Cuenta
el inagotable Cicerón en De oratore lo mucho
que le debe el arte de la oratoria al poeta griego Simónides de
Ceos, que según se decía había inventado la mnemotecnia, en unos tiempos en que
para pronunciar un discurso era imprescindible no leerlo, sino aprendérselo de memoria y recitarlo punto
por punto,
igual que en el teatro. Nadie le prestaría en la antigüedad atención ni
credibilidad, como dicen ahora, a un orador que leyera un discurso,
como hacen todos nuestros políticos empezando por el mismísimo rey
de todas las Españas.
Y sentencia Cicerón que es muy importante ejercitar la memoria (memoria
minuitur nisi eam exerceas, a saber, que la
memoria se atrofia si no se ejercita), algo que algunos pedagogos
modernos, víctimas de la enfermedad del doctor Aloysius Alois Alzheimer, parecen haber olvidado.
Cuenta, en efecto, el arpinate que el poeta Simónides había ido a Cranón, en la Tesalia, a cenar a casa de un tal Escopas, un personaje muy importante de esa ciudad, que lo había invitado, y que allí le había recitado el poema que había compuesto por encargo en su honor para esa ocasión, en el que había incluido una larga y culta alusión mitológica a los gemelos Cástor y Pólux, como era costumbre entre los poetas, y que a lo que parece no debíó de gustarle mucho al anfitrión, ya que entonces, haciéndose el ingenioso y mostrando una tacañería fuera de lo normal, le dijo que sólo le pagaría la mitad de lo estipulado, y que reclamase la otra parte a los hijos de Tíndaro, o sea a los Dioscuros o mancebos de Zeus, es decir, a los dos gemelos Cástor y Pólux, a los que tanto había elogiado en su poema...
Cuenta, en efecto, el arpinate que el poeta Simónides había ido a Cranón, en la Tesalia, a cenar a casa de un tal Escopas, un personaje muy importante de esa ciudad, que lo había invitado, y que allí le había recitado el poema que había compuesto por encargo en su honor para esa ocasión, en el que había incluido una larga y culta alusión mitológica a los gemelos Cástor y Pólux, como era costumbre entre los poetas, y que a lo que parece no debíó de gustarle mucho al anfitrión, ya que entonces, haciéndose el ingenioso y mostrando una tacañería fuera de lo normal, le dijo que sólo le pagaría la mitad de lo estipulado, y que reclamase la otra parte a los hijos de Tíndaro, o sea a los Dioscuros o mancebos de Zeus, es decir, a los dos gemelos Cástor y Pólux, a los que tanto había elogiado en su poema...
El
caso es que, según cuentan, llamaron entonces a la puerta y nuestro
poeta tuvo que ausentarse un momento porque le reclamaban afuera unos
desconocidos. Salió y, para su sorpresa, no encontró a nadie. Pero en ese
preciso momento, se derrumbó el artesonado del salón donde se celebraba
el banquete sepultando al anfitrión y a todos sus huéspedes. Sólo se había salvado
milagrosamente el poeta Simónides de Ceos, ausente en ese momento de la sala.
¿Fueron acaso los propios Pólux y Cástor los que reclamaron al
poeta para pagarle la parte que su anfitrión le había negado salvándole de la muerte? Nadie
lo sabe a ciencia cierta, pero todo apunta a que así pudo ser.
Cástor y Pólux salvan al poeta Simónides de una muerte cierta
Los
familiares de los fallecidos querían, como es natural, entonces
recuperar los cuerpos de sus parientes y allegados para darles
sepultura rindiéndoles las debidas honras fúnebres, pero no eran capaces de identificar sus restos mortales,
que se confundían y resultaban irreconocibles bajo los escombros.
Fue
entonces cuando Simónides, haciendo uso de su memoria, fue
identificando todos los cadáveres uno tras otro, poniéndoles nombre propio. Recordaba, en efecto, el lugar
exacto en que cada uno se hallaba en el momento de salir de la
estancia. A cada uno le había asignado en el Palacio de la Memoria el lugar que ocupaba en el banquete, y así ordenadamente,
uno tras otro, fue recordando, es decir, devolviendo a la vida los nombres de todos y cada uno de los
fallecidos. Gracias a su memoria había reconstruido el salón donde se había celebrado el banquete.
Y
es que la memoria es una de las artes mayores, que viene de la
antigüedad y llega hasta nuestros días, porque Memoria, la
Mnemósine de los griegos, era la madre de todas las Musas, y por lo
tanto, de todas las artes temporales, es decir, de aquellas que se
desarrollan en el transcurso del tiempo para deleitar al oído, sobre
todo, la música y la poesía, que es palabra en el tiempo, palabra
melódica que se lleva el viento.
En
el Palacio de la Memoria reinan los buenos recuerdos, pero también tiene allí su trono paradójicamente el olvido. Cicerón menciona a Temistoclés, que dotado también de
una prodigiosa memoria como el poeta Simónides, prefería sin embargo el arte del olvido a la
mnemotecnia. Y es que
para ser feliz en esta vida hay que tener, además de algo de buena salud,
mala memoria, porque la felicidad consiste en la facilidad o buena
disposición para olvidar los muchos
agravios de la existencia. Desgraciadamente, Temistoclés no nos ha enseñado cómo ejercitar el arte del olvido.
Saber
olvidar más es dicha que arte. Dice Gracián que las cosas que
son más para olvidadas son las más acordadas. Es verdad. La
villanía de la memoria consiste en que nos falta cuando más es
menester que esté presente, y nos viene y está de sobra cuando
menos convenía que viniera. Los malos recuerdos son prolijos y
obstinados, y la memoria de los buenos, los que dan gusto,
es liviana. Consiste a veces el remedio del mal en olvidar el mal,
pero olvidamos –qué paradoja- el remedio.