viernes, 17 de septiembre de 2021
La rentrée escolar
sábado, 21 de agosto de 2021
La falacia de Macron
«Le vaccin sauve des vies, le virus tue, c’est
simple». E.M.
“La vacuna salva vidas, el virus mata, es simple”. Demasiado simplón, señor Macron como para ser cierto. Al eslogan triplemente mentiroso que cacarean los gobiernos y traficantes de drogas de las altas esferas, que dice en la lengua del Imperio que las sedicentes 'vacunas' anticovidianas son tested, safe y effective, el presidente de la V República Francesa, o sea usted no contento con eso, saca a relucir el fetiche y dogma nacional en el país de Pasteur de que las vacunas en general salvan vidas, y de que esto, sea lo que sea, es una 'vacuna' como las de toda la vida, por lo que como aquellas es un chaleco salvavidas que va a impedir que nos ahoguemos y que hará que vivamos eternamente sanos y salvos, y el otro fetiche de que el virus mata, por lo que le ponen el epíteto muy a menudo de 'asesino'.
"Obedece, vacúnate" LREM (La République En Marche, partido que sostiene a Macron, caracterizado aquí como Hitler por el cartelero Michel-Ange Flori)
Yendo más lejos todavía, el señor Emmanuel Macron, ha culpado de irresponsabilidad y de egoísmo, a quien, haciendo uso de su libertad, ha decidido no 'vacunarse': Si mañana usted contamina a su padre, a su madre o a mí mismo, yo soy víctima de su libertad porque usted tenía la posibilidad de tener algo para protegerse y protegerme. Eso no es la libertad. Eso se llama irresponsabilidad, eso se llama egoísmo.
Parte el señor Macron de una hipótesis futura, situada en el incierto día de mañana. Se supone que el interlocutor no va a contaminar hoy ni a su padre ni a su madre ni al Presidente de la República Francesa, porque hoy, aquí y ahora, se encuentra en perfecto estado de salud, y, por lo tanto, no puede contagiar una enfermedad que no tiene todavía. Por eso hay que situarse en un hipotético futuro en que el interlocutor estuviera contaminado, como dice Emmanuel Macron, y convertirse en agente contaminador para contaminar a los demás... Olvida que si uno está enfermo no va por ahí contagiando alegremente a la gente, procura tratarse y aislarse si es preciso. Pero no entremos ahora en la función curativa de la medicina, tan olvidada y menospreciada en estos tiempos profilácticos.
El presidente de la República, con un tono de sermón de vicario aficionado que se ha puesto como ejemplo, se considera contaminado por su interlocutor en el futuro, y eso le lleva a considerarse víctima -qué abuso hacen de esta palabra y del victimismo todos los políticos- de la libertad de su interlocutor, con lo que está culpabilizándolo y responsabilizándolo de su contaminación. Algo que a todas luces sería imposible si él mismo hubiera tomado las medidas individuales de protección que acusa de no haber tomado a su intercolutor, y estuviera protegido al cien por cien. El problema es que la protección -metáfora de la vacuna y, antes, de la mascarilla- no es segura del todo, es decir, no era verdad que estuviera tan tested, ni era tan safe ni efficient como predicaban para que la gente se arrepintiera de sus pecados y se redimiera, o sea que la 'vacuna' no salva vidas al cien por cien, sino que se lleva algunas, y no pocas por delante.
Los dirigentes políticos no quieren la libertad. Si lo hicieran, no serían lo que son. Es el nudo del problema desde el comienzo. Nadie puede responsabilizar a los demás y culpabilizarlos porque nadie tiene el derecho de exigir a los demás que no le contaminen, en primer lugar porque hay medidas de supuesta protección individual que pueden adoptarse y evitarlo como el aislamiento antisocial y anacoreta, y, en segundo y no menos importante lugar porque una hipotética contaminación, de producirse, no supone una ofensa ni una afrenta de los demás, que han querido ponernos en peligro, sino una consecuencia indirecta del mero hecho de vivir y convivir. Y además no es tan peligrosa como nos han hecho creer como para que corramos despavoridos al vacunódromo.
