lunes, 18 de octubre de 2021

El precio justo

    El recurso que hacen los comerciantes y mercachifles de poca monta del engaño y la falsedad para vendernos sus mercancías, a las que previamente ponen un precio que deben justificar, recorre como un verdadero leit-motiv toda la literatura antigua. Y es que las cosas tienen siempre el valor que queramos darles para su uso, pero el precio que se les pone para su comercio nunca es, como en el infame concurso televisivo, un precio justo. Para justipreciar hay que mentir necesariamente. No hay ningún precio justo. Recordemos, a este propósito además, aquello que don Antonio Machado dijo tan bien en pocas palabras: "Todo necio confunde valor y precio".   


    Frente a la costumbre occidental del precio fijo, que nunca es tal, pese a su nombre, sujeto como está según la disposición y demanda del producto a subidas y bajadas, la costumbre oriental del regateo en que se debate el precio parece un poco más sensata. El comprador y el vendedor discuten el precio hasta llegar a un acuerdo satisfactorio para ambos, lo que no anula tampoco la noción de que el producto tiene un precio, es decir un valor de cambio medido por el dinero en términos cuantitativos, al margen de su valor de uso.

 

   Según el tetimonio que Platón le hace decir a Sócrates en el Protágoras, el sofista o intelectual, que hace publicidad y venta de bienes inmateriales como son sus conocimientos, haciendo de ellos también un comercio para el alma, se comporta igual que cualquier comerciante o mercachifle, a diferencia del propio Sócrates que no cobraba por sus enseñanzas. Tanto los comerciantes como los intelectuales que comercian con la cultura y las obras de arte engañan a la contraparte comercial gracias al elogio desmesurado de lo que venden para justificar el precio que le ponen. 

     Oigamos a Sócrates (313 c-e): “De modo que, amigo, cuidemos de que no nos engañe el sofista con sus elogios de lo que vende, como el traficante y el tendero con respecto al alimento del cuerpo. Pues tampoco ellos saben, de las mercancías que traen ellos mismos, lo que es bueno o nocivo para el cuerpo, pero las alaban al venderlas; y lo mismo los que se las compran, a no ser que uno sea un maestro de gimnasia o un médico. Así también, los que introducen sus enseñanzas por las ciudades para venderlas al por mayor o al por menor a quien lo desee, elogian todo lo que venden; y seguramente algunos también desconocerán, de lo que venden, lo que es bueno o nocivo para el alma. Y del mismo modo también los que las compran, a no ser que por casualidad se encuentre por allí un médico del alma”.

    La publicidad, siempre engañosa, es el instrumento que en primer lugar crea la apetencia de una cosa, lo que a menudo se ha llamado la “necesidad”, es decir, la creencia de que esa cosa es necesaria o conveniente, y, en segundo lugar, la propaganda persuade al comprador de que el valor de esa cosa se corresponde con el precio con el que se ha tasado, incitándole a participar en el proceso de compraventa. La publicidad era, entonces como hoy, el medio empleado para atraer a la gente a  la compraventa. Pero no sólo eran los bienes materiales de consumo como el pan y el vino los objetos de la publicidad, como queda dicho, sino que también la cultura, sólo aparentementre extraña a la lógica del mercado, era un bien vendible, sin que los que comercian con ella sepan si es buena o mala, pese a lo mucho que la elogian.

Tuit del Ministerio de Sanidad: las vacunas son seguras aun en fase experimental.
 

    Igualmente sucede en nuestros días con la salud y con los medicamentos que supuestamente la procuran. Los fabricantes y expendedores deben engañarnos para que procedamos al consumo de los productos diciéndonos que son buenos y saludables, lo que se consigue a veces repitiendo una y mil veces una consigna, que suele ser mentira. La mentira, mil veces repetida, suena a verdadera. Se nos asegura, por ejemplo, que un fármaco es seguro, cuando no se sabe a ciencia cierta que lo sea. Nos repite por todos los medios a su alcance, que no son pocos, que un medicamento o una vacuna no tiene efectos secundarios especialmente preocupantes a corto, medio y largo plazo cuando no se ha experimentado nunca antes.

    Lo triste de todo es que muchos de los que se dedican a vendernos el producto elogiando su bondad, como le dice el bueno de Sócrates a su interlocutor, desconocen lo que es nocivo tanto para el cuerpo como para el alma. Igual que nosotros, los compradores que, como dice la voz popular, “hemos sido engañados”.

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