Hay
una película mediocre pero ilustrativa que lleva por título “El Precio del Mañana” (In
Time en
inglés), dirigida por Andrew Niccol (2011). Se trata de una distopía en la que las personas,
llegadas a una determinada edad, mueren repentinamente a no ser que
tengan dinero para adquirir tiempo extra de vida. Mientras que los ricos pueden vivir
eternamente, el resto empobrecido de la población debe negociar o pedir
préstamos para poder seguir viviendo.
Ya
lo dijo, según cuentan, Benjamin Franklin, un prohombre de Estado,
en dos palabras: Time is
money:
el tiempo es dinero: horas de trabajo que se remuneran, que se
convierten en dinero, un dinero que exige el sacrificio de nuestro
tiempo, por lo que ese tiempo siempre futuro se convierte en un dinero
también futuro. El refrán viene a decir que todo el tiempo que uno
pueda dedicar a trabajar y generar dinero, es tiempo “bien
invertido”, remunerado, que vale su peso en oro, que puede trocarse por
dinero. En cambio, si uno se aparta de ese camino e invierte el
tiempo en otros ocios o negocios, está perdiendo dinero y perdiendo,
como
suele decirse, el tiempo.
Tempus
pecunia est, El tiempo es dinero, Richard
Harpum (2004)
El
dicho tiene su equivalencia en
castellano: “El tiempo es oro”, aunque el patrón oro ya esté
desacreditado como moneda. Se trata de una metáfora literaria y
ecuación matemática que equipara esas dos magnitudes, aparentemente
inconexas, en una sola, como si dijéramos A=B, por lo que también
podríamos decir: y vivceversa B=A. Así que démosle la vuelta al
archiconocido
refrán y obtendremos una valiosa verdad, como propone George Gissing
en 1903, en sus Papeles
privados de Henry Ryecroft:
“Money is time. With money
I buy for cheerful use the hours which otherwise would not in any
sense be mine; nay, which would make me their miserable bondsman.”
(El
dinero es tiempo. Con dinero compro para uso fruitivo las horas que de
otra manera no serían mías en ningún sentido; más aún, que me
convertirían en su miserable fiador).
Con
el dinero ya no sólo se compran cosas (y personas, y vientres de
alquiler, si llega el caso), sino también, y sobre todo, ideas: más dinero y
tiempo. Las cosas que más importan económicamente hablando,
que no son las más importantes; las cosas que más valen, que no son
las más valiosas, sino las más caras, las que cuestan cifras
astronómicas de millones de millones, ya no son los bienes concretos
que pueden palparse, comprarse y venderse en el mercado, sino los
dineros, el capital mismo, que es la cosa que crea todas las cosas, el
Ser Supremo, Dios en persona, lo que hace
que las cosas (y las personas) sean tales y se compren y se vendan en
el mercado global, estableciéndose otra ecuación indiscutible: Dinero =
Dios, y viceversa.
Lo
que importa hoy es que dinero compra dinero, dinero produce dinero:
pecunia pecuniam parit. (PECVNIA era, por cierto,
el nombre del dinero en latín, ya que “denarius”, de donde nos
viene a nosotros la palabra, era el nombre de una moneda que valía
diez ases como vimos en la primera entrega).
¿En qué consiste esa compraventa? En nada concreto y material, sino
en todo lo contrario: en la más pura abstracción ideal e inmaterial. El dinero
compra dinero que genera más dinero: crece y se multiplica.
El dinero, según los economistas, es un bien (petición de principio: repárese en que el dinero se considera un bien, algo bueno), intercambiable por todos los demás bienes, incluido él mismo en el cómputo, porque él también es una mercancía, y, por lo tanto, tiene un precio que se expresa en dinero. ¿Resulta contradictorio? Lo es, en efecto.
El dinero, según los economistas, es un bien (petición de principio: repárese en que el dinero se considera un bien, algo bueno), intercambiable por todos los demás bienes, incluido él mismo en el cómputo, porque él también es una mercancía, y, por lo tanto, tiene un precio que se expresa en dinero. ¿Resulta contradictorio? Lo es, en efecto.
A
veces oímos a esos economistas hablar del precio del dinero.
Examinemos esta locución aparentemente inofensiva. No la confundamos
con “el valor del dinero”. el valor es una cualidad subjetiva más
bien que nosotros le atribuimos al vil metal, mientras que el precio es
algo más objetivo y que es auto-referente: hace referencia precisamente al dinero
mismo. ¿Cuánto dinero cuesta, qué precio tiene, precisamente, todo
el dinero que hay en el mundo? ¿Hay suficiente dinero en el mundo,
dinero extra que no entra en el cálculo total, como si dijéramos
metadinero metafísico, para comprar todo el dinero del mundo, o habría que
crearlo ex nihilo?
A la pregunta de cuánto dinero hay en el mundo, no hay una respuesta
exacta, porque depende de la definición de dinero que se dé. Cuanto
más amplia y abstracta es la definición dada, más alta es la cifra
y el número de ceros. ¿Hay dinero en el mundo para comprar el
dinero que hay en el mundo?
Pero
hay un efecto secundario de primer orden en este proceso financiero: la inversión de dinero crea el tiempo, y cuando
decimos el tiempo queremos decir el futuro, un futuro que no existía
antes, que está esencialmente vacío pero que resulta rentable, que
nos reporta una cantidad adicional de dinero por la inversión o el
préstamo que hemos hecho a otra persona o a una entidad financiera que,
por su parte, se lo va a prestar a otro usuario por el interés.
Y en esa huida hacia
adelante es donde el dinero crea el futuro, el nuestro propio y el de la
humanidad en general, porque el dinero es tiempo, el dinero es
futuro, y el futuro, que es el factor importantísimo con el que
opera la economía, es la muerte. El templo de ese Ser Supremo está
vacío. Ese vacío mismo era Dios: en eso consisten los depósitos del Fondo Monetario Internacional y del
Banco Mundial y Universal Intergaláctico, el Sancta Sanctorum sólo contiene su propio vacío:
eso eran las reservas de oro del erario público. Hay que repetirlo: Está vacío. Y el
tiempo, como el rey en el cuento infantil de El Traje Nuevo del Emperador, está desnudo.
La persistencia de la
memoria o Los relojes
blandos, Salvador Dalí (1931)
La
relación entre ambos conceptos es interesante, pero compleja.
Aparentemente el
dinero es mucho más fácil de definir que el tiempo.
Ya el obispo Agustín de Hipona, santificado por la Iglesia Católica,
constataba esta dificultad en sus Confesiones (XI, 14, 17): quid est ergo tempus? si nemo ex me
quaerat, scio; si quaerenti explicare uelim, nescio: Qué es, pues, el tiempo? Si nadie
me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo
pregunta, no lo sé. El tiempo resulta inaprehensible, por lo que no
se puede hablar de él, explicarlo, pero
gracias al dinero, que es el Dios creador de ese can Cérbero de tres
cabezas -pretérito, presente y futuro, como los tiempos verbales de la
gramática que aprendíamos en la escuela-, lo cronometramos y
falsificamos.
El dinero es tiempo, el tiempo es futuro y el futuro es la muerte. Solo cuando ninguno de los tres rige la conducta de los hombres puede aflorar la vida como si nada, y a pesar de esas fuerzas que ininterrumpidamente atacan ofreciendo a los hombres la inversión de sus anhelos en sustitutos y programas.
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