Pero analicemos la finalidad de esa supuesta doble protección. ¿Qué pretende el que tiene la 'protección'? Pretende protegerse en primer lugar a sí mismo. No haría falta justificar lo que es un gesto de egoísmo -querer salvaguardarse uno a sí mismo, querer salvar su alma como se decía antes evitando el purgatorio y las llamas del infierno de la condenación eterna- como si fuera un símbolo de altruismo. La 'protección' me protege a mí, si es el caso, y punto. Hace que al estar yo protegido no esté contaminado, y por lo tanto no pueda contaminar ni a mi padre, ni a la madre que me parió ni a monsieur Macron. Decir que lo hago para proteger a los demás es hipocresía, es camuflar mi amor propio como si fuera amor ajeno, algo que queda muy bien de cara a la galería, pero que resulta mentiroso.
¿Qué sucedería si como resultado de ese contagio muriese el Presidente de la República Francesa? Pues que sería, como suele decirse, una pérdida irreparable humanamente hablando en lo que concierne a la persona que ostenta el cargo. Pero ojalá muriera el cargo que ostenta la persona y no tanto la persona, por más que se identifique la una con lo otro, a fin de liberarse a sí mismo y a los demás de la carga de su cargo. Si muriese como víctima de mi contagio, no sería penalmente un asesinato, que ese es el miedo que tiene en el fondo el señor Macron, sino un homicidio fortuito y accidental, nunca un crimen cabal premeditado.
jueves, 29 de julio de 2021
El trampantojo (Crónica de actualidad sempiterna)
Leo el siguiente titular alarmante en la portada del periódico local: “El pico de la quinta ola en Cantabria ni se vislumbra”. Se supone que la ola es tan descomunal que no se ve su cresta. Debe de ser tan grande que lo tapa todo y no nos deja ver ninguna otra cosa en el horizonte. Parece que los periodistas han inventado esta metáfora para poder hablar de ella y llenar los espacios informativos.
¿Dónde está esa ola que yo no la veo? ¿Dónde está que sólo tengo noticia de ella no por mi humilde experiencia, sino a través de la lectura de la prensa local envenenada y de lo mucho que oigo hablar de ella en la radio y la televisión, que son fuentes tóxicas de información? No está por ninguna parte, no la hay. Pero a fuerza de hablar de ella y de nombrarla una y mil veces acaba adquiriendo carta de naturaleza existencial y existiendo, al revés que las meigas gallegas que no existen, pero haberlas haylas.
La ola, que es metáfora del virus, no la
hay, pero existe, y mucho. Estamos aquí negando su habencia, pero
afirmando su existencia, porque somos al mismo tiempo
negacionistas de una cosa y afirmacionistas de otra. La ola es el dios o el demonio, según se
mire, de una nueva religión. No creemos en ella porque la veamos, sino que la vemos porque creemos en ella.
No parece que sea el virus coronado, a estas alturas de la película, lo que se propaga causando estragos, sino otro virus: el del miedo a la muerte, que es miedo a la vida, al amor y a la libertad, un virus letal, un virus que no te lleva necesariamente al otro barrio, sino que te mata en vida convirtiéndote en un zombie de telefilme barato de serie B.
Se ha propagado tanto ese virus que la zombificación o conversión de las masas en muertos vivientes es casi total porque la gran mayoría de la población se ha contagiado adhiriéndose a estas medidas sanitarias e higienistas, que no higiénicas, completamente desmesuradas y sin ninguna justificación científica sostenible, al menos para las cabezas bien amuebladas que no dicen amén a las desautorizadas autoridades sanitarias.
La tanatofobia colectiva que ha sostenido el Poder y sus colaboradores expertos pseudocientíficos y pseudosanitarios ha hecho su efecto, atrayendo el fantasma de la muerte que querían conjurar y exorcizar.
Todos esos virólogos a la virulé, epidemiólogos, infectólogos, urgenciólogos y demás especialistólogos harían mejor psicoanalizándose un poco y analizando a qué se debe su ingente miedo a la muerte, que no deja de ser una patología de tipo psicótico. Enfermos ellos, nos enferman gravemente a todos los demás deteriorando nuestra salud física y psíquica.
¡Cuánto mejor era el
confinamiento puro y duro que no este simulacro de desconfinamiento
en que uno se confina enmascarándose voluntariamente por su propio
bien y por el de los demás, sin que se lo ordenen las autoridades
gubernamentales, sino su propia voluntad! ¡Qué falso el
desconfinamiento que no deja de ser un encierro individual y
colectivo políticamente corregido! ¡Qué trampantojo!
