Entre
la progresía pedagógica ya es un clásico curricular, aunque algo démodé,
el tema de la educación “en valores” (traducción de on
values, en la lengua del Imperio). Se concebía la enseñanza,
instrucción o proceso de aprendizaje como educación. De hecho la E
de nuestro ominoso acrónimo ESO no significa "enseñanza",
sino "educación" (la S, "secundaria", y la O, a la fuerza ahorcan, "obligatoria").
Se entiende que
haya una enseñanza primaria o básica y que pueda haber otra
posterior secundaria, o media que se decía antes, y aun una superior, especializada o
universitaria, y una enseñanza o formación profesional, como le dicen, pero esos adjetivos no cuadran bien con "educación":
la educación se tiene o no se tiene, puede ser buena o mala, pero no
admite progresión ni grados en su adquisición.
Decían
aquellos pedagogos que no había que limitarse a transmitir unos
conocimientos, sino que había que inculcar tra(n)sversalmente, como el que no quiere la cosa, unos valores tales como la
solidaridad, que es la versión laica de la cáritas
cristiana, la no discriminación sexual y racial, el espíritu de la tolerancia, la
lucha contra la violencia y un largo etcétera con el que fomentaban
la defensa de los derechos humanos y el buenrollismo desde la escuela y la más tierna infancia.
Lo malo es que
esos valores de los que se quería imbuir a las jóvenes
generaciones han acabado, me temo, por convertirse en valores...
bursátiles. Esa educación en valores que estamos dando
a nuestros hijos, a juzgar por el éxito de la Economía en nuestro
sistema educativo, y por el fracaso de la Educación para la
Ciudadanía y la prevención del acoso escolar (bullying en la
lengua del Imperio) y la violencia contra las mujeres en la sociedad en general, se ha quedado en agua de borrajas.
Séneca
escribió non uitae, sed scholae discimus no
aprendemos para la vida, sino para la institución escolar. ¿Qué
quería decir el cordobés? Que las cosas eran en su tiempo
así, lo que criticaba porque deberían ser al revés, y de hecho, la frase
suele citarse al contrario, pese a que Séneca no la escribió así en su
epístola a Lucilio, para indicar no cómo son las cosas, sino cómo
deberían ser.
A tenor de
lo que sucede ahora, podemos nosotros imitando a Séneca decir:
non uitae, sed bursae discimus no
aprendemos para la vida, sino para la bolsa.
La palabra latina bursa significaba monedero o faltriquera donde se
guardaba el dinero, de ahí nuestra bolsa y nuestro bolsillo; no tenía en latín todavía el sentido actual de casa
de contratación, que adquirió del nombre de la familia
flamenca Van der Bürse, en cuya sede se reunían los mercaderes
venecianos para hacer sus negocios.
No aprendemos, pues, para la vida,
con el estudio de la Economía
y Economía de la Empresa, sino para la Bolsa. Y ahí está la disyunción: "o
la bolsa o la vida", como exigen los atracadores, los bandoleros o los
salteadores de caminos.
Tenemos que elegir: si amamos la vida, entregaremos la bolsa
deshaciéndonos del dinero que llevamos encima, pero si amamos la
bolsa que contiene la plata
perderemos la vida. O enseñamos para la vida o
enseñamos para la bolsa.
La
bolsa y la vida,
viñeta de Juli Sanchis “Harca”
Alguien podrá objetar, con mucha razón, que no hay en el planeta Tierra vida humana que se precie, nunca mejor dicho, si no hay bolsa que la respalde, porque con la bolsa se compran los medios de subsistencia, y de alguna manera la bolsa es la vida, por eso los modernos ladrones con traje de esmoquin, cuando nos atracan, nos sustraen, como en la sarcástica viñeta de Harca que os pongo arriba, la bolsa a la vez que la vida.
Si equiparamos
estos términos a dinero y tiempo respectivamente, llegamos a la ecuación
general: time is
money
y money is time, sobre lo que habrá que volver en otra entrada, desde
el momento en que el jornal es el salario equivalente a una jornada
laboral, y el trabajo, la Arbeitskraft o fuerza de trabajo que decía
Marx, se remunera no tanto por la producción de bienes o el servicio
prestado como por el tiempo empleado en ello, y se convierte, por lo
tanto, en mercancía.
Hagámonos
a estas alturas la siguiente consideración: ¿Podríamos vivir
sin la bolsa, es decir, sin dinero? Pero la pregunta estaría mal
planteada. Hay que cuestionar lo que hay, no lo que no hay: ¿Se puede
vivir con dinero, con el vil metal? ¿Es esto acaso vida? Algo nos dice
por lo bajo y lo hondo que no, que es prostitución, la cual, no en vano,
se ha considerado el oficio más viejo del mundo: la conversión del
tiempo de nuestra vida en vil metal.
Viñeta de Quino
Preguntémonos, a propósito, en este punto por el sentido de la expresión “vil metal”. ¿Por qué a un metal, en este caso al oro, lo calificamos de vil? Porque es el metal noble, precioso, es decir, el que pone precio a todas las cosas, y por eso mismo, el apreciado, y precisamente por eso, por ponerle precio a las cosas, incluso a la vida humana, el metal, el dinero es vil, nos envilece.
Es una forma, obviamente, despectiva de referirse al dinero, pero no se puede ser neutral o
hablar positivamente de algo que es intrínsecamente perverso.
Otra
razón de la vileza del metal es que por
encima de cualquier otro interés humano, sentimental,
familiar o de amistad interpone el interés del capital, cuyo
objetivo es crecer y multiplicarse a sí mismo por la tasa que le interesa en un
período de tiempo que automáticamente se establece y cronometra.
En
muchos idiomas se justifica la vileza del dinero diciendo: “bussines
are bussines”, “les affaires sont les affaires” o “los
negocios son los negocios” con lo que se justifica lo injustificable.
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