¿Qué importa si el virus fue creado artificialmente y cultivado en el laboratorio de Wuhan para destruir a la humanidad como presunta arma biobacteriológica por el malvado doctor Fu-Manchú, encarnación del peligro amarillo, o tiene un origen zoonótico natural saltando de los murciélagos a los seres humanos vía pangolín?
Todavía, incluso, se discute si el virus Sars-Cov-2 ha sido aislado y puede, por lo tanto, demostrarse su existencia y si es el causante de la enfermedad llamada Covid-19... Supongamos que existe, no vamos a negarlo, y que es el agente de dicho síndrome, mejor que enfermedad. Demos estas cuestiones por zanjadas, aunque no lo estén, y afirmemos que el virus Sars-Cov-2 existe. Negarlo sería una tontería comparable a decir que Dios no existe, ya que el virus, lo haya o no lo haya, está presente para desgracia nuestra, una vez declarada su existencia por la OMS y por los medios de masificación. Admitamos, además, que es el causante de la enfermedad o síndrome del virus coronado Covid-19, como nos han hecho creer.
Se trata en todo caso de un virus y una enfermedad que no presentan síntomas muy considerables en las personas expuestas a él, que suele cursar levemente en la gran mayoría de los casos y que tiene una tasa de supervivencia del 99,8%.
Démonos cuenta de que poco importa si el virus existe realmente o no. Esta es nuestra segunda cuestión bizantina. Para nuestra desgracia existe, como Dios y todos los nombres propios, incluido el nuestro propio.
Lo que interesa, y esta no es una cuestión precisamente propia de los teólogos de Bizancio sino de cualquiera que se cuestione un poco las cosas que pasan, es la utilización política que se ha hecho y se sigue haciendo de Él -vamos a poner el pronombre de tercera persona con mayúscula teológica- para controlar a la gente obligándola a someterse a las directrices gubernamentales por su propio bien, bajo la excusa de que son "sanitarias", tales como hacer uso de mascarillas, encerrarse en casa y vacunarse para volver a la vieja normalidad.