El término 'trampantojo', como su nombre indica, por cierto, es contracción de “trampa ante ojo”. Es un compuesto en que entra el ojo, como en 'antojo'. En el siglo XIII, en efecto, según el maestro Coromines, tenemos ya documentado en castellano el término 'antojarse' con el significado de “ponérsele a uno una idea ante los ojos”. Pero esa idea que nos han puesto delante de los ojos es una trampa que pretende engañarnos, como todas las ideas por otra parte y como la famosa zanahoria inalcanzable delante del borrico.
El trampantojo nos tiende una trampa para que veamos lo que no hay. La docta Academia lo define como: “Trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es”. Eso es el virus coronado, un trampantojo.
En pintura, el término francés "trompe-l'oeil" (engaña el ojo) da nombre a la técnica que consigue distorsionar nuestra percepción visual jugando, intencionalmente, con la perspectiva y otros elementos ópticos, sugiriendo desde las dos dimensiones del lienzo la tridimensionalidad.
Un buen ejemplo de trampantojo es el lienzo "Huyendo de
la Crítica", también titulado "Una cosa que no
puede ser" o, más descriptivamente, "Muchacho huyendo de un cuadro" de Pere Borrel del Caso (1835-1910), que es considerado como uno de los máximos
exponentes de esta técnica. Un muchacho, entre asustado y fascinado,
trata de salir del marco que lo encuadra, viéndose prisionero en su
cárcel pictórica, pugnando por integrarse en el espacio real en el que estamos los espectadores de ese trampantojo intentando también salir del marco restringido que nos encuadra.
miércoles, 2 de junio de 2021
Dos cuestiones bizantinas
¿Qué importa si el virus fue creado artificialmente y cultivado en el laboratorio de Wuhan para destruir a la humanidad como presunta arma biobacteriológica por el malvado doctor Fu-Manchú, encarnación del peligro amarillo, o tiene un origen zoonótico natural saltando de los murciélagos a los seres humanos vía pangolín?
Todavía, incluso, se discute si el virus Sars-Cov-2 ha sido aislado y puede, por lo tanto, demostrarse su existencia y si es el causante de la enfermedad llamada Covid-19... Supongamos que existe, no vamos a negarlo, y que es el agente de dicho síndrome, mejor que enfermedad. Demos estas cuestiones por zanjadas, aunque no lo estén, y afirmemos que el virus Sars-Cov-2 existe. Negarlo sería una tontería comparable a decir que Dios no existe, ya que el virus, lo haya o no lo haya, está presente para desgracia nuestra, una vez declarada su existencia por la OMS y por los medios de masificación. Admitamos, además, que es el causante de la enfermedad o síndrome del virus coronado Covid-19, como nos han hecho creer.
Se trata en todo caso de un virus y una enfermedad que no presentan síntomas muy considerables en las personas expuestas a él, que suele cursar levemente en la gran mayoría de los casos y que tiene una tasa de supervivencia del 99,8%.
Démonos cuenta de que poco importa si el virus existe realmente o no. Esta es nuestra segunda cuestión bizantina. Para nuestra desgracia existe, como Dios y todos los nombres propios, incluido el nuestro propio.
Lo que interesa, y esta no es una cuestión precisamente propia de los teólogos de Bizancio sino de cualquiera que se cuestione un poco las cosas que pasan, es la utilización política que se ha hecho y se sigue haciendo de Él -vamos a poner el pronombre de tercera persona con mayúscula teológica- para controlar a la gente obligándola a someterse a las directrices gubernamentales por su propio bien, bajo la excusa de que son "sanitarias", tales como hacer uso de mascarillas, encerrarse en casa y vacunarse para volver a la vieja normalidad.
lunes, 3 de mayo de 2021
Un silencio que dice mucho
Hasta una etiqueta en tuíter han sacado con su almohadilla correspondiente y todo: #ViajaCalladoEvitaContagios. El metro de Panamá ordena silencio a sus usuarios y saca eslóganes que deberían darles vergüenza como : “No hablar durante tu viaje es cuidar la salud de todos” o “Tu silencio dice mucho”. Un mimo con la cara pintada de blanco a lo Marcel Marceau nos tapa la boca con la mano a modo de mascarilla o nos hace el gesto de callarnos con el dedo índice en los labios y nos invita a que nos callemos o a expresarnos con gestos mudos en lenguaje para sordos.
Hay algo en este empeño autoritario de imponer el silencio que no se entiende muy bien: si nos obligan a ponernos la mascarilla para evitar el contagio del virus coronado, ¿por qué no basta y sobra con eso en los transportes públicos? ¿por qué además insisten en que no digamos ni pío? ¿Pretenden acaso taparnos literalmente la nariz y la boca y que nos asfixiemos sin poder comunicarnos y revelar a nuestros compañeros de viaje, por ejemplo, este modesto descubrimiento que hacemos aquí, que no deja de ser una perogrullada, de que no sólo hablar, cantar y gritar, como ellos dicen, sino también simplemente respirar con el bozal es contagioso y mortal de necesidad?
Si no hablamos entre
nosotros, en efecto, no podemos decirnos cosas como que no hay
ninguna pandemia, que si nos hemos enterado de que la había fue por los
mass media, medios cuyos fines son la manipulación, el
adoctrinamiento y conformismo de las masas a través de la propaganda
de agitación y de difusión del pánico.
Pero en algo tienen razón y vamos a dársela: el virus se propaga hablando de él. Así lo han propalado ellos. Así lo hemos esparcido y ciscado nosotros haciéndonos eco de sus noticias y consignas. Lo han hecho viral. Lo hemos viralizado entre todos. Ahora tienen que prohibir también hablar, cantar y gritar no por nada, no porque sea una imposición autoritaria y dictatorial que se justifica con una falsa razón sanitaria, sino porque hablando podríamos argumentar contra la invención del virus y contra las razones que lo avalan. Ellos no lo dicen así, nos dicen que no hablemos porque si guardamos silencio, un silencio que dice mucho de nosotros, evitamos "la emisión de partículas en el aire(sic)". Ese silencio es el silencio resignado de los corderos en el matadero, el silencio sepulcral del cementerio.
Lo dicen los científicos y los expertos. Hay que evitar la emisión de aerosoles y de gotículas mortales... Así que a callar se ha dicho. Ya procuran además que no nos sentemos juntos, sino que guardemos las debidas distancias con el prójimo -el próximo, cada vez más lejano. Así que nada de comentar con el vecino de al lado esto mismo: que el virus existe porque hablamos de él, que si dejamos de hablar de él, deja de ser operativo y se hace inviable. Que el mejor antivirus es dejar de creer en él. Mejor que cualquier vacuna habida y por haber es la pérdida de la fe que lo sustenta y aferra a nuestras células.
Pero ese silencio que quieren imponernos en el transporte público, hay que exigírselo lo primero de todo a las propias autoridades, que se han apropiado de todos los argumentos científicos de autoridad, y a los propios medios a su servicio, que son los que han aireado el virus coronado a través de las perniciosas ondas audiovisuales. Que prediquen con el ejemplo y tiendan un tupido velo de silencio. Amén.
jueves, 24 de septiembre de 2020
Calladitos
Leía yo el otro día una noticia que publicaba La voz de Galicia, cuyo titular rezaba: ¿La solución para el covid? Ponte la mascarilla, habla más bajo y sal afuera. Pero lo mejor de ella venía en el subtítulo: “Los expertos aseguran que si toda la humanidad estuviese en silencio durante uno o dos meses la pandemia desaparecería”. Y también se decía: “Quienes investigan el covid-19 han ensalzado con razón las virtudes de las mascarillas; han aclamado la necesidad de la ventilación y han elogiado la naturaleza saludable de las actividades al aire libre. Pero hay otra táctica conductual que no ha recibido suficiente atención, en parte, porque se da a conocer por su ausencia.” La tácita alusión se refiere al silencio, que, efectivamente, brilla por su ausencia.
Uno de tales expertos, el profesor José L. Jiménez de la Universidad de Colorado, ha lanzado al mundo su remedio infalible: colocar como en las bibliotecas en todos los lugares públicos un cartel que diga: «Silencio, por la salud de todos». Y cumplimiento obligatorio. O sea: calladitos todos.