Hay muertos de los que no hablan los medios de manipulación y creación de la opinión pública. Muertos de segunda y tercera clase, que no generan titulares. El sábado 22 hubo en Cantabria 5 suicidios. La información es de buena fuente. No procede del periódico local de campanario, que tiende un tupido y pudoroso velo de silencio sobre la realidad, sino de alguien que trabaja en el servicio de urgencias del hospital de la capital de este reino hispánico de taifas. Hay muertes que son noticia y otras que no. Si a los cinco suicidas les hubieran diagnosticado el virus coronado, estoy seguro de ello, estarían en las primeras páginas de los titulares autonómicos y nacionales de periódicos y televisiones.
Uno de esos suicidios se ha producido en un pueblo del pequeño municipio en el que vivo, donde desde que se declaró el Estado de Alarma hasta la fecha no ha muerto nadie del virus de la maldita corona. Pero eso no es noticia. El vecino, que tenía 70 años, sin patologías previas, se ahorcó en el salón de su casa. Se trataba de un hombre, según los que lo conocían, que era “la alegría de la huerta”. Nadie se lo explica, ni su mujer, que se queda viuda, ni su hijo, que fue quien lo encontró.
Sin embargo, algo me dice que es una víctima no sé si colateral o directa de todo esto que nos rodea, de esta paranoica histeria colectiva, privados como estamos cuando salimos a la calle de la sonrisa de los demás, especialmente de los niños.
El pintor francés Édouard Manet, precursor del impresionismo, en su óleo "El suicida" pone fin a la larga tradición académica que hacía del suicidio un tema tabú que sólo se trataba desde un punto de vista histórico dentro de una narrativa asociada a ideas de sacrificio o heroicidad de personajes famosos, como la romana Lucrecia, que no pudo vivir con la infamia de la violación que sufrió, o la muerte autoinfligida de Catón de Útica, que prefirió quitarse la vida antes que rendirse a Julio César, o el suicidio inducido de Séneca, o incluso la aceptación voluntaria de la condena a muerte de Sócrates...
Manet nos presenta en ese cuadro a un suicida anónimo con gráfica brutalidad. Aquí no hay heroísmo, ni romanticismo, solo un hombre abatido cualquiera que se quitó de en medio porque se sintió derrotado, lo que produce en nosotros, espectadores, tristeza, espanto, angustia, horror, desolación.
Por las manchas de sangre de la blanca camisa se deduce que se ha descerrajado un tiro en el pecho, no lejos del corazón. La colcha ensangrentada, que ocupa casi un tercio del cuadro, revela la contundencia del disparo. La cama sostiene al hombre todavía, pero pronto, parece, caerá al suelo.
Pero la contemplación del cuadro de Manet hace que nos preguntemos: ¿Por qué?, ¿qué sombría y
poderosa desesperación empuja a alguien a esa resolución
definitiva?
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