebración egoísta del individuo masificado. 



¿Dónde están las pintadas anónimas, la voz del pueblo? Parece que sustituyen, parafraseando a McLuhan, el mensaje por el emisor (que debería ser lo que menos importa). El emisor es el mensaje: aquí estoy yo. Claro que la culpa no la tienen ellos, los jóvenes. Divino tesoro, la juventud... Si es más importante que un dibujo anónimo de Picasso, la firma de éste estampada en él, ¿por qué no prescindir del dibujo y rubricar sólo la firma picassiana? 

¡Qué pena! Sus nombres propios estampados en colores sólo sirven para decorar vagones de tren, paredes grises, murales... igual que la publicidad. Es verdad que le dan una nota colorista a la ciudad, pero poco o nada más. ¡Qué tristes están los muros con esas firmas y diseños de color! No dicen nada, no tienen nada que decir: sólo aquí estoy yo, yo y nadie más que yo, viva yo, solo yo. 

Expresan la frustración onanista y solipsista del autor. Emiten el más simple de todos los mensajes, el más elemental: el nombre propio como si fuera una ventosidad. Aquí no hay contenidos políticos, nombres comunes que puedan ofender a nadie por sus textos inmorales, pero resulta que la mayor inmoralidad de todas es la afirmación de la propia personalidad, nuez vana, cáscara vacía.

domingo, 26 de abril de 2020

Spectatores, plaudite! (Los aplausos de las ocho)

Las comedias latinas de Plauto solían acabar con la fórmula “spectatores, (ad)plaudite!”: un vocativo que, en boca de los actores, interpela al público, poniéndolo en su lugar -¡espectadores!-, que rompe la magia de la ficción teatral y establece la ruptura de la convención cómica, y un imperativo -¡aplaudid!-, que es una petición de aclamación como reconocimiento de la labor realizada que clausura la función teatral. 

Los aplausos televisados de las ocho son otra cosa. Esos aplausos no están dirigidos hacia afuera sino hacia dentro, hacia los propios aplaudidores, pero esto no quiere decir que salgan de dentro: no nacen de nuestros adentros sino que nos vienen impuestos desde fuera, mandados. Son como las palmas de los bailarines rusos del Ballet Bolshoi, que correspondían a las ovaciones que recibían una vez acabada la función, aplaudiendo al público que les aplaudía a ellos. No vienen de abajo, del pueblo llano y soberano, sino de arriba, de las autoridades que están, como ellos dicen con vacía retórica rimbombante, "gestionando la emergencia de la crisis sanitaria".

No son espontáneos porque vienen de alguna manera prescritos y determinados a una hora fija. No son públicos sino privados y particulares. No son altruistas, sino egoístas. No están motivados por una interpretación musical o poética que nos haya llegado al alma, hiriéndonos en el corazón. 

Son como las risas enlatadas de las comedias de televisión, que indican a los telespectadores la supuesta gracia de un chiste o una situación cómica. Son como los aplausos que los realizadores de los programas de la tele ordenan al público invitado presente en el plató diciéndoles cuándo deben aplaudir para iniciar el comienzo o marcar el final y salir en la pequeña pantalla,  igual que las claques profesionales de antaño.

Son, en efecto, los aplausos de la claque, esos grupos de individuos contratados para animar al resto del público e incitarles al aplauso gregario que asegure el éxito del espectáculo, que aplauden y vitorean a rabiar en momentos señalados o al final de la representación en los estrenos teatrales u operísticos.
 

La Claque, Guido Messer (1987)

Los aplausos “solidarios” -¡se abusa tanto de este adjetivo que ya no se sabe ni lo que significa!- de las ocho suenan a falso y a convención social, a un guardar las apariencias bastante hipócrita. No aplauden a los médicos ni a los enfermeros ni, como dicen los periodistas, al sufrido personal sanitario, que cumplen con su obligación y desempeñan normalmente su trabajo a menudo en pésimas condiciones. 

No aplauden a los ancianos, confinados habitualmente en residencias a modo de reservas, silenciados y escarnecidos por una sociedad y una publicidad que exalta el modelo adolescente de la juventud a ultranza. No aplauden y cantan al vecino, al que ayer ignoraban por completo y apenas saludaban en la escalera. No aplauden a la policía, guardia civil, ejército o fuerzas de orden público, o como se llamen: aplauden el encierro del que son víctimas y verdugos, los cuarenta días y sus noches de Noé en el arca hasta que pasó el diluvio-, la cuarentena, que en nuestro caso ya va para cincuentena, y suma y sigue. 

