En estos tiempos de cuarentena -ya pasa de cuarenta días y cuarenta noches y va para cincuentena, y suma y sigue- en los que todo el país se ha convertido en una enorme cárcel voluntaria desde el momento en que el Gobierno decretó que nuestras viviendas fueran nuestras mazmorras, y la población, mayoritariamente engañada, acató esa decisión resignadamente y aprobando dichas medidas de confinamiento porque eran, se suponía, por nuestro bien; y aquellos que se lo saltaron fueron en primer lugar escarnecidos por sus vecinos desde ventanas y balcones, y en segundo lugar multados y detenidos por los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado o de orden público o como quiera que se llamen; en esta situación auténticamente kafkiana, me vienen a la cabeza los más hermosos versos de la lírica castellana: el romance del prisionero. La poesía nos recuerda la prosaica cárcel en la que vivimos y a la vez nos consuela de ella:
Que por mayo era, por mayo, cuando hace la calor, cuando los trigos encañan y están los campos en flor, cuando canta la calandria y responde el ruiseñor, cuando los enamorados van a servir al amor, sino yo, triste y cuitado, que yago* en esta prisión, que ni sé cuándo es de día, ni cuándo las noches son, sino por una avecilla que me cantaba al albor; matómela un ballestero; déle Dios mal galardón.
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*NOTA.- Hay versiones del romance que dicen "que vivo en esta prisión". Hoy nadie diría "que yago", que es una forma verbal que nos suena rara al oído y quizá incomprensible. Se trata, sin embargo, de la primera persona del singular del presente de indicativo del verbo "yacer", que ofrece las siguientes formas alternativas: yazco, yazgo y yago (latín iaceo). El primer significado que da el diccionario de la Academia es, referido a una persona, "estar echada o tendida", como en latín, donde se oponía a sto "estoy de pie", origen de nuestro estoy, y a sedeo "estoy sentado", cuyo infinitivo sedere es el origen de nuestro "ser", pero el segundo significado, relativo a un cadáver, "estar en la fosa o en el sepulcro" le conviene más a nuestro prisionero del romance, que no vive propiamente en una prisión, sino que yace en ella como si estuviera muerto porque está privado de libertad.