El
crisantemo simboliza la luz solar en el Extremo Oriente. Vino del país
del Sol naciente a Europa, donde fue bautizado, no sin razón, con el
nombre griego de χρυσός (chrysós, oro) y ἄνθεμον (ánthemon, flor), la flor dorada a causa del oro de sus pétalos.
El poeta Píndaro, muchos siglos antes de que llegara el crisantemo a la vieja Europa, ya cosechó el nombre: ἄνθεμα χρυσοῦ (ánthema chrusoú, flores de oro) en uno de sus epinicios olímpicos. Leemos así en la traducción de Gredos de Alfonso Ortega de la Olímpica segunda: "...Allí con sus soplos / las brisas oceánicas envuelven la Isla / de los Bienaventurados; y flores de oro relucen, / unas de la tierra, nacidas de fúlgidos árboles, / y otras el agua las cría, / con cuyas guirnaldas enlazan sus manos y trenzan coronas".
El poeta Píndaro, muchos siglos antes de que llegara el crisantemo a la vieja Europa, ya cosechó el nombre: ἄνθεμα χρυσοῦ (ánthema chrusoú, flores de oro) en uno de sus epinicios olímpicos. Leemos así en la traducción de Gredos de Alfonso Ortega de la Olímpica segunda: "...Allí con sus soplos / las brisas oceánicas envuelven la Isla / de los Bienaventurados; y flores de oro relucen, / unas de la tierra, nacidas de fúlgidos árboles, / y otras el agua las cría, / con cuyas guirnaldas enlazan sus manos y trenzan coronas".
Hay,
por supuesto, crisantemos de otros colores, también bellísimos, blancos
como la nieve, o rojos como la sangre, pero el crisantemo por
excelencia es el amarillo, que evoca la luz del sol: ex Oriente lux.
La
efímera floración del crisantemo coincide con el final de octubre y el
comienzo de noviembre, cuando se conmemora la festividad cristiana de
Todos los Santos y, al día siguiente, de los Fieles Difuntos. El
cristianismo santifica la muerte, que abre la paradójica puerta de la
vida verdadera y eterna, lo que no deja de ser un insulto para esta
nuestra efímera y falsa vida terrenal.
Curiosa
paradoja, lo que era una flor de vida en oriente se convierte en el
occidente cristiano en la flor que honra la memoria de los muertos. Pero
la muerte no existe aquí y ahora; la muerte real es siempre futura. Ya
lo dijo el divino Epicuro, que nos libra de su temor con el consuelo de
la razón, así como su paladín latino Lucrecio: Nil igitur mors est ad nos neque pertinet hilum: Nada es pués a nosotros la muerte y nada nos toca, como tradujo el célebre hexámetro García Calvo.
Diógenes Laercio, en sus Vidas y opiniones de los filósofos ilustres
(X, 125-126), obra a la que tanto debemos, nos ha transmitido esta
preciosa carta de Epicuro a Meneceo. Merece la pena leerla en el
original griego:
τὸ
φρικωδέστατον οὖν τῶν κακῶν ὁ θάνατος οὐθὲν πρὸς ἡμᾶς, ἐπειδή περ ὅταν
μὲν ἡμεῖς ὦμεν, ὁ θάνατος οὐ πάρεστιν· ὅταν δ᾽ ὁ θάνατος παρῇ, τόθ᾽
ἡμεῖς οὐκ ἐσμέν. οὔτε οὖν πρὸς τοὺς ζῶντάς ἐστιν οὔτε πρὸς τοὺς
τετελευτηκότας, ἐπειδήπερ περὶ οὓς μὲν οὐκ ἔστιν, οἱ δ᾽ οὐκέτι εἰσίν.
El
más aterrador por tanto de los males, la muerte, nada es para nosotros,
por cuanto mientras nosotros estamos, la muerte no está presente; y
cuando la muerte esté presente, entonces nosotros no estaremos. Por
tanto, ni para los que están vivos es, ni para los que han muerto, por
cuanto para unos no está, y los otros ya no están ellos.
ἀλλ᾽ οἱ πολλοὶ τὸν θάνατον ὁτὲ μὲν ὡς μέγιστον τῶν κακῶν φεύγουσιν, ὁτὲ δὲ ὡς ἀνάπαυσιν τῶν ἐν τῷ ζῆν [κακῶν
αἱροῦνται. ὁ δὲ σοφὸς οὔτε παραιτεῖται τὸ ζῆν] οὔτε φοβεῖται τὸ μὴ
ζῆν· οὔτε γὰρ αὐτῷ προσίσταται τὸ ζῆν οὔτε δοξάζεται κακὸν εἶναι τὸ μὴ
ζῆν. ὥσπερ δὲ τὸ σιτίον οὐ τὸ πλεῖον πάντως ἀλλὰ τὸ ἥδιστον αἱρεῖται,
οὕτω καὶ χρόνον οὐ τὸν μήκιστον ἀλλὰ τὸν ἥδιστον καρπίζεται.
Pero
la muchedumbre ora huye a la muerte como el peor de los males, ora como
cese de cuanto hay en el vivir [de malo la elige. El sabio en cambio,
ni repudia el vivir]
ni teme el no vivir; pues ni lo hastía el vivir ni cree que sea un mal
el no vivir; y así como no elige la comida más abundante, sino la más
sabrosa, así tampoco disfruta el tiempo más largo, sino el más
placentero.
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