lunes, 17 de abril de 2023

Era mentira

    La industria farmacéutica, ávida de vender sus productos, ya sean medicamentos, tratamientos o vacunas, crea enfermedades imaginarias ad hoc. El fenómeno, denominado disease mongering en la lengua del Imperio, es muy sencillo. Consiste en considerar patológicos procesos completamente naturales como pueden ser el envejecimiento, la menopausia, la hiperactividad... Otro procedimiento, algo más sofisticado, consiste en rebajar los niveles aceptables que definen la normalidad. 
 
    Si, por ejemplo, hace veinticinco años se consideraba aceptable un nivel de colesterol total en sangre inferior a 250 mg/dl, hoy se considera que debe ser inferior a 200 mg/dl, rebajándose considerablemente los límites de lo que se considera normal, por lo que si rebasamos ese límite incurriremos en lo que se ha denominado hipercolesterolemia, aumentando el futuro riesgo cardiovascular. Si se nos diagnostica el susodicho exceso de colesterol en sangre, tendremos que introducir cambios en la dieta, hacer ejercicio y sobre todo medicarnos.
 
    Pero hemos vivido en los últimos tres años un procedimiento mucho más sofisticado de creación de una enfermedad imaginaria previamente inexistente conocida con otro nombre. No se trataba de convencer a personas que estaban en buen estado de salud de que estaban enfermas, como en los casos anteriores, sino de que podían estarlo y contraer una enfermedad que las llevaría a la muerte, dada la malignidad y contagiosidad del agente provocador, que estaba en el aire que respirábamos y en todas las superficies, por lo que había que usar guantes y lavarse compulsivamente las manos, usar mascarillas tanto en espacios exteriores como interiores, y evitar el contacto personal con nuestros semejantes, dado que todos -no se libraba ni Dios- podíamos ser contagiosos. 
 

 
    El éxito de este procedimiento lo garantizó la puesta en circulación del oximoro: enfermo asintomático. La existencia del mortífero y novedoso patógeno que provocaba una enfermedad desconocida con infinidad de síntomas era delatada no por sus síntomas y consecuencias, sino por una prueba de laboratorio completamente fraudulenta, la dichosa PCR, que nunca puede tener un carácter diagnóstico, pero cuyo resultado positivo obligaba al aislamiento sin ningún tratamiento médico.
 
    El síntoma de que uno había contraído la peligrosa enfermedad era precisamente la ausencia de síntomas, algo que repugna al sentido común, pero que fue creído a pie juntillas como si se tratara de un dogma científico precisamente por lo absurdo que era. Se hacía así realidad la divisa aquella atribuida a Tertuliano, el apologeta de la fe cristiana, del credo quia absurdum (lo creo por lo absurdo que es), que él formuló con otras palabras: credibile quia ineptum est (se puede creer porque es ilógico).
 
    Por lo demás, se nos hizo creer que había desaparecido como por arte de magia de la faz de la tierra la ya vieja gripe a principios de 2020, cuando hacía su aparición estelar la presunta nueva enfermedad desconocida para la que no había tratamiento alguno disponible. Era mentira. 
 

     El caso es que basándose en unos cálculos probabilísticos erróneos, se inventa una enfermedad para la que se dice que no hay tratamiento porque es nueva y desconocida, y se atribuye a un virus supuestamente nuevo, el SARS-CoV-2, del que todavía se discute si es de origen natural o artificial y creado en un laboratorio, cuestión bizantina donde las haya, porque lo que no se discute es si realmente ese virus es tan novedoso como dicen, o es el viejo virus de la gripe de toda la vida. 
 
    Como afirma el doctor Mike Yeadon en un importante artículo publicado en The conservative woman el 22 de marzo pasado, la novedad del virus era un bulo: “Esta mentira es que alguna vez ha estado en circulación un nuevo virus respiratorio que, de manera crucial, causó enfermedades y muertes a gran escala. De hecho, no lo ha hecho.” 
 
    Si no había un virus novedoso y asesino, qué argucia no sé si más propia de la Inteligencia Artificial o de la Natural, hacernos creer que sí lo había, enredándonos en la discusión propia de los sabios de Bizancio sobre si el dichoso agente patógeno era natural y fruto de una zoonosis o artificial y resultado de una fuga de un laboratorio de investigación virológica con ganancia de función. 
 
 

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