Se aplauden a sí mismos, aplauden su resignación, su sometimiento a las autoridades gubernativas y sanitarias. Aplauden un confinamiento que disfrazan de heroísmo. Aplauden su enorme sacrificio, que ya no consiste en rebelarse contra el Amo, sino en someterse a sus designios. El héroe moderno ya no es el Prometeo romántico que se rebela contra Zeus, sino el ciudadano solidario y sumiso, el sufrido contribuyente y votante democrático. Además, hay que asomarse a la ventana y salir a aplaudir, no sea que los vecinos, si no lo hacemos, vayan a pensar y a decir algo de nosotros, tachándonos de insolidarios -otra vez el  maldito adjetivo-, y nos excluyan de su trato y consideración social.

sábado, 25 de abril de 2020

Poeta en Londres

Bajo el cielo plomizo cubierto de nubes de Londres,
-un firmamento que no sobrevuelan pájaros ni aves,
sino que surcan millares de aviones de día y de noche-,
la urbe voraz, gran bestia que todo lo traga y devora
entre sus fauces, se abren mil ojos que no parpadean
nunca, los ojos de Argo, panóptico monstruo gigante,
siempre vigía. De día y de noche captan sus luces
múltiples, ciegas y raudas, imágenes so pretexto
vano de seguridad. Hay cosas que pasan a veces
y el circuito cerrado de televisión y sus cámaras
no consiguen grabar: escapan por arte de magia
clandestinas, igual que si nunca hubieran pasado,
del control del ojo de Dios, que no ve, por ejemplo, 
cómo solloza en un rincón del Museo Británico
una cariátide a solas que quiere volver de su exilio
con sus hermanas a Grecia, y cómo al caer de la tarde
cuando la gente regresa cansada al hogar del trabajo 
y se refugia en la celda de su apartamento y la vida
propia privada, y los autos escasos, ruedan nocturnos
y la ciudad oscura enciende ya el alumbrado
público, surge furtiva, venida de no sabe nadie
dónde, silueta en el este de Londres con harto sigilo
de un animal. Merodea buscando, sin duda, comida
en la basura, y no es un perro ni gato doméstico
que entre neumáticos de los coches que están aparcados
en las aceras busca cobijo, sino un personaje
de una fábula literaria, el zorro rabioso, 
de un bermejo pelaje de fuego, que huyó de milagro
de una batida de caza de antaño y de fiera jauría
de un británico lord, si no es la vieja raposa
grecolatina, que, cuentan, halló una careta por caso
máscara carnavalesca en el suelo un día y se dijo: 
"¡Cuánta belleza, y carece de seso! Mira, no tiene
nada detrás". Merodea ahora en el este de Londres,
va solitaria en la noche cerrada bajo la sombra,
cruza la calle, añora el bosque lejano en la jungla
negra de asfalto... No lejos, un hombre va dando tumbos, 
se tambalea y cae al suelo, parece borracho.
Sin embargo no huele a vino ni a güisqui. Diríase 
oficinista, que está sufriendo un ataque cardíaco
o ictus acaso. La gente a su lado pasa de largo,
fijos los ojos en micropantallas, y nadie se para
hasta que alguien intenta alzarlo. Al fin se incorpora,
pero se vuelve a caer desmayado, y su cráeno suena
roto contra el bordillo. Y sale la sangre al encuentro
de agua de la alcantarilla; aúllan las ambulancias
pero ninguna viene a buscarlo. Al fin y a la postre,
es un hombre cualquiera que muere tirado en la calle,
muere, y no se oye ninguna sirena estridente que venga
ya a destiempo a salvarle la vida, sin duda perdida
bajo el celaje plomizo de Londres. Las cámaras ciegas
no han visto al hombre que muere, ni a la cariátide triste
que sollozaba, ni al zorro astuto que merodea...
¡Caiga, ojalá, piadosa, la niebla que todo lo anegue,
desdibujando contornos precisos, y cubra, maldita,
esta ciudad, y la borre del mapa del orbe del mundo
de una vez para siempre! ¡Oh niebla, ven, nebulosa
nube, diluye edificios, y los rascacielos altivos,
torres babélicas que se elevan al cielo vacío;
borra las calles y plazas y todos los rótulos, nombres
propios que tienen, y los monumentos históricos, borra 
esos reclamos turísticos que vienen ingenuos
a retratar los turistas: la Torre, borra, de Londres, 
borra a Su Majestad, el Big Ben, que gobierna la vida
de esta maldita ciudad y de los londinenses, sus súbditos,
y es quien manda y no como creen algunos, el pueblo,
víctima siempre de todo gobierno. La Reina, la Reina
es el cronófago que devora segundos, minutos,
horas y así hace que el tiempo se vuelva, cronometrado
oro de ley que defeca esterlinas libras, dinero
vil, contante y sonante, auténtica mierda, que a eso
toda la vida reduce. ¡Que vuelva, vieja, la niebla
y difumine los bancos, y borre la city de Londres,
y el maldito caudal que crían los intereses
del Capital! ¡Que la niebla diluya y hunda en olvido
el maldito week-end, a fin de que así la semana
de una vez para siempre se acabe, y el fin de semana
sea al fin el final de la cuenta, cesando vicioso
círculo! ¡Crezca el Támesis y desborde su cauce
y que se lleve al mar a su paso todo y lo arrastre!