El mito siempre se ha adelantado a la explicación racional o lógica. Ahí está el lecho de Procusto, instalado en el imaginario colectivo occidental en el Hos(pi)tal Coridalós, no lejos del centro de Atenas. Se trata, en efecto, de un establecimiento que hospeda a los viajeros y transeúntes. El dueño de este sanatorio/tanatorio se encarga de recostar al paciente en el lecho y de medirle los parámetros biológicos que considera normales: tensión, saturación, sangría, pulso, fiebre, al objeto de regulárselos para equipararlo al patrón ideal. Pretende hacer así de él, con la mejor intención del mundo, un ciudadano estandarizado. La alegoría de este catre procusteano representa el triunfo de la mediocridad y de la uniformidad, la imposición del ideal abstracto sobre la vida.
He hecho un juego de palabras que no es inocente y que equipara el término sanatorio con el de tanatorio. El cambio de la letra inicial desencadena una tormenta de sugerencias: en la España rural se han cerrado los consultorios médicos, centros de atención primaria, sanatorios (ahora le atienden a uno telefónicamente en el mejor de los casos; pulse uno si quiere hablar con un especialista...), y en su lugar se han abierto numerosos tanatorios. Una sola letra nos sugiere que donde nos sanan nos matan.
El Hos(pi)tal Coridalós, aunque era un establecimiento privado, se presentaba en principio como un espacio policlínico de servicio público, donde el prefijo poli- aludía a la pólis griega, a la ciudad-estado: es decir el Hos(pi)tal era una ciudad repleta de lechos de Procusto. El lecho clínico -el término griego klíne, de donde deriva el adjetivo clínico, significa precisamente “lecho”- se convertía así en la auténtica cara del Estado, de la Polis. Sin embargo, modernamente, habida cuenta de los muchos especialistas que atienden estos establecimientos, se toma el término Policlínica como clínica atendida por varios expertos o Procustos, como si fuese un compuesto no ya de 'pólis' ciudad, que es lo que era en principio, sino de 'polýs' 'mucho'.
En frente del lecho clínico de Procusto se halla una pantalla laica, oblonga, negra que, previa monetización, arroja imágenes y palabras que llenan el vacío del templo y del tiempo entreteniendo la agonía de los clientes. Durante la noche, una pequeña lucecita roja resplandece y parpadea llamando nuestra atención, reclamando el pago. Esa pantalla indigna ni siquiera está colocada sobre la cabecera de la cama como los Cristos y Vírgenes dolientes de antaño, sino enfrente de los incrédulos ojos del paciente, a fin de ofrecerle distracción.
El miedo que corroe a los pacientes durante su ingreso semivoluntario es recaer en la temible Unidad de Cuidados Intensivos, donde se halla el último, más elaborado y pluscuamperfecto modelo del Lecho de Procusto. Algunos conjuran ese terror pánico intentando huir con la imaginación de ese descenso a los infiernos, y sueñan con una Unidad de Descuidados Intensivos (y Extensivos): porque la salud no consiste en cuidarse, sino en descuidarse. La salud es olvidarse del cuerpo, porque lo contrario, la Sanidad, no nos lo permite: ella es la enfermedad y la enfermedad es la conciencia del cuerpo que no nos deja vivir.
No hay nada más inhóspito, menos hospitalario, que el Hospital. Uno quiere olvidarse de su cuerpo, pero el personal sanitario que entra y sale a cualquier hora, con los instrumentos rituales del culto, y con preguntas (im)pertinentes cómo si uno ha depositado ya sus heces en el inodoro, hacen imposible ese bendito olvido de uno mismo y de todo, y esa vuelta a donde se halla la belleza, que es obviamente fuera y lejos de allí.
No hay ningún erotismo hospitalario. Las enfermeras son todas iguales, clónicas, todas van plastificadas como si fueran astronautas. Sólo asoman sus ojos detrás de una pantalla y de dos o tres mascarillas buconasales, nunca unas piernas, unas manos desnudas, una sonrisa... En el pabellón de infecciosos sólo hay voces, cuerpos sin almas.
El Sumo Sacerdote, llámese Procusto, lleva guantes de plástico con los que a veces se permite tocar el hombro o la pierna de algún paciente, con un gesto que pretende inspirar cierta confianza disfrazada de ternura. Siempre que entra en el habitáculo insiste en que el paciente debe ponerse una mascarilla buconasal. En la planta de infecciosos los pacientes no llevan mascarilla, pero cada vez que entra algún sanitario les advierte de que deben embozársela a fin de respirar con dificultad. ¿Qué tal respira? Pregunta Procusto. "Si le soy sincero, muy mal cuando me pongo la mascarilla, y muchísimo mejor cuando puedo desprenderme de ella". Procusto dice que lo entiende. Sin embargo, no va a liberar a nadie de esa obligación de asfixiarse.
En alguna ocasión los pacientes rechazan la comida que les ofrece el hostelero. Algunos, llevados por motivos humanitarios, le han rogado que se la den a un comedor caritativo. Pero no puede ser. En la Corte del Rey de los Altos Protocolos, la comida que no es ingerida, aunque no se haya tocado para nada, bien envuelta y plastificada como sale de la cocina, debe ser eliminada: se destruye todo. Una lástima que se desaproveche tanta comida con el hambre que hay en el mundo... Pero son... ¡los protocolos! los que mandan. ¡Cuánto despilfarro!
Del
lecho de Procusto instalado en el Hos(pi)tal Coridalós nos liberó,
volviendo al mito primigenio, un héroe, Teseo, que acabó con su creador, sometiéndolo a él a la misma tortura que él imponía a sus huéspedes.
¿Quién nos librará ahora, en pleno siglo XXI, del Estado
Terapéutico, esa bestia inmunda que se dice filantrópica y que hace
lo que hace, es decir, el mal por nuestro bien? ¿Ha nacido ese héroe? Probablemente
no esté muy lejos, quizá dentro de nosotros mismos, aguardando agazapado.
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