lunes, 21 de marzo de 2022

¡Fuera máscar(ill)as!

    Aunque la imposición de las máscar(ill)as en la curtida piel del toro ibérico ha sido levantada en espacios exteriores y pronto lo será, por fin, también en los interiores, muchísima gente, traumatizada como está en su inmensa mayoría por la propaganda terrorífica, persiste en embozársela en todos los espacios públicos permanentemente porque así se siente más segura de no contagiar(se), tal es el poder de la publicidad machacona del Régimen vigente.

    Este miedo a la muerte que le hemos cogido es estúpido, por dos razones, porque, primera, el peligro de morir del síndrome coronavírico es prácticamente nulo: 0,2 por ciento o 2 por mil; y, segunda, porque la muerte es algo natural a lo que no hay que temer ni tener ni más ni menos miedo que a la vida. 

       Pero, claro, las máscar(ill)as y todas las restricciones sociales que han impuesto los gobiernos so pretexto de la pandemia nos han enloquecido de forma que a fuerza de inculcarnos el pánico al virus, hemos acabado viralizándolo y olvidando lo esencial: nos hemos olvidado de vivir, como decía la canción.

    La evidencia acumulada hasta la fecha sobre la eficacia de las máscar(ill)as, incluidas las asfixiantes FFP2, proveniente tanto de ensayos controlados como de estudios basados en la observación directa, indica que el uso extendido a la población general, incluyendo niños, tiene un impacto nulo a la hora de evitar la propagación de virus respiratorios como la influenza (vulgo gripe) y el coronavirus. 

Galicia en vilo, fotografía de Miguel Riopa (2021)
 

    El uso de la máscar(ill)a se recomienda a los profesionales sanitarios durante actuaciones en las que el riesgo de contaminación es alto como, por ejemplo, procedimientos dentales, cirugías y otros tratamientos invasivos como la intubación orotraqueal, etc. También se recomienda a estos profesionales durante el cuidado o la asistencia de pacientes inmunodeprimidos. Y se aconseja finalmente a los enfermos sintomáticos -los enfermos asintomáticos, por definición, no contagian y no son enfermos, sino personas en perfecto estado de salud- cuando estén en lugares cerrados y muy concurridos por personas infectadas. Nunca debió recomendarse -y menos imponerse- a personas sanas como se hizo, habida cuenta de que la evidencia científica era reconocidamente nula o de calidad baja o muy muy baja. Pero era una medida política más que sanitaria.


      Los trastornos que provoca, en cambio, el uso generalizado de la máscar(ill)a no son pocos, máxime en los niños: dificultades en la adquisición del lenguaje y en el desarrollo de la afectividad, bajo rendimiento intelectual y asfixia por hipoxia: la máscar(ill)a no sólo no impide la entrada de gérmenes patógenos actuando como barrera, sino también la adecuada eliminación del dióxido de carbono (o CO2), sustancia de desecho que expulsamos con cada espiración y que, ante la presencia del tapabocas, es reinhalada durante la inspiración impidiendo de esta forma la adecuada oxigenación del organismo. 

     Los defensores de la reducción de la huella personal de C02 que originamos individualmente en nuestra vida cotidiana pueden estar contentos: la pandemia -no hay mal que para bien no venga-  ha provocado la mayor reducción de CO2 de la que tengamos registro de la historia. El uso de máscar(ill)as ha colaborado, queriendo o sin querer, modestamente con el objetivo de desarrollo sostenible de la ONU para la salvación del planeta. Al tragarnos nuestro propio dióxido de carbono hemos rebajado nuestras emisiones de gases de efecto invernadero que aceleran el cambio climático.

 

    Hay quien estima que cada habitante del planeta genera una media de casi cuatro toneladas anuales de CO2,  media que se cuadruplica en algunos países como los Estados Unidos por año y por persona.

    Nuestros gobernantes, atentos a este fenómeno, creyeron que encerrándonos y tragándonos nuestras propias emisiones reduciríamos los gases de efecto invernadero: es verdad. Si dejamos de respirar, la palmamos. Y si la palmamos ya no nos desplazamos, no consumimos compulsivamente, no nos alimentamos y no utilizamos los recursos energéticos, por lo que no contaminamos y salvamos el planeta dejando de habitarlo, dejando de vivir.

1 comentario:

  1. La dejadez en lo que a vivir se refiere es consustancial con esta condena al trabajo o su ausencia y la entrega al consumo cada día más endeudado, soportes todavía de esa sostenibilidad que nos venden y que es un arma reluciente de doble filo con la que pretenden culpabilizar al ente individual del desarrollo destructivo que sus grandes corporaciones, dedicadas a la gestión y rentabilidad, han instituido hasta el delirio como con ese proyecto transhumanista, una vez que tienen a su alcance la 'puesta en valor' de todo aquello que pueda reducirse a un organismo, 'operativo' para optimizar el desarrollo de algoritmos y dispositivos. Los restos que queden de sensibilidad y viveza resisten como pueden esta ofensiva militar (o alianza estratégica de entidades públicas y privadas al estilo World Economic Forum) de condicionamiento mediático permanente y encierro virtualizado que los dispositivos facilitan.

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