miércoles, 18 de marzo de 2020

La peste de Atenas

En el año 430 a. C. se produjo una epidemia devastadora en la entonces poderosa ciudad-estado de Atenas, que destruyó su hegemonía en la Hélade y se llevó muchas vidas por delante. 

Atenas, que estaba sumida por entonces en la Guerra del Peloponeso contra Esparta, se vio obligada a recibir a mucha gente del campo que buscaba refugio entre sus murallas, por lo que se convirtió en el caldo de cultivo idóneo para una pestilencia de gran magnitud en la que entre otros muchos murió su gobernante Periclés. 

La peste de Atenas la narró Tucídides, el historiador, en griego y en prosa, quien, según parece, consiguió sobrevivir y constatar sus síntomas, víctima de ella:  pues al principio los médicos, por ignorancia, no tenían éxito en la curación, sino que precisamente ellos morían en mayor número porque eran los que más se acercaban a los enfermos, ni tampoco ningún otro remedio humano; y fue inútil suplicar en los templos y recurrir a los oráculos y medios semejantes, y, finalmente, las gentes desistieron de usarlos vencidas por el mal (Tucídides, Guerra del Peloponeso, II, 47.4, traducción de F. Rodríguez Adrados:  οὔτε γὰρ ἰατροὶ ἤρκουν τὸ πρῶτον θεραπεύοντες ἀγνοίᾳ, ἀλλ᾽ αὐτοὶ μάλιστα ἔθνῃσκον ὅσῳ καὶ μάλιστα προσῇσαν, οὔτε ἄλλη ἀνθρωπεία τέχνη οὐδεμία· ὅσα τε πρὸς ἱεροῖς ἱκέτευσαν ἢ μαντείοις καὶ τοῖς τοιούτοις ἐχρήσαντο, πάντα ἀνωφελῆ ἦν, τελευτῶντές τε αὐτῶν ἀπέστησαν ὑπὸ τοῦ κακοῦ νικώμενοι).

En latín y en verso volvió a narrarla siglos después Lucrecio al final de su poema didáctico De rerum natura, donde trataba de librar a la humanidad, siguiendo a su maestro Epicuro, del miedo a la muerte. 

Según algunos estudios, la plaga, que parece que fue una fiebre tifoidea, se habría originado en Etiopía y a través de Egipto y Libia habría llegado al puerto del Pireo entre el 430-426 antes de Cristo cambiando el curso de la guerra entre las dos superpotencias de entonces e inclinando la balanza hacia el bando espartano, lo que conllevó el final del siglo de Periclés. Ni los médicos ni las plegarias a los dioses lograron contener su propagación a través del agua corriente.

 La peste de Atenas, Michiel Sweerts c.1652-1654

Agustín García Calvo en su espléndida traducción en hexámetros castellanos con rima asonante del poema lucreciano (De rerum natura, De la realidad, Lucrecio, editorial Lucina, 1997) la resume así en una paráfrasis en prosa al pie de su versión en verso: 

(La peste de Atenas), engendrada por un aire pestilente venido del Egipto [sigue la descripción de la epidemia que asoló el Ática al año segundo de la guerra del Peloponeso, tal como la describe Tucídides II 47-52, aunque añadiendo algunos rasgos, como ese mismo del origen, que sugieren que Lucrecio leyó también algún informe acaso de escritores médicos: pero, aun así, la correspondencia con el testo de Tucídides, a veces muy cercana, brinda una ocasión singular para discernir cómo una misma materia se convierte en cosas distintas bajo el tratamiento de la prosa histórica o de la poesía], en la cual, los síntomas de penetración, de la cabeza y garganta al pecho (con escasa fiebre por fuera, pero abrasándose por dentro, al punto de que algunos se arrojaran de cabeza a los pozos, y no pudiendo soportar ni la más ligera ropa), venían al octavo o noveno día a hacer crisis, que era generalmente muerte, y aun los que escapaban solían perecer luego de negro flujo de vientre u otras diversas consecuencias, o acababan en mutilación de miembros, para cortar la estensión al mal, o, con la angustia de la muerte segura, en pérdida del juicio [algo más distinguidos por fases que en Tucídides, se mezclan los síntomas que diríamos gripales con los disentéricos, si aplicáramos clasificaciones venidas con el progreso de la Medicina, y de las enfermedades, tal que, entre las actuales, es difícil reconocer nada comparable en implicación de órganos diversos, a esta peste ática].

La plaga de Atenas, Stanley Meltzoff (1917-2006)

Se añadían las muertes de animales también contaminados, perros y hasta buitres, que rehuían los cadáveres o, si los tocaban, caían bajo el mismo mal; y ensombrecía todas las almas tanto el ansia de los que, al sentir en sí los síntomas, se sabían condenados, como el miedo de otros al contagio, que no evitaba el caer bajo la peste ni a los que cobardemente rehuían el cuidado de los enfermos ni a los que, valientes y condolidos por las quejas de los moribundos, iban a atenderlos; el mal cundía igualmente entre los campesinos, que morían apelotonados en sus chozas, y el hacinamiento de los que huían del campo aumentaba en la ciudad la pestilencia y la miseria, llenos de cadáveres los paseos y las fuentes públicas, y hasta los templos, que abrían los sacristanes para asilo; en fin, respetos religiosos y humanos se perdían, y los cadáveres o quedaban abandonados por las calles, o también había quienes en las piras fúnebres de otros arrojaban los de sus muertos a escondidas, viniendo a veces a enzarzarse en riñas encarnizadas, antes que abandonar los cuerpos. 

La peste de Atenas, François Perrier 1640

Con esta visión de muerte multitudinaria se cierra el De rerum natura tal como nos ha llegado, y en todo caso, de manera fiel a la actitud de atacar el miedo a la muerte sin más recurso que su total reconocimiento, llevando a las últimas consecuencias la creencia de que también la muerte es natural. 

Agustín García Calvo, edición crítica y versión rítmica del De rerum natura, De la Realidad, de Lucrecio. 
(Al transcribir el texto he respetado las grafías testo y estensión del autor, que no son erratas, sino voluntarias).

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