martes, 7 de marzo de 2023

El palacio de la Montaña del León

    Kasyapa, temiendo que su hermanastro Mogallana heredara el trono que le correspondía por legítimo derecho paterno decidió arrebatárselo antes por la fuerza a su padre, el rey Dhatusena, al que encarceló, asentando sus indignas posaderas en su trono. A Mogallana no le quedó entonces más remedio que huir a la India para escapar de los continuos intentos de asesinato de Kasyapa, una vez que había logrado el poder que tanto codiciara.

    El usurpador, por su parte, exigió a su padre que le revelara dónde escondía su tesoro. No le bastaban el cetro, la corona y el trono. Necesitaba, además, aumentar la hacienda de su monarquía. Dhatusena, el monarca destronado, le respondió que en la presa de Kalawewa, que aún puede contemplarse  hoy,  la mayor de sus obras de irrigación.

    -Allí -señaló Dhatusena refiriéndose a la presa- se hallan todos los tesoros que poseo.

 

     ¿Se refería, acaso, a la propia presa hidráulica, siendo como era su máxima obra de irrigación de los campos de cultivo de arroz, dando a entender así a su bastardo que él no tenía más riqueza ni tesoro que aquella obra suya de ingeniería, significándole que son los hechos de los hombres y no sus posesiones los que enriquecen a estos y constituyen su tesoro? ¿O apuntaba más bien a la morada del venerable monje que habitaba junto a la presa, un anciano venerable que había sido durante muchos años su mentor, dándole a entender a Kasyapa que la auténtica riqueza era la amistad que profesaba por aquel ermitaño hasta el punto de anteponerla él a cualquier riqueza material? ¿O se refería, específicamente, a la sabiduría y al camino desapegado y libre, religioso, que el monje recorría en la trayectoria de su vida? Sea lo que fuere, no había ningún indicio de ningún tesoro enterrado bajo las aguas de la presa.

    Kasyapa se sintió burlado por su padre, por lo que ordenó su muerte, una muerte por cierto horrible como pocas: sepultado vivo, emparedado en su propio sepulcro. Consumaba así el hijo la muerte del padre. Todo hijo legítimo o bastardo debe matar un buen día si no a su padre, sí al Padre, es decir, a lo que la figura de este representa, para poder él encarnar esa autoridad que a él le falta y que, de alguna manera, le impide ser así en definitiva su propio padre, asesinato que conlleva otro crimen porque para lograrlo debe matar al niño que lleva dentro.


    El usurpador, en el año 477 de nuestra era, siete después de acceder al trono, se trasladó al fabuloso palacio que había mandado construir en Sigiriya, la Roca del León, una fortaleza inexpugnable labrada sobre el magma endurecido y erosionado resultante de la erupción de un viejo volcán. Había para ello derrochado ingentes cantidades de dinero del erario público. Del palacio de la Montaña descendió en el año 495 para enfrentarse a su hermanastro Mogallana que había reunido entre tanto un ejército considerable y vuelto de la India a la isla a reclamar el trono que por derecho como hijo legítimo solo a él correspondía. 

    La isla conocida como Serendib, Tambapani, Ceylán o modernamente Sri Lanka fue denominada por los romanos, siguiendo a los griegos, Tapróbane. Hay noticias eruditas de ella: Un pentámetro de Ovidio la evoca: Aut ubi Taprobanen Indica cingit agua ('Donde el Índico mar / ciñe a Tapróbane allí'). Rufo Festo Avieno también la rememora en un prosaico hexámetro dactílico en su Descripción de la Tierra: Insula Taprobane gignit tetros elephantos ('La isla Tapróbane engendra elefantes horripilantes').

    En el trascurso de la desigual batalla, Kasyapa, una vez diezmadas sus tropas, se quedó solo, abandonado por los supervivientes. Viéndose derrotado, indefenso y a merced de las huestes del enemigo, decidió huir de la muerte vergonzosa que le esperaba dándose él paradójicamente la muerte, una muerte voluntaria pero no cobarde, sino digna y heroica: desenfundó su daga, se la clavó en la garganta, la levantó en el aire y aún tuvo tiempo de volverla a envainar antes de caer muerto de su elefante.


     De su fabuloso palacio de Sigiriya enclavado en lo alto de la roca solo quedan dieciocho de las quinientas misteriosas doncellas de que hablan las inscripciones que en su momento de mayor esplendor lo decoraron, pintadas a modo de frescos al temple en la pared rocosa, con sus grandes ojos rasgados, su llamativo tocado sobre la cabeza, sus finas manos en las que algunas llevan ofrendas como si se dirigieran al templo, sus redondos y gruesos pechos desnudos y sus abultados pezones, misteriosas mujeres que no se sabe si son ninfas ideales o las cortesanas de carne y hueso del monarca, si son el fruto de su deseo, o el resultado de su búsqueda infructuosa de la Mujer en todas y cada una de las cientos de concubinas con las que le fue dado yacer con una fascinación y un temor rayano en el pánico ante la vulva en la que se hundía que le devolvía al claustro de la Madre